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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 13 de octubre de 2024

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Fuego

El capitán Fernández adopta una actitud solemne mientras ordena la maniobra de aproximación al complejo. El personal de su nave al completo le acompaña en el puente, quince personas entre tripulación y familiares, que se agolpan en la abigarrada estancia para poder contemplar la impresionante masa del planeta A17-222 desplazándose lentamente a través del pequeño visor rectangular de la cabina.

Fernández no puede evitar tener la sensación de estar visitando un descomunal mausoleo mientras observa los remolinos de nubes en hermoso contraste con el naranja intenso de la yerma superficie. Hace trescientos años estándar los ríos serpenteaban buscando océanos repletos de agua y vida en este mundo.

El capitán Román Fernández no es un experto en historia antigua, pero como patrón de astronaves ejerciendo en el sector A17 de la galaxia se conoce al dedillo cualquier factor que pudiera tener incidencia en la navegación en este área. Las guerras del cobre, hace más de tres siglos, asolaron varios planetas recién sometidos al proceso de terrageneración en esta zona, e indudablemente el A17-222 había sido uno de ellos.

Fueron tiempos nefastos, ya olvidados, en los que se pagó por la ausencia de un plan adecuado de colonización, y cualquiera que contase con un par de equipos terrageneradores podía plantarlos en mundos cuyas condiciones físicas y climáticas fueran susceptibles de convertirlos en habitables para el ser humano sin consultar con nadie.

El hombre que dirige el majestuoso carguero Río Júcar pertenece a la marina de la Confederación Planetaria de España, y su misión actual es implantar los equipos que harán respirable la atmósfera de los planetas A17-222 y 225 dentro de poco más de veinte años. La Comisión de Colonización de la Red de Mundos aprobó dos años atrás esta expedición a petición del gobierno de la C.P.E., considerando la inexistencia de reclamaciones territoriales en este sector y las ventajas de devolver la vida a dos planetas arrasados por la guerra en los tiempos del Despertar.

Todo va bien. Henchido de orgullo el capitán Fernández no puede ocultar su satisfacción. Ama su trabajo y lo realiza con verdadera pasión. Todo va bien, piensa una y otra vez, mientras mira de reojo a la hermosa teniente que comparte con el alférez Serrano la responsabilidad de pilotar la nave en la que viajan. No puede dejar de observar el rostro enrojecido por la emoción. Ese maravilloso uniforme de gala que se ajusta con precisión a cada forma de su cuerpo... –Capitán... –, ese cuerpo cuyos recovecos conoce como la palma de su propia mano... –¡Capitán...!, ¡ahí la tenemos otra vez! –La voz del contramaestre interrumpe las ensoñaciones del capitán.

El contramaestre Soto está particularmente excitado ante la visión de la arcaica estación orbital que descubrieron dos horas antes, y hacia la que ahora se dirigen. –¿Quién pondría eso en órbita, aunque fuera hace trescientos años...? –pregunta, enfatizando despectivamente la palabra “eso” al tiempo que señala una especie de molinillo de feria flotante que se acerca lentamente hacia ellos a través del espacio.

–Doce minutos para el contacto –señala la teniente Isabel Arce, ignorando la pregunta, mientras teclea frenéticamente frente a su consola –. Eso está muerto, capitán. No hay rastro de comunicaciones ni fuentes de energía.

Los biólogos cuchichean al otro lado del puente, contrariados por el inesperado retraso en las operaciones de campo sobre la superficie del A17-222.

-¿Qué opinas, Damián? –inquiere Fernández a un hombre de elevada edad que estudia con detalle el curioso diseño de la estación espacial a la que se aproximan. Las leyes sobre colonización obligan a incluir entre los miembros de la tripulación de un viaje de este tipo a un arqueólogo y dos biólogos, funcionarios todos ellos de la Red de Mundos, e integrantes, junto con el oficial médico, del equipo científico de la nave. El capitán adora a este anciano que les ha acompañado en tres expediciones y en cuya sabiduría apoya cada vez el éxito de la misión. Damián Aguilar es un auténtico experto en la historia antigua de la galaxia y un viejo cascarrabias en ocasiones entrañable.

