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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Miércoles, 24 de abril de 2024

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Un mundo para ella

La bóveda celeste era un muro de oscuridad resquebrajada por tenues luces errantes. El Hombre se dejó caer contra un árbol, exhausto, con el infinito en sus ojos. Respiraba con dificultad, el viento helado le quemaba la nariz y tosía con cada bocanada de aire. En posición fetal se acurrucó contra el roble, apretando tan fuerte sus brazos desnudos con las manos que podía sentir sus uñas clavadas en su carne. Miró el final de sus piernas semi cercenadas de hombre doméstico; extrajo ramas y piedras incrustadas en sus muñones ahogando los gritos en su garganta. Sus callos no eran tan fuertes como para aguantar la marcha por aquel terreno tan irregular y abrupto. Dolor y cansancio, cuánto tiempo más serían sus compañeros. No tenía energías para derrochar en maldiciones. En su lugar dio un suspiro de miedo y desesperación. La huida había sido insoportable, lo seguía siendo, aún no había terminado. No conseguía darse calor. Quizás lo mejor era morir congelado, dejar que la circunstancia fuera su asesino. ¿Tenía otra opción que dejarse arrastrar por la fatalidad?

A lo lejos, creía oír los gritos de sus hostigadores. Desconocía por completo el castigo por la traición, las torturas a las que lo someterían escapaban a su imaginación, o se esforzaba en que así fuera. En el peor de los casos sería considerado salvable, le reeducarían hasta que volviese a mostrar una docilidad sincera. Sin embargo, con suerte, lo matarían allí mismo, lo reciclarían en abono; quién sabe si para el parque por el que tantas tardes había paseado con la Dueña. La ironía le hizo sonreír y se ausentó unos breves instantes del bosque cuyos árboles flanquearían con toda seguridad la escena de su muerte. Pero pronto se dio cuenta de que compadecerse de sí mismo no le ayudaría; era patético.

Quiso levantarse, y las piernas le fallaron, no darían un paso más. Con cierta nostalgia volvió a acariciar sus rodillas cicatrizadas. No tenía dónde, no tenía cómo. Incompleto como un puzle que no se deja terminar, la negativa de toda pretensión era su salida más fácil y consecuente; rehusar cualquier intento de fuga. El día acabaría, sus párpados cederían al sueño y no despertaría, o sí. De cualquier manera, la conclusión estaba próxima. Resistiría hasta que el azar respondiese al tiempo, hasta que le ajustaran las cuentas; justicia o injusticia, eran conceptos que no podía entender. Toda hipótesis sobre sí mismo le superaba, nunca antes había tenido conciencia de sí mismo, acostumbrado a sacrificarse antes que ceder a sus placeres. Nada en él había que fuera realmente suyo.

El suelo escarpado le incomodaba. Se retorcía haciendo presión contra la corteza. Pero enterrarse más en el árbol no daría resultado, no se evadiría a través de la locura, de esa delgada frontera que le unía todavía al sentido común. ¿Podía someter el mundo que le había sometido? La capacidad para refugiarse en su interior era nula. Cuando el infortunio destruyó la poca esperanza que pudiera albergar y entendió al fin aquella cruda lección, comprimiendo sus ojos con los puños rompió a llorar, y aguantó los espasmos de su pecho.

Las yemas de los dedos bajaron hasta la boca, donde la cicatriz de su última operación no se había curado. Con la lengua notaba los puntos que unían la encía a los músculos faciales, sus labios eran trozos de carne flácidos que colgaban muertos sin dentadura. Los dientes, que son el tope de la lengua, resultaban ahora un límite ausente al que el Hombre no lograba acostumbrarse. ¿Cómo hacerlo? Todavía reparaba en su mandíbula fantasma, reproducía en su boca el penetrar de los dientes en los pedazos resecos de bistec que había comido un medio día. Una ración especial además del alimento cotidiano que le servía la Dueña, precedido por la comida de ella y las arcadas en el cuarto de baño; era un humilde banquete, el Hombre se alimentaba de las sobras de la belleza de la mujer. La comida de esa mañana tenía un sabor más intenso, disfrutó cada bocado como si instintivamente hubiera adivinado que nunca más volvería a morder. La Dueña le observaba mientras tanto, hablaba por el auricular del teléfono fijo con una mueca de preocupación.

