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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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El último recuerdo

Yo fui un Controlador, hasta que no lo soporte más.

No era que mi trabajo fuera muy pesado. Incluso las condiciones que me asignaron para vivir eran espléndidas: una acogedora casa en las zonas altas de un valle, con una linda vista hacia la ciudad, que se volvía magnífica al atardecer con el sol poniente bañando la ciudad.

A mi cargo estaba un pequeño país en medio del continente americano. Nada complejo, conmigo bastaba y hasta me quedaba tiempo libre. Casi todas las noches apagaba las luces y me sentaba en la sala, frente a la ventana, con mi portátil en el regazo. Veía la ciudad a lo lejos, escalando las faldas de las montañas al otro lado del valle, mientras curioseaba cómo les iba a los otros.

La mayoría de los otros territorios eran tan complejos, que sus Controladores formaban escuadrones para mantener el control y aun así no lograban contener la situación, que empeoraba mucho más rápido de lo previsto... justo como había pasado una y otra vez.

Por otro lado, tenía sus ventajas el estar a cargo de esos lugares. Muchos de mis colegas se volvían figuras muy influyentes. Así era como aparecían los gurús, los líderes de algún sector o los poderes detrás de tronos que nadie contradecía.

Después de todo, de alguna manera había que soportar los siglos de existencia y el "recordar". Me explico. Los Guardias o Controladores éramos los únicos que permanecíamos despiertos. Mientras nuestros cuerpos permanecían en una suspensión casi perfecta por milenios, nuestros espíritus iban de una vida a otra, naciendo y muriendo dentro de una cotidianidad y una historia, ficticias, pero desgraciadamente tan similares a las que dejamos atrás... Era la existencia que la humanidad había aceptado, cuando el mundo real se le volvió insoportable.

Quién sabe si después de tantas vidas terminaron olvidando o si desde un inicio escogieron la ignorancia para vivir y soñar tranquilos. La cuestión era que no recordaban de dónde venían, ni qué había pasado. El mundo que soñaban era tan genuino como el viejo mundo real de generaciones anteriores, con sus ciudades, culturas, bosques, mares...

Sólo los Controladores recordábamos para mantener la consistencia del sistema, controlar la tasa de reencarnación y prevenir errores. Sólo los Controladores despertábamos si era necesario, cuando los sistemas automáticos no podían arreglar algo. Pero los sistemas eran tan eficientes y robustos, que el despertar se volvió casi un tabú: "¿Para qué despertar, si lo único que verás son kilómetros y kilómetros de túneles con reductos de estasis, cables y más computadoras?" Eso me decían mis colegas cuando les comentaba de mis paseos.

Y es que, con bastante frecuencia, cuando mi "yo virtual" se iba a dormir, yo despertaba. Me iba a caminar por aquellos corredores tipo catacumbas, atiborrados con hileras de vainas que con su resplandor luminiscente, iluminaban aquellos túneles, que de otra forma serían oscuros como cavernas. Adentro de cada una, el resplandor dejaba ver la silueta de una persona.

Mis primeros paseos fueron dolorosos. Quién sabe hacía cuánto no usaba mis piernas, pero con el tiempo se tonificaron y pude llegar más lejos. Descendí a las partes más remotas y vitales del sistema, las entrañas de la máquina que sostenía a la humanidad. Anduve hasta los niveles superiores, donde encontré amplias galerías y pasillos con ventanales en todas direcciones, domos de cristal y balcones de observación. Mientras los recorría, imaginaba aquellos lugares abarrotados de personas y aún bañados por la luz del sol. ¿Yo también había recorrido estos pasillos? Quizás, incluso nosotros pudimos escoger olvidar algunas cosas.

Algunos de los cristales no se habían echado a perder por el tiempo. A través de ellos, atisbé un panorama poblado de retorcidos esqueletos de acero que tapaban el horizonte, cañones esculpidos por ríos de antaño y ahora repletos de una sustancia repugnante, y un cielo con todos los colores imaginables menos el celeste o blanco de nuestros sueños.

Ciertamente la humanidad había provocado, y a la vez eludido, el fin del mundo...

Al menos eso pensamos. Hacia el final del primer ciclo hubo un revuelo: el medio ambiente y todo el sistema se deterioraban a niveles críticos. No sólo era el cambio climático, la contaminación o las extinciones. Más allá de las reglas "de la naturaleza", construidas de manera semejante a sus contrapartes del mundo físico, estaban las reglas en el trasfondo: la mecánica interna del sistema que reaccionaba de manera imprevista por los excesos de la humanidad, aumentando el espectro de catástrofes. Terremotos y erupciones, parafenómenos celestes, pestes extrañas y repentinas, hordas de bestias que asolaban las ciudades, violencia cada vez más frecuente y cruenta...