-¿Que qué opino...? –refunfuña el historiador desde su rincón, sin dejar de mirar hacia el cercano complejo con los ojos convertidos en finas rendijas –, ¿que qué opino, dices? No opino, Román –contesta finalmente –. No hablo de lo que no sé. –y diciendo esto, se levanta bruscamente y sale del puente. Fernández sabe que el profesor Aguilar ha ido a consultar sus archivos, y esto le sorprende aún más que la incapacidad del ordenador de a bordo para establecer analogías con otros diseños antiguos.

-¿Habéis visto las compuertas...? –el contramaestre no deja de sorprenderse-, ¡ni siquiera son estándar!. ¡Esto es viejo de verdad!.

-Contacto en diez minutos –la voz fría de la teniente Arce les devuelve a la inmediatez del encuentro.

-Quiero energía ahí dentro en media hora, Senda –ordena el capitán –, ¿presión y aire?

-Negativo, capitán –responde Senda con fastidio, como si lo que dijera resultara obvio. Senda Alami es la ingeniero de mantenimiento de a bordo – Calculo otros treinta minutos desde el momento en que tengamos energía, si la chatarra se mantiene estanca.

-Una hora –el capitán medita una rápida decisión–... teniente, contramaestre, coged a uno de los chicos... quiero que dentro de una hora entréis ahí dentro –. En la parte posterior del puente la esposa del contramaestre Enrique Soto, una mujer menuda de unos cincuenta años estándar de edad, siente un escalofrío.

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El Río Júcar es un gran carguero articulado con capacidad para transportar un máximo de cuatro equipos terrageneradores. El aspecto del navío es impresionante con sus más de doscientos metros de eslora sin contar los dos pares de formidables equipos construidos en los astilleros orbitales del planeta Oviedo dispuestos simétricamente tras él como si fueran las dos gibas de un gigantesco camello.

La nave flota parsimoniosamente a escasos metros frente al complejo de caprichoso diseño que se empeña en guardar celosamente su misterio. Los robots de conexión trabajan sin descanso, manejados desde el interior del Río Júcar por Senda Alami y su asistente, además de ocasional amante.

El trabajo a bordo de una astronave de estas características está muy bien pagado, sea cual sea la bandera de la misma. Las expediciones en algunos casos duran hasta cinco años estándar, y las compañías privadas de navegación alientan este tipo de aventuras, facilitando a sus protagonistas la posibilidad de viajar con sus familias, y primando el sacrificio de sus trabajadores con excelentes salarios. La marina de cualquier gobierno de la Red no puede quedarse atrás para poder competir con ellas y en ambos casos no es raro encontrar niños viajando en los cargueros de terrageneradores, o en cualquier viaje espacial de largo recorrido.

El carguero Río Júcar cuenta con varias parejas más o menos estables pero los niños no corretean por sus pasillos. El capitán Román Fernández está absolutamente enamorado de la mujer con la que comparte su vida desde hace cinco años. Su verdadera preocupación es la de realizar bien su trabajo y ahorrar dinero algunos años más para poder crear junto a Isabel Arce una familia en León, el mundo de donde ambos proceden.

Mientras contempla el frenético trabajo de los robots ahí fuera su cabeza viaja entre árboles frondosos que le susurran a su paso misteriosas frases y juega a desnudar a Isabel bajo sus ramas. Una nube oscura le impide seguir jugando. Es como un aguijoneo molesto que no le permite disfrutar de su particular visión: Damián.

-Enrique, toma el mando –las formalidades pasan a un segundo plano después de dos años trabajando juntos –, voy a ver a Damián –Isabel le mira un instante con preocupación.

Damián Aguilar ni se inmuta cuando el capitán carraspea tras la puerta entreabierta de su pequeño camarote: -¡Pasa de una vez, Román...! –dice, sin volverse –, esto es... sencillamente increíble –continúa hablando lentamente, mientras sigue tecleando frente a su consola. -. Ni siquiera en los tiempos más tempranos del Despertar consigo encontrar patrones de diseño tan remotos: los paneles solares, lo primitivo de los ensamblajes... –el profesor parece verdaderamente entusiasmado. Luego se vuelve hacia el capitán con los ojos llorosos: -Román, creo que es la Tierra.

El capitán le observa atónito sin dar crédito a lo que está oyendo –La Tierra, ¿eh? –murmura nervioso -, ¿estás seguro?

