La literatura y la vocación pedagógica han sido desde siempre, en la historia de España, dos realidades íntimamente relacionadas. Los considerados por los poetas de la Generación del 27 como los "grandes maestros", Antonio Machado, Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez; son de sobra conocidos por esa faceta, en la que destacaron honrosamente. Sin embargo, también en el contexto de la Generación del 27 propiamente dicha, resultan muy relevantes las conexiones de varios de sus miembros con la enseñanza.
Por una parte, encontramos una sección de la generación que vive por y para la docencia: profesores vocacionales, que disfrutaban transmitiendo sus conocimientos literarios a sus discípulos tanto como escribiendo. Aunque casi todos los miembros de la generación -Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Luis Cernuda...- impartieron clases en universidades y otros centros educativos, la vocación docente está presente sobre todo en tres de ellos: Dámaso Alonso, Jorge Guillén y Pedro Salinas. Especialmente en este último.
Desde el punto de vista no de profesores, sino de alumnos, resulta también esencial la experiencia que se refleja -y condiciona, en gran medida- en la obra de otros poetas de esta misma generación; ya sea una experiencia traumática, como en el caso de Federico García Lorca y Rafael Alberti; o positiva, como en el de Luis Cernuda o Emilio Prados.
La vocación docente de Pedro Salinas
El madrileño Pedro Salinas (1891-1951), después de licenciarse en Derecho y Filosofía y Letras, comenzó su carrera docente a los 23 años, como lector de español en la Sorbona de París, donde obtuvo el título de Doctor en Letras. Fue en esta etapa parisina donde descubrió su vocación. Su sueño era convertirse en catedrático de universidad y, si no lograba este propósito, al menos daría clases en institutos. Tan solo cuatro años más tarde obtuvo una cátedra en la Universidad de Sevilla, en la que permaneció hasta 1922.
En Sevilla, su implicación en la asignatura de Literatura que impartía y su cercanía con los estudiantes sorprendieron a muchos de ellos, como Enrique Canito, que más adelante se convertiría en un reputado docente. Según Canito, Salinas se reunía con sus alumnos fuera del horario oficial de clases, y les permitía seleccionar las obras que deseaban examinar en profundidad. Su regla general era: "Para estudiar la literatura de un país hay que leer diez o doce docenas de obras; y luego, una vez leídas, llega la hora de la orientación mediante ciertas guías críticas" (Newman, 2004: 115).
Canito recuerda de Salinas su amenidad en la exposición, la fluidez en su discurso, la manera de dar vida a las grandes obras de literatura en sus clases, en las que "se transfiguraba", como si hubiera nacido para ello. Sus palabras, dice Canito, transmitían "calor y entusiasmo por una Universidad mejor [...]. Aquel hombre, por las vías sugestivas del Arte, de la Poesía, nos comunicaba su honda preocupación de España" (Newman, 2004: 116).
Sin embargo, el alumno más célebre de Pedro Salinas fue otro miembro de la Generación del 27: Luis Cernuda, que estudiaba la carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla. Aunque Salinas le impartió Literatura, no entraron en contacto hasta tiempo después, cuando él ya no era su profesor. Salinas se arrepentía de no haberse fijado en él en clase, debido a que el joven Cernuda, movido por la timidez, se sentaba en un rincón del aula y no se dirigía para nada al profesor. Desde que Salinas descubrió el oculto talento de su antiguo alumno, guió sus primeros pasos por el mundo de la poesía, recomendándole lecturas, ayudándolo con la lengua francesa y orientándolo desde un punto de vista literario y profesional -le consiguió un puesto en el Centro de Estudios Históricos de Madrid y, más adelante, un lectorado en la Universidad de Toulouse. Todo esto llevaría a escribir a Cernuda: "No sabría decir cuánto debo a Salinas, a sus indicaciones, a su estímulo primero; apenas hubiera podido yo, en cuanto poeta, sin su ayuda, haber encontrado el camino" (Newman, 2004: 117-118).