El otoño había empezado, los días transcurrían envueltos en una atmósfera cargante durante el día y castigados después por las heladas de la noche. Pronto comenzaría la gente a tapar a sus hombres con mayas térmicas. Él odiaba tenerse que vestir así. Sin embargo, las leyes obligaban a ello si la titular no quería ser denunciada por crueldad.

En el coche, ella le miraba con firmeza, fingiendo no sentirse culpable, esquiva cada vez que él pretendía que se encontraran. El Hombre pudo ver incluso una lágrima, que ella limpió con rapidez volviendo a prestar atención al tráfico. Jugueteó con su pelo para entretenerse, y con los pendientes que bailaban colgados de sus lóbulos. Algo había que no quería pensar y no hallaba el gesto adecuado para olvidarlo, tan siquiera la conducción la tranquilizaba. Un coche maniobró mal y por poco colisionan. La Dueña aceptó el error y se redujo de nuevo a su silencio.

Bajaron del vehículo y, tras cruzar dos calles, entraron en una clínica homosológica. Otros hombres con sus respectivas amas gastaban el tiempo como podían en una tediosa sala de espera pintada de color pastel. Entre las dóciles mascotas, un hombre de caza que todavía conservaba los pies se mantenía erguido mientras la mano de su dueña le pasaba el lomo. Una mujer con su hija pequeña llevaban atado a un joven que todavía conservaba los testículos, los cuales palpaba suavemente cada vez que entraba una clienta nueva. Cuando se percató de la propietaria del hombre de caza, éste comenzó a gritar, y no dejó de hacerlo hasta que el joven se acobardó detrás de la niña y su propia ama le golpeó con la mano detrás de la cabeza. Cuando el Hombre entró, el resto de varones le vigilaron, hasta que comprobaron que su docilidad le impedía ser una amenaza. Se dejó caer cerca de la Dueña dócilmente, dando a entender que no podía idolatrar a otra. Ella sacó de su bolso un libro y esperaron a que les nombraran.

La decoración de la sala de consultas la formaba una serie de posters en los que se nombraba cada parte del cuerpo del hombre. En la puerta un papel resumía con detalle las normas higiénicas antes de tocar a cualquier espécimen. La mascota se sentó en una camilla de metal y un flexo le cegó al instante. La doctora observó al hombre, formulando preguntas de rutina sin casi pararse a pensar las respuestas que la Dueña casi susurraba con voz compungida. La doctora analizó con detenimiento las cicatrices de sus amputaciones en las rodillas, la entrepierna y el lado izquierdo de la cabeza, poco más arriba de la oreja; no encontraba nada anormal. Revisó con un otoscopio los oídos y la boca del paciente con ayuda de un trozo de plástico; asentía aprobando el buen estado del hombre. Las dos mujeres intercambiaron unas palabras y el Hombre permaneció lo más afable y relajado posible hasta que le hicieron un gesto para que acompañara a la doctora y a la Dueña.

Atravesaron dos pasillos hasta otra habitación más sobria y mejor iluminada. Le colocaron en otra mesilla, esta vez con correas para sujetarle. Notaba en su espinazo el frío del acero de la camilla metálica. A su alrededor, las enfermeras llevaban en un confuso ajetreo ensayado bandejas tapadas y papeles azulados, recibiendo órdenes de la doctora que vestía ahora con una bata y un uniforme. Una de ellas pasó la mano por su frente y le susurró unas palabras amables para que estuviera tranquilo. La Dueña se acercó también a su campo de visión, posando su cara en la de él, amansándole con su tacto y su olor. Después notó un pinchazo en el brazo y su diosa que huía del quirófano lo más deprisa posible fue lo último que vio antes de que le hiciera efecto la anestesia.