El anciano asiente repetidas veces con una sonrisa estúpida en su rostro sin decir una palabra. Fernández sigue a la carga: -¡Alguien lo habría descubierto ya!, ¿no crees? La expedición que instaló el primer complejo terragenerador, los colonos... ¡Alguien! –el profesor ahora niega con la cabeza, con la misma expresión –No, Román. El A17-222 fue arrasado poco antes de que finalizara su proceso de terrageneración en las guerras del cobre. Arrasado quiere decir aniquilado, asolado, destruido... Miles de toneladas de armamento destinadas únicamente a hacerlo inhabitable. ¡Escarba quince kilómetros hacia el interior y no encontraras más que la misma tierra muerta y seca!. Además, el equipo climático se instaló hace más de trescientos años y las misiones entonces no contaban con un comité científico como ahora...

Por no contar, piensa el capitán, no contaban ni con el más mínimo código ético de conducta. Ni otro fin que el de obtener un beneficio económico para sus patrocinadores.

Román Fernández está eufórico. Él es ante todo un viajero, un explorador. Y ahora su nave, por un capricho del destino se encuentra en órbita alrededor de la Tierra, el planeta primigenio. El mundo donde nació la especie humana... La misma Tierra que empujó a millones de personas hacia la aventura espacial cinco siglos atrás, desnudos de su pasado e ignorantes de su futuro.

-¿Qué hacemos, Damián? –pregunta a su consejero, conociendo de antemano la respuesta. El viejo sonríe:

-Entrar, por supuesto.

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-Hay algún problema con la energía, capitán –la voz de Senda Alami llega con claridad al interfono del contramaestre Soto, mientras aguarda con la teniente Arce, el soldado Vázquez y el profesor Aguilar en la sala previa a la tolva de conexión. Los cuatro visten sencillos monos de trabajo y se agarran con fuerza a los asideros de la cámara de compensación. El capitán observa la escena desde su consola en el puente no sin cierta preocupación. Hubiera preferido no involucrar a Damián en la exploración de la estación. El viejo le había amenazado con arrojarse al vacío sin traje espacial y al final había accedido a incorporarle a la misión de reconocimiento. Podía entender que para el arqueólogo estar allí suponía el sueño de toda una vida de trabajo y dedicación, y su mente se había afanado en encontrar varias razones que, reales o no, justificaran su presencia allí.

-Microgravedad en cinco, cuatro, tres, dos, uno... –prosigue la ingeniero de mantenimiento, observando en la consola a sus compañeros despegándose suavemente del suelo y comenzando a trepar por las paredes curvas de la cámara a través de los asideros, orientando sus cuerpos hacia la escotilla de acceso.

-Cuéntame algo más de ese problema, Senda –ordena el capitán.

-Los lenguajes de los equipos son incompatibles, pero nuestros sensores han detectado en el histórico de uno de los módulos una activación periódica...

-¿De qué? –la voz del contramaestre llega metálica a través de la megafonía del puente.

-... parece un motor. Lo estamos revisando pero podría ser lo que mantiene toda esta chatarra en órbita.

Los cuatro exploradores se miran con desasosiego mientras escuchan el sonido familiar de los robots de conexión deslizándose por los raíles de trabajo. Damián Aguilar intenta en vano mantenerse en la misma postura durante más de tres segundos.

-¿Cancelamos, Senda?, ¡Dime algo más, por Dios! –el capitán no oculta su nerviosismo.

-El sistema parece estable, capitán –contesta la mujer.

Román mira a sus cuatro compañeros a través del monitor, fijando su atención en la mujer de pelo corto que ayuda al anciano en su lucha contra la microgravedad tras dedicarle una sonrisa desde el monitor.

-¡Abre la compuerta, Senda!

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La luz azulada de los sistemas de emergencia le dan al interior de la estación espacial un aire espectral. La teniente Arce va abriendo el grupo desplazándose con facilidad por lo que parece ser una pequeña cámara de descompresión. Los haces de luz proyectados por las linternas situadas en sus cascos de protección parecen entablar un curioso duelo. Uno tras otro cruzan a través de una estrecha escotilla para encontrarse con un amplio corredor. Las paredes del mismo se encuentran literalmente cubiertas por decenas de miles de diminutos estuches en cuyo lateral figura un número indeterminado de caracteres componiendo palabras aparentemente ilegibles.