Los Guardias nos quedábamos sin opciones. No podíamos cambiar las reglas del sistema sin más, sin alterar su balance y consistencia, lo cual hubiera significado un descalabro para toda la humanidad. Ciertamente teníamos nuestras herramientas, como por ejemplo disminuir la población mundial mediante sutiles estratagemas económicas y sociales, pero también esto, a la larga, tenía sus consecuencias nefastas. Cuando nos dimos cuenta, el efecto mariposa nos estaba dejando desarmados.

Después de discutir, dimos con una solución: reiniciar el sistema. Pusimos a todos a dormir dentro del sueño. Entonces recargábamos con más recursos y cambiamos algunas reglas dentro de lo factible. Finalmente, dejamos algún porcentaje de las personas en suspensión, para reducir la tasa de reencarnación y que se irían intercalando conforme las generaciones pasaban.

Funcionó bien. Pasaron milenios hasta que nos vimos en la misma situación. Entonces, volvimos a reiniciar, no sin cierta aprensión. De nuevo, el andar de los milenios, como un parpadeo dentro de un sueño y nos vimos en la necesidad... Costaba creer cuántas veces el ciclo se había repetido. Según mis cuentas, nos acercábamos al centenar, mas ese no era el punto, sino que el último ciclo apenas duró trece milenios.

Era obvio que los ciclos se acortaban. En los primeros fue apenas perceptible, pero la diferencia se fue incrementando, hasta que los últimos parecían precipitarse al abismo tan pronto como arrancaban. Yo, antes que cualquier otro, fui el primero en reconocer que la contingencia no funcionaba ya, después de todo fue mi idea en primer lugar. Por más que reiniciáramos, la raíz del problema seguía presente y más aún, algo quedaba del ciclo anterior, en la memoria quizás, quizás algo permanecía impreso en los sistemas del trasfondo.

Siempre el ocaso de la civilización comenzaba con un evento singular para cada era: el Sínodo de los Guardianes.

Por cientos de años, revisábamos toda la historia de la Era. No había momentos, ni detalles insignificantes. A los ojos de un Controlador, el tiempo no era una línea, sino una totalidad vibrante, armónica y compacta, pero que hacia el final se tornaba más vibrante, violenta y convulsa, hasta que debíamos congelarla y hacerla colapsar sobre sí misma antes de que reventara, llevándose a todos consigo.

Pero antes el último sueño. Teníamos que hacerlos dormir a todos, dentro del sueño, para que despertaran algunos dentro de la siguiente Era. Una vez más, fui el designado para tal tarea.

Desperté, y como anteriores veces, me levanté de mi vaina y comencé a andar por aquellos pasillos.

El ambiente era húmedo y caluroso. No había luz, a excepción de la emanada por alguna que otra pantalla o panel escondido en algún rincón. Esta vez tomé otros pasillos y transité por estancias olvidadas. Cerca estaban las vainas donde dormían los Controladores.  Dormían, esperando según ellos otro amanecer, donde serían de nuevo los amos de la historia y gobernar por otro ciclo más...

Era difícil respirar, sentía como si la presión incrementase conforme descendía de un piso a otro. Trataba de no pensar en nada, sólo en la secuencia que había descifrado años atrás cuando buscaba la manera de reiniciar el sistema. Iba de un panel a otro, de una palanca a otra, con precisión en aquel laberinto de metal y sopor.

Ya sólo faltaba buscar el último panel de control. Ante mí se abría un pasillo, estrecho, internándose tan profundamente como nunca antes había llegado una caverna o túnel. Al cruzar su umbral, una muralla de vaho caliente golpeó mi rostro, haciéndome pensar que un caldero hirviendo me esperaba abajo. La presión se había vuelto insoportable. Mi respiración se convirtió en jadeos. La oscuridad era completa, ¿era así de oscuro el lugar o mi mirada comenzaba a fallar?

Avanzaba. Sentía náuseas, con cada respiración el aire se tornaba más enrarecido. Comenzaba a perder la orientación. Tenía que mantenerme concentrado en mi objetivo... La idea de que todo volviera a comenzar... reencarnación, tras reencarnación... Mis manos se aferraban a la pared y me sostenían en la marcha... Y todo esto sólo para olvidar y encontrarse con el mismo callejón, la futilidad... Un paso frente al otro, sólo eso me quedaba...

Mi cabeza chocó con algo. Al abrir los ojos, vi unas luces rojas. Mis dedos recorrieron la superficie húmeda de la pared. Había un panel. Lo recorrí hasta encontrarla. Esa, esa debía ser la palanca. Me aferré a esta con ambas manos y la bajé.

Al final, dormirían dentro de otro sueño, y después, todo se apagará. Entonces las vainas brillantes se volverán sarcófagos opacos. Y muy pronto yo me uniría a ellos. En mi tumba, la más profunda que ningún viviente conoció, llevándome el último recuerdo de la humanidad.

Buenas noches, a todos...

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