En su faceta de docente, Salinas siempre fue un enamorado del intercambio sociocultural. Participó en los cursos de verano de la Universidad de Toulouse en Burgos, de 1924 a 1926. Entre 1928 y 1931 dirigió la escuela de verano patrocinada por el Centro de Estudios Históricos de Madrid. Y posteriormente se convirtió en el Secretario General de la Universidad de Verano de Santander desde 1933 a 1936. Más tarde, en el exilio, se implicó también en numerosas escuelas de verano de varias universidades estadounidenses.
Salinas sentía verdadera pasión por la enseñanza, por la docencia, como también demostró con su esposa, Margarita Bonmatí, que debido a su delicada salud no había podido tener unos estudios muy elevados. Él la ayudó a introducirse en la literatura, haciéndola partícipe de sus amplios conocimientos mientras le escribía encendidas cartas de amor. Y más adelante, volvería a ver unidas la faceta sentimental con la docente cuando se enamoró, en un curso de la Universidad de Verano de Santander, de su alumna Katherine R. Whitmore, flechazo que dio lugar a una apasionada y tortuosa relación que se mantuvo durante varios años.
El aplicado Luis Cernuda
Pese a que Cernuda, en lo profesional, también siguió la carrera docente, impartiendo clases en diversos centros educativos en Toulouse, Oxfordshire, Glasgow, Cambridge, Massachussets o México; nunca lo consideró su vocación.
En Cernuda, interesa más su faceta como alumno, primero de Antonio López de Santa Teresa, el padre escolapio que le animó a escribir sus primeros versos; más tarde de Pedro Salinas, que lo guió en sus primeros pasos por el mundo literario.
Durante sus años de bachillerato, Cernuda era un niño retraído, silencioso, al que no le gustaban los helados y prefería leer en soledad que jugar con sus compañeros. Sus calificaciones eran excelentes -algo menos en Aritmética y Física, y nunca pasaban del mero Aprobado en Gimnasia-, e incluso obtuvo el cargo de directivo de las Congregaciones Marianas Calasancias a los quince años, durante la celebración del trigésimo aniversario de su colegio: el Calasancio Hispalense, dirigido por escolapios.
Fue en ese colegio donde tuvo como profesor, en la asignatura de Preceptiva y Composición, a Antonio López de Santa Teresa. Don Antonio, como le llamaban en clase, era un amante de la poesía, incluso escribía versos. Siendo Cernuda su alumno más aventajado -que, más que algo positivo, era el motivo de la antipatía de sus compañeros-, le hizo recitar un poema por primera vez, suscitando las burlas de los otros chicos. Sin embargo, también había sembrado en el joven Luis, ya para siempre, el germen de la poesía. Él mismo lo recordaría así en un texto que le dedicó, muchos años después, en su obra Ocnos, titulado, precisamente, "El maestro".
El recuerdo de aquellos años adolescentes, de las burlas de sus compañeros, motivó que Cernuda concibiera la poesía como una realidad alejada del mundo, y que se viese a sí mismo "como naipe cuya baraja se ha perdido", en sus propias palabras.
Comenzó la carrera de Derecho sin vocación -nunca llegó a ejercer, a pesar de licenciarse con buenas notas, como correspondía a su naturaleza de estudiante aplicado-, y en las clases, solía sentarse en las últimas filas o en algún rincón poco visible, que le ayudara en su propósito de pasar desapercibido. En sus años universitarios, seguía sufriendo Cernuda una timidez enfermiza que le impidió, por ejemplo, comunicarse con Pedro Salinas cuando este fue su profesor. Él mismo escribió, en Historial de un libro:
Más por una incapacidad típica mía, la de serme difícil en el trato con los demás, exteriorizar lo que llevo dentro, es decir, entrar en comunicación con los otros, aunque algunas veces lo deseo, durante el curso no fui para Salinas sino un alumno más, y de los menos distinguidos (Newman, 2004: 117).
En efecto, la nota que recibió en la asignatura de Salinas fue un simple aprobado, porque hasta tiempo después, con motivo de unos poemas publicados en revistas, Salinas no reparó en el potencial artístico del muchacho.