Frotó de nuevo su cara, aguantando en silencio. Las sombras producidas por la luna danzaban a su alrededor, como un juicio del infierno que lo sentenciaba. La salvación, estúpida creencia. ¿Cómo podría creer si no podía soñar; si había vivido en un sueño del que despertó en un arrebato de ira? Entre los árboles asomaban las luces, seguramente linternas de los rastreadores. No tardarían en encontrarle. Inmóvil, se convencía a sí mismo de que todo estaba perdido, aunque se replegó en su memoria. Sólo dos cosas pueden al hombre sacarle del presente: la añoranza del pasado y la ansiedad por el futuro.

Aferrado a sus remembranzas como a un clavo ardiendo, asumía que el nuevo amanecer no sería como los demás; un cielo desangrado donde antes había una luz atravesaba las cortinas como si pidieran permiso, y se posaban en el rostro de ella, o en su pelo, un reflejo que iluminaba la vida de él sin que pudiera evitarlo. Ese amanecer liviano le hipnotizaba, era un motivo para seguir adorando sus pasos. Ella dormía hasta tarde, con el pelo revuelto extendido sobre la almohada, y él se deleitaba con observarla. La Dueña entreabría los párpados, acariciaba a su mascota, le deseaba buenos días, aunque éste no comprendía el significado de sus palabras, apenas articulaba unos leves sonidos incomprensibles que aprendía por imitación.

Hasta hace un día, su supervivencia importaba poco. El mundo del que provenía le obligaba por entero a permanecer impasible frente a su propia existencia. Debía darlo todo por ella, su vida estaba consumida por aquel amor absorbente, pero tan maravilloso. Ella le mantenía, y su tributo, su exigencia: cariño y sumisión. Su recompensa: adorarla, servirla y en un futuro ser elegido como donante. Al menos, pensaba él, lo tenía fácil. En otros hogares había más de un hombre y la competencia suponía una guerra por el cariño de las amas. Pero él no tenía ese problema. Ella era toda para él, y él toda para ella. Su simiente se conservaba en los almacenes homosológicos; cuestión de tiempo que la Dueña tomaría la decisión.

Para él estos momentos constituían lo más próximo a la felicidad. Su Hombre aguardaba en casa, ansiaba que volviera de sus labores. Ella cruzaba el umbral y él se agarraba a sus piernas. A veces, con una obediente sonrisa en la boca, él tenía preparada alguna sorpresa. Un retrato que copiaba de alguna fotografía, acrobacias, tarareos que aspiraban a ser canciones, homenajes hacia su persona totalmente ininteligibles. Las tardes se convertían en verdaderos ritos de adoración que ella no se cansaba de presenciar. No en balde había llevado a su mascota a todas las sesiones de femeirización posibles. El Hombre era incapaz de sentir ningún amor insano hacia su persona, sólo la amaba a ella, una conducta que se esperaba de su género. Tras haber recibido con dulzura a su hombre doméstico, la Dueña caminaba despacio hasta la cama dejando su aroma como guía hasta el altar donde se dejaba adorar. En su habitación el Hombre la descalzaba conteniendo su placidez, que no amainaba por mucho que repitiera la ceremonia. Se tumbaba con un resoplido sobre la cama. Desnuda completamente, reanimaba la sensibilidad de sus pechos, de sus pies, aprisionados durante toda la jornada, y el hombre entonces lamía su cuerpo. Cada rincón y pliegue de su blanca y tersa carne era masajeada por la lengua de su fiel adepto. Un estado de sopor invadía la mente de la mujer y él disimulaba su perturbación, fruto de la euforia que le poseía. A ella no le gustaba que fuera tan impulsivo, así que se mantenía sereno para satisfacerla.  El gusto salado de ella le impregnaba el paladar y las noches después de aquella ceremonia y de la comida predigerida hacía algunos amagos instintivos hacia sus genitales que no lograba intuir, pero que le daban placer más psíquico que nada.