-Inglés antiguo –afirma el arqueólogo sin dudar, acercando su rostro más de lo que quisiera a una de las paredes. Grandes bastidores rectangulares cada tres metros conforman la estructura que sujeta la formidable colección. De ellos parten en sentido longitudinal los elementos metálicos que sustentan lo que parecen ser innumerables células de memoria alineadas hasta el final del corredor -¡Fascinante...! –exclama el profesor Aguilar, rezagándose ligeramente del grupo para intentar traducir alguno de los rótulos.

Un nuevo estrechamiento les conduce a un nodo de conexión. El contramaestre Soto espera al profesor, observándole con atención en la penumbra. De frente y a la derecha dos nuevos módulos les sorprenden con la misma configuración. La teniente hace un gesto y continúan de frente, flotando a través de un estrecho pasillo, concentrándose para impedir que la ingravidez afecte a su sentido de orientación.

-¿Todo bien, Senda? ¿Estáis viendo esto? –pregunta el contramaestre a través del interfono, girando su cuerpo para que la cámara situada en su arnés obtenga una panorámica del nuevo módulo.

-Perfectamente, Enrique –responde Senda desde el Río Júcar. En el puente del carguero el resto de la tripulación se arremolina en torno a los dos monitores que les muestran el interior de la estación.

-Unidades de memoria perfectamente archivadas y etiquetadas... –exclama el capitán observando como Damián muestra a la cámara uno de los estuches que permite distinguir un disco en su interior. Román sabe que él y sus hombres están metidos hasta el cuello en el mayor descubrimiento arqueológico desde los tiempos del Despertar. Sólo ansía averiguar el secreto que encierran los miles de cartuchos de memoria que cubren las paredes de su fabuloso hallazgo. A través de la cámara del soldado puede percibir el sobrecogimiento de Isabel ante la magnitud de lo que les rodea. Y, aún así, tiene la seguridad de que la mujer mantiene sus sentidos alerta al cien por cien.

-¡Enrique...! –se escucha la voz clara de la teniente mientras señala hacia una luz blanca proveniente del siguiente módulo. -¿Qué diablos es eso? –y con esta frase desaparece de los monitores del Río Júcar toda señal proveniente de sus cuatro exploradores, ante la sorpresa del capitán y de todo el personal del puente.

A bordo del extraño ingenio orbital el contramaestre y la teniente intentan en vano contactar con la nave: -¡Román, por Dios, dime qué cojones pasa! –exclama el contramaestre Soto, visiblemente nervioso. Damián sigue enfrascado en los títulos de las unidades de memoria. De repente una voz clara proveniente de la sala contigua les sorprende a todos:

-¡Pasad, sin miedo... os esperaba desde hace siglos! –una voz de mujer madura, serena, les empuja de forma inconsciente a penetrar en la pequeña sala de donde emana la luz sin tan siquiera pensar en utilizar las armas. Los cuatro miembros de la tripulación del Río Júcar se encuentran frente a una anciana sentada tranquilamente en un viejo sillón. Vestida tan sólo con una túnica de grueso tejido y color pardo no parece que la ausencia casi total de gravedad la afecte en lo más mínimo. Sonriente, moviendo pausadamente la cabeza, exclama:

-¡Por fin, el hijo pródigo regresa al hogar...!. Por supuesto no estoy aquí, queridos míos –la anciana prosigue con su alocución sin prisa alguna –, de hecho estoy muerta desde hace varios siglos... Lo que veis es una grabación holográfica del año dos mil cuatrocientos dos después de Cristo –la mujer respira profundamente -¡Qué envidia me dais, vosotros que habéis surcado el espacio y mantenéis aún la esencia de lo que representa el ser humano! –pronuncia, presas sus palabras de una infinita nostalgia. Su público está atrapado en una especie de hipnosis.

-No pretendo extenderme, creedme –pausa angustiosa –. Corren malos tiempos aquí en la Tierra. Pero todo lo que pudiera contaros está aquí, a vuestro alrededor... ¡Este es mi auténtico legado, hijos míos! –recobra la infinita serenidad –... la historia de la Tierra que os fue negada cuando os mandamos hacia la mayor de las aventuras siglos atrás... Esta primitiva estación orbital de principios del siglo XXI fue primero el más moderno laboratorio creado por el hombre. Pronto se transformó en destino de turistas excéntricos y millonarios. Décadas después fue un exótico museo y, finalmente, por obra y gracia de esta loca mujer que tenéis enfrente, se convirtió en la más completa, fascinante y maravillosa biblioteca jamás creada por el ser humano.