A pesar de que Salinas fue su maestro, se produjo un alejamiento entre ambos después de la mala acogida por parte de la crítica que tuvo el primer libro de Cernuda: Perfil del aire. Desde ese momento, el sevillano siempre le guardaría rencor a su antiguo profesor, a quien culpaba en parte de su fracaso, por no haber dado la cara por él y situarse del lado de Jorge Guillén, de quien decían que había plagiado la obra. Por su parte, Salinas consideraba que el carácter de Cernuda era muy complicado, muy "raro", y no tenía problemas a la hora de contarlo a unos y a otros. Lo cierto es que la relación entre ambos se fue estropeando progresivamente, hasta el punto de que Cernuda, en su última obra, le dedicó el poema "Malentendu", reprochándole su incomprensión. Salinas nunca llegó a leerlo: moriría diez años antes, en 1951.
Los alumnos "rebeldes": Alberti y Lorca
Si Cernuda fue siempre el alumno ejemplar en cuanto a calificaciones y poco aficionado a llamar la atención en clase, Rafael Alberti resultó todo lo contrario. En sus memorias recogidas en el "Primer libro" de La arboleda perdida, narra sus experiencias en el colegio de El puerto de Santa María, Cádiz, donde estudió -sin acabarlo- el bachillerato. Dicho colegio era de la Compañía de Jesús, y se basaba en una estricta organización que sentaba la religiosidad como pilar a partir del cual se levantaba todo. Muchos años más tarde, Alberti se quejaba de que los jesuitas no le enseñaron nada de provecho; únicamente a renegar de todo lo relacionado con el academicismo. "Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada / y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética", dirá en su poema "Los ángeles colegiales".
Alberti era un niño curioso, dado a las travesuras, alegre y juguetón, al que le gustaba escaparse de las horas de clase y corretear desnudo entre las dunas; algo que traía de cabeza a los jesuitas y a su propia familia. Con sus profesores tuvo muchos encontronazos, como la vez que decidió dejarse una coletilla "de torero" y le descubrieron, cortándosela al instante. O aquella otra en la que intentó escalar, sin éxito, a la azotea donde vivía una niña de la que se sentía enamorado. Al enterarse los jesuitas, le expulsaron definitivamente del colegio, impidiéndole completar su bachillerato.
Ya en Madrid, Alberti se resistió a continuar con sus estudios. Durante un tiempo, lo intentó por la presión familiar, pero se veía obligado a mentir continuamente a sus padres con respecto a las calificaciones obtenidas. Finalmente, abandonó los estudios y se centró en su carrera de poeta.
Las experiencias traumáticas en el colegio jesuita, sin embargo, no las pudo ya olvidar, y sentaron las bases para el concepto de oscuridad -muy relacionado con lo religioso- que apreciamos en su obra poética.
La rebeldía de Lorca era bien distinta, y mucho más amarga. Se trataba de una reacción ante la actitud burlona y cruel de sus compañeros -y de algún profesor-, que se reían de él, al considerarlo "afeminado"; incluso le pusieron el apodo de "Federica". Francisco Roca, antiguo compañero de bachillerato y universidad de Lorca, le describe como "un muchacho extraño y huraño a quien los otros chicos del instituto tomaban el pelo" (Gibson, 2009: 53). Al parecer, el joven Federico pasaba por tímido -algo que cambiaría radicalmente con los años- y acomplejado, y no resulta difícil imaginar el calvario que para él representaría el instituto. Reaccionó con falta de interés, saltándose las clases y sentándose siempre en la última fila. En sus poemas posteriores, brotará de nuevo la rebeldía con el recuerdo de aquellos tiempos, en versos como los de "Poema doble del lago Edén": "Quiero llorar porque me da la gana, / como lloran los niños del último banco".
El hecho de lograr licenciarse en la carrera de Derecho fue algo que le costó muchos años, muchos disgustos y que resultó consecuencia de la presión que ejercían sobre él sus padres. Lorca nunca lo consideró su vocación y, por ello, jamás llegó a ejercer de abogado.