Estas pompas eróticas tan extremas seguían el método de cualquier devoción a una diosa abstracta. No había reflexión al respecto, nunca un dios se planteó su existencia ni sus actos respecto a las criaturas que tiene a su cargo. Al fin y al cabo, el culto del hombre era solamente ella, como otras mujeres tenían varios o les exigían otras tantas ofrendas. Pero la obstinación de él, la entrega desorbitada hacia su persona. Era un verbo materializado, una dominación transubstancial que gobernaba el destino de ambos; la posesión ambivalente que desembocaba en un éxtasis de poder. Las relaciones morbosas, misas privadas, impulsaban la maquinaria del hogar, del comportamiento rutinario de ambos. Su voluntad era gobernada por estas litúrgicas escenas, fundamentos voluntarios de su relación. El contrato no verbal entre ellos conformaba el cielo de ella y la más placentera esclavitud para él.

Apoyado contra el árbol se sonrió, incluso su lengua palpó sus carrillos con la nostalgia de volver a tocar aquel ídolo sagrado que él tuvo la suerte de poseer. Salivaba con su memoria. Pero luego volvía a la cruel realidad; la búsqueda no había cesado. Los esfuerzos de sus perseguidores demostraban cuánto habían sobrevalorado a su enemigo que se retorcía presa del terror y la angustia en sus propios pensamientos, igual que el preso que camina hacia la muerte recopilando los pecados cometidos.

Rememoró aquella tarde, igual que otros tantos juegos compartidos, anclados en un imaginario que se engrasaba con la desigualdad tan rutinaria como gozosa. Pero como todo proceso automático, la reproducción continua se resiste a ser cumplida sin inconvenientes. En ocasiones el cansancio, otras veces algún error de él conllevaba que se abriera entre ambos un abismo, se rompía la magia de los regalos con que él ofrenda a su divinidad. No obstante, la verdadera discordia nunca llega a producirse en un espacio tan reducido.

Esa tarde la Dueña se había puesto guapa para él. En vez de entregarse después de llegar al trabajo, se había embadurnado en cremas y bálsamos. Su belleza era portentosa, la lascivia que dibujaba su sonrisa era suficiente orden para que la mascota iniciara su trabajo. Con la cara enterrada en sus sábanas se dejó limpiar por él. Los espacios entre sus dedos, sus articulaciones, orificios. La limpieza primigenia de los mamíferos superaba cualquier método contemporáneo de belleza. El hombre se comportó y ella disfrutó con aquel masaje, aquella purga salival. Luego se maquilló y vistió. Había quedado, el Hombre quedaría como guardián de la casa. Fue a su colchón en la sala de estar y se quedó allí impaciente por el regreso de su amada.

Inquieto, al rato fue a lavarse al bidé. Andorreó de un lado a otro, tramando qué nueva sorpresa dar a la Dueña, hasta que se decidió por reunir diversos objetos de la casa, regalos o tesoros que la emocionaran y construir su nombre. Recogió un adorno de su viaje a Berlín, un diploma, un libro, dos fotografías de los dos, juntos y felices... En el suelo de la habitación reconstruyó y colocó todo cuidadosamente, el collage parecía alcanzar las dimensiones deseadas. Por último, añadió unas margaritas de un florero. Una vez terminado, sin nada por hacer, observaba la calle con expectación. Los coches habían pasado de ser veloces dispositivos mecánicos a efímeras luces desbocadas. La tediosa vigilancia terminó por vencerle. Tras comprobar que la cerradura que daba a la calle no tenía la llave puesta se tumbó en su cama.