-Aquí están la ciencia y la historia de este planeta: La que conocéis y la que ignoráis... ¡Aprended de ella, vosotros que aún podéis y que, mal que os pese, habréis de llamaros por siempre hijos de la Tierra!. Yo... os dejo, ¡Ah, me olvidaba! –la mujer sonríe, sin dejar de mirarles a los ojos –: cada estuche, un disco; cada disco, un tesoro... está muy facilito, si habéis llegado hasta aquí tenéis que saber como leerlos –la imagen de la anciana se distorsiona unos instantes -. Adiós, hijos míos. Mi mundo es también el vuestro ahora...

Un denso silencio se apodera de la estancia cuando la figura de la mujer sentada en el sillón desaparece, dejando únicamente la cámara vacía. Los cuatro exploradores del Río Júcar sólo parecen reaccionar cuando la luz azulada del sistema de emergencia comienza a fallar. -¡Salgamos de aquí!, ¡Hay que recuperar el contacto con el puente! –exclama Isabel Arce, zarandeando a sus anonadados compañeros. -¡Vamos!

El arqueólogo no puede ocultar su entusiasmo mientras se impulsa detrás de la teniente hacia la salida, sin dejar de mirar maravillado a su alrededor. Le siguen el contramaestre Soto y el soldado Vázquez, aún sobrecogidos por la situación que acaban de vivir. La mujer es la primera en detectarlo. Da un respingo en el aire: -¡Humo! –grita con fuerza desde el final del grupo -, ¡Enrique, hay humo en el aire! –y antes de que nadie pueda reaccionar una sacudida descomunal acompañada de un sonoro estruendo les arroja con fuerza contra las paredes como si fueran muñecos de trapo.

-¡Teniente, aquí Senda, repito! ¿Me escucháis? –la voz de la joven llega ahora con claridad a través del interfono de la teniente Arce que intenta a duras penas reponerse de un golpe en su espalda -¡Claro que te escuchamos, Senda! ¿Qué diablos ha pasado? –pregunta al tiempo que echa una rápida ojeada para verificar el estado de sus compañeros.

-¡No me preguntes por qué pero perdimos el contacto...!, ¡Salid inmediatamente de ahí, repito... SALID INMEDIATAMENTE DE AHÍ!. ¡Hemos tenido un corto en el módulo del motor... hace al menos cinco minutos que la estación está ardiendo! –la voz angustiada de Senda se pierde en los corredores de la estación orbital, donde el soldado Vázquez abre el grupo tratando de impulsarse mientras arrastra por el pecho al contramaestre Soto, quien va dejando tras de sí un leve rastro de burbujas de sangre provenientes de su rostro. Le siguen con dificultades la teniente y el anciano. Un ruido ensordecedor de metal contra metal chirría detrás de ellos y continuos temblores les desvían de su trayectoria, provocando choques incontrolados contra las interminables estanterías. Centenares de discos de memoria suspendidos en el aire se han salido de sus frágiles estuches provocándoles en su apresurada huida multitud de cortes por todo el cuerpo.

Por fin llegan hasta el inicio de la tolva de conexión. A través de los visores laterales la teniente observa uno de los enormes paneles solares balanceándose peligrosamente hacia el Río Júcar