No le despertó la llave al girar, ni la puerta ni los múltiples pasos que habían caminado en silencio hacia la habitación de la Dueña. El Hombre se levantó alarmado por un sonido tan poco cotidiano como ansiado por oír: un gemido. Creyó reconocer su procedencia, pero no se permitió elucubrar sobre quién lo había provocado. Velozmente entró en la estancia a oscuras. La luz de las farolas se reflejaba en el techo y la parcial oscuridad apenas podía ocultar los dos cuerpos que había en la cama. Casi por instinto, reconoció a la Dueña, y luego se percató de la intrusa que disfrutaba de ella, encajada en su cuerpo con la perfección de un eslabón a otro; enterrada en sus piernas la hacía gritar como nunca antes la Dueña lo hubiera hecho. Envueltas en esa atmósfera autista que produce la satisfacción, ninguna de las dos se percató de las presencia del Hombre que enloquecía invadido por los celos. La presión de la ira corrió por sus extremidades temblorosas, que tomaron, finalmente, el control de la situación. Un golpe de odio estalló en una sacudida violenta. Saltó con fuerza y hundió los dientes en la espalda de la amante de su Dueña hasta que pudo percibir un desprendimiento de músculo, seguido del aullido de dolor de la mujer. Cayeron de espaldas fuera de la cama, ella luchando por zafarse, mientras la Dueña asimilaba que ocurría en el suelo totalmente sumido en sombras. La intrusa hizo un amago para liberarse de su agresor, pero él fue más rápido. Se sentó sobre su pecho y apretó las manos en torno a su garganta con expresión asesina en el rostro. La sangre de la boca y un halo de luz que le cubría parcialmente le daban una apariencia monstruosa; ningún sonido que pudiera ser reconocido como palabra salía de su garganta aprisionada, la víctima pedía socorro con los brazos golpeando el suelo enloquecidamente. La luz se encendió y descubrió a la mujer pálida, sintiendo el estertor de la muerte, enrojecida por la presión de la sangre que hinchaba su cabeza a punto de estallar, cuya vida se esfumaba entre temblores y un gutural gorgoteo. Tan divina como su Dueña, tan respetable, y a la vez tan humana, tan débil y mortal. Dedujo para sí el valor tan exagerado que tenían aquellas criaturas a las que estaban obligados a obedecer, cuya vida pendía del mismo aire, cuyos fluidos manchaban y sabían igual que los suyos. Los pulmones de la mujer casi habían colapsado sin aire cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos por el golpe de un pequeño jarrón que le golpeó la frente lo suficientemente fuerte como para aturdirle y dejarlo fuera de juego. Tosiendo, la intrusa volvió a respirar con normalidad en poco tiempo. El hombre abrió los ojos y vio a su diosa, tan desnuda y bella como siempre, con un fragmento de porcelana en la mano. Lo reconoció al instante, fue uno de los que uso en el collage. Enojada, la Dueña lo encerró en la cocina sin comer un día entero, hasta aquella mañana en la que comió el bistec que le haría ensoñar.

El llanto formaba un nudo en su garganta que estallaría sin remedio. Los recuerdos amartillaban su cabeza, hilos de esperanzas de revivir un pasado mejor. Confusos, fragmentarios, una monotemática melodía; se mezclaban con los delirios producidos por el cansancio y la desesperanza.