-¡Isabel, si tardáis un minuto más cierro la puta escotilla de la cámara! –la voz de Senda Alami suena angustiada en los interfonos. -¡Vete a la mierda! –contesta Isabel Arce mientras empuja al soldado y al contramaestre hacia la tolva. Más allá de la cámara de compensación, una fugaz visión del capitán y otros tres miembros de la tripulación equipados con sus trajes espaciales le hace percibir la gravedad de la situación -¡Vamos, Damián, joder! –el anciano trata desesperadamente de recoger algunos de los discos que flotan en la cámara de descompresión -¡DAMIÁN! –un ruido ensordecedor acompañado de un nuevo temblor le permite deducir a la teniente Arce que el panel solar ha caído sobre la tolva. Damián navega a la deriva entre una nube de discos y estuches. La teniente se impulsa unos metros hacia atrás y recupera el cuerpo inconsciente del profesor mientras el estridente chirrido se hace insoportable. Finalmente se abre paso entre los restos y cruza la escotilla de la cámara de compensación -: ¡Cierra la compuerta, Senda! ¡Cierra y suelta la tolva ya...! –tres segundos después de haberse cerrado la escotilla los cuatro cuerpos ruedan por el suelo de forma descontrolada en el desapacible reencuentro con la gravedad. El contramaestre sangra copiosamente. En unos instantes el capitán, el oficial médico y dos tripulantes más están con ellos. Román le dedica una expresiva mirada a su mujer mientras los hidráulicos de las pinzas de sujeción de la tolva producen un sonido inequívoco al soltar su presa. Luego su voz tranquilizadora inunda la cámara: -¡Alférez, sácanos de aquí! –El Río Júcar se aleja rápidamente de la estación, que se desmorona deformándose de manera caprichosa entre cientos de diminutos discos y fragmentos de los paneles quebrados.

El profesor Damián Aguilar llora sin rubor sentado en el suelo de la cámara de compensación. El equipo médico ya está atendiendo al contramaestre Soto y a su mujer, presa de un ataque de ansiedad. El capitán Fernández acaricia el rostro de la teniente Isabel Arce, que le mira con los ojos muy brillantes. Un instante después se vuelve hacia el hombre que solloza en el suelo, ayudándole a incorporarse. El anciano busca un diminuto ojo de buey que le permita dedicar su último adiós a tan efímero y glorioso descubrimiento.

-¡Mírala, Román! –exclama, señalando los lejanos restos de la estación orbital descomponiéndose en mil pedazos -, ¡con ella desaparece la memoria de la Humanidad!

-¡Damián, Damián...! -contesta el capitán tras una breve pausa –. Deja el sentido dramático de la historia para otro día. Lo trágico de verdad habría sido perderos ahí dentro –prosigue, rodeando con su brazo al anciano. Así, abrazados, caminan lentamente tras sus compañeros hacia la enfermería.

.........................................

-Los incendios a bordo pueden ser de dos clases: los que apagas soplando y los que te matan –afirma con rotundidad el contramaestre Soto desde el puente del Río Júcar, mientras opera con habilidad los grandes brazos articulados de los robots de conexión para recoger mediante una tupida malla metálica la mayor cantidad posible de fragmentos de la desaparecida estación. Su pómulo luce una hermosa cicatriz de unos tres centímetros que ya ha mostrado incluso al ordenador de a bordo. El puente de mando de la nave registra una sorprendente tranquilidad tres horas después de lo acontecido. Tan sólo le acompañan el alférez Serrano pilotando la nave y, en la penumbra del rincón menos iluminado, Damián Aguilar y el capitán Fernández. Es tarde y el resto de la tripulación se ha retirado hace rato a sus camarotes para descansar tras la larga y tensa jornada. Todos han visto ya las increíbles imágenes tomadas por las cámaras de los exploradores y se sienten partícipes de un descubrimiento en gran medida frustrado.

-Llevará muchos años de trabajo tratar de recomponer este inmenso rompecabezas –la voz lúgubre del profesor interrumpe la rutina de la estancia. El capitán observa la evolución de los trabajos a su lado sin pronunciar palabra –... por no hablar de la infinidad de piezas que se han perdido para siempre... –prosigue el anciano.

-Cuéntanos por qué perdimos todo esto la primera vez, Damián –solicita el capitán, como si no le hubiera escuchado. El alférez se vuelve desde su puesto, suplicando una historia. Incluso el contramaestre detiene por un instante su labor para asentir dirigiéndose al profesor. El viejo cascarrabias toma aire, ha llegado su turno y lo sabe. Pese a su descomunal disgusto disfruta de estos momentos en los que los muchachos necesitan de sus conocimientos:

-La historia se repite, amigos míos –arranca, tras un sonoro suspiro –. Ya en la época de Cristo la historia de la humanidad recogida en una magnífica biblioteca se consumió entre las llamas de la guerra. ¿Dónde estaríamos ahora de no ser por aquel primitivo desastre?.

Hace algo más de quinientos años –prosigue –, imposible saberlo con exactitud, pero a finales del siglo XXIII después de Cristo, el doctor Edmund Goel descubrió en la Tierra la curación para la más terrible enfermedad que asolara este planeta durante siglos. Nuestros historiadores calculan que entre mil doscientos y mil quinientos millones de personas enfermas de cáncer esperaban en las cápsulas atemporales de Nietbaud un descubrimiento así desde unos doscientos años antes, cuando dos guerras nucleares habían estado a punto de aniquilar la raza humana y habían convertido la atmósfera terrestre en un lugar no apto para la vida. Fue entonces, según el legado de algunos de nuestros ancestros, cuando se idearon los primeros equipos terrageneradores, fruto del ingenio y la desesperación de una especie que intentaba a duras penas sobrevivir.

Todos nuestros antepasados tienen en común el haber escapado de un mundo de pesadilla y de una enfermedad entonces incurable. Desde aquel corto periodo de tiempo en el que ingresaron en las cápsulas Nietbaud con sus células degenerando hacia una muerte segura, hasta cientos de años después, en la era que denominamos el Despertar, la historia despareció para nosotros.

Las teorías de nuestros científicos convergen hacia el supuesto de que, cuando el doctor Goel realizó su descubrimiento, en la Tierra se había desarrollado una sociedad superpoblada, tecnológicamente muy avanzada, pero socialmente limitada en el sentido de haber forzado la absoluta desintegración del individualismo con el fin de perdurar en el tiempo. Creemos que en las mentes de esos hombres existía un solo comportamiento, siempre social, indivisiblemente unido al planeta que les arropaba, y encaminado a la perpetuación de nuestra especie por la negación absoluta del cambio –Damián hace una breve pausa en su discurso, y bebe agua de un vaso situado junto a su consola. Los robots de conexión están parados.

-Sólo así, y repito, sólo así podemos entender que nuestros progenitores fueran literalmente lanzados en sus cápsulas Nietbaud al espacio hacia centenares de planetas previamente sometidos al proceso de terrageneración, desposeídos de su historia y de la de los doscientos años que habían permanecido hibernados en sus burbujas atemporales.

Todo indica que, por un lado el problema evidente de la superpoblación, y por otro el miedo al efecto desestabilizador que podían causar más de mil millones de personas procedentes de una diversidad cultural y de una sociedad en definitiva distintas, empujaron a los habitantes de la Tierra del siglo XXIV a enviar a nuestros ancestros a colonizar las estrellas, desprovistos de cualquier indicio que les permitiera a ellos o a sus descendientes regresar al planeta original de nuestra especie. Sin pista alguna que pudiera conducir a individuos procedentes de una época diferente y de un sistema capaz de autodestruirse, al “paraíso” del cual habían partido.

Y ésta, queridos amigos, es la historia que me pedíais. Basada en conjeturas. Apoyada en los cerebros de los enfermos, mentes agudas y torpes, genios algunos, psicópatas otros... fabuloso muestrario de la raza humana de finales del siglo XXI, que construyó a través de sus mentes el mágico tapiz en el cual reposa la base de la arqueología moderna...

 

La audiencia del profesor se despereza tras la apasionante disertación, entre sonrisas que encubren la satisfacción de haber escuchado una buena historia, camuflada sin duda en sus cerebros entre las lecciones de su infancia. El capitán se levanta: –No es tanto lo que perdimos, Damián, si pensamos que al menos nos legaron la llave para viajar entre las estrellas –enfatiza con emoción.

-No perdimos tanto –la voz del contramaestre Enrique Soto llega desde el otro lado del puente –... si recordamos la tristeza de la mujer que vimos en la grabación...

-¿Acaso tú lo sabes...? –el profesor Aguilar le interrumpe, levantándose bruscamente y dirigiendo el mentón hacia el contramaestre. Luego se vuelve hacia el capitán Fernández: –... ¿Tan seguros estáis?... ¿Sabes tú lo que hemos perdido, Román? –, y así permanece unos instantes, señalando con su titubeante mandíbula hacia el capitán. Segundos después el anciano rompe a llorar –... yo no sé nada –, balbucea –... no sé nada -, y murmurando frases apenas inteligibles se ausenta con dudoso paso del puente de mando.

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Comentarios - 1

DRUNA

1
DRUNA - 13-07-2010 - 12:31:33h

eS UN RELATO MUY DENSO, EMOCIONANTE Y ORIGINAL. SIGUE EN ESTA LINEA, LUIS.


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