Su memoria dejó de proyectarse como una película ante él. Hubo algo inesperado que le hizo desmoronarse y aullar sin consuelo. Una linterna le enfocó repentinamente y, pivotando sobre su rodilla, corrió bosque adentro. De nuevo su corazón bombeaba frenético, la adrenalina regresaba, volvía a atravesarle como un empuje a la supervivencia de una quimera. Los árboles desfilaban centelleantes como espíritus entre la neblina, un laberinto sin dimensiones. ¿Dónde está la escapatoria cuando no existen alternativas, cuando no hay preferencias? Su esclavitud había sido siempre su propia libertad, una brutal decisión. Cruzaba la arboleda sin dirección, huyendo de una amenaza que cada vez era más un eco de una vida perdida. El cielo y la tierra parecían indiferentes en la negrura de la noche, la frágil Luna no iluminaba su camino; y no paró, esquivaba los obstáculos, y cayó en una zanja. Sus piernas derraparon en el suelo, se desequilibró hacia delante y hundió su cabeza en la tierra. Dentro de la boca estallaron los puntos, la sangre emanaba abundante. Escupió y reprimió con fuerza un grito. Al borde de la inconsciencia se tumbó de lado entre la arena y las ramas.

Durante los días que siguieron a la extracción de sus maxilares su ánimo reflejaba su resentimiento, una oscilación sentimental entre un amor profundo y el rencor que rebosa la perfidia. Este enfrentamiento le resultaba imposible de disimular. Los platos de comida quedaban incompletos. Cuando le servía su cuerpo él actuaba mecánicamente, sacaba un poco su lengua de las cortinas de músculo que constituía su boca y muy despacio, impávido ante la belleza de su objeto de deseo. Ella lo notaba, y de algún modo comprendía su cambio de actitud, e incluso llegó a sentir cierta culpabilidad que fue desechando en vistas de la condición social que ostentaban ambos. Igual que el matarife no debe tener misericordia por el cerdo, una mujer no podía sentirse responsable de la infelicidad del hombre. ¿Había impuesto ella el régimen de idolatría que la convertía en entidad suprema del imaginario de una raza sexual en decadencia? Era justo que fuera así, y la justicia es equidad, muchas veces desproporcionada, no igualdad absoluta. No obstante, esa sensación de culpa hizo que pensase algún modo de obsequiar a su servidor; era innegable que aquella reacción tan vehemente había sido para protegerla, o al menos para protegerse a sí mismo de la posible pérdida de su cariño. La operación no era un castigo, garantizaba que no volviera a ocurrir, pero sus sentimientos fueron buenos y sinceros y ahora el abatimiento le podía. Le parecía justo que recibiera a su vez un premio por aquella servil bondad y ninguna opción podía superar la Fiesta de Aniversario.

Abandonaron la ciudad, los edificios de ladrillo y esqueleto metálico se convirtieron en árboles y los aparcamientos en praderas. Los altocúmulos que se movían con rapidez sobre un horizonte amarillento, arañado por las ramas desnudas que ascendían hasta él. Y con todo, el horizonte encerraba todo en un abrazo mortal. El hombre contemplaba el paisaje desde la ventanilla del coche con seriedad, apático, mientras la Dueña hablaba, le sonreía. Hubiera querido contestarla, pero no adivinaba qué gesto hacer. El lenguaje entre ellos se reducía a una serie de conductas faciales, sonrisas, sugerencias visuales que ella le había amputado. Sólo levantó las cejas sin pensar mucho, dejando que ella interpretara lo que la conviniese. ¿No había sido siempre así?

Una multitud de gente, sin contar los hombres sudorosos, mal cuidados que prescindían de duchas, que corrían con sus pelos encostrados esparciendo sus desechos, acostumbrados a ser ignorados por sus amas; las comidas inhumanas a las que sometían a algunos, en su mayoría sobras. Los hombres jugaban con otros y las dueñas fardaban de la raza, de los favores que podían invocar de sus adeptos. En el centro del gentío se alzaba el templo a la divinidad, una gran iglesia en forma de pirámide rodeada por una gran techumbre adornada con motivos sobre la fertilidad, donde en pocas horas comenzarían los festejos programados. En su interior, alzada como un monumento a la fuerza de las mujeres como casta sexual dominante, una estatua de bronce, de doce metros de largo; una mujer desproporcionadamente bella, de piernas largas que nacían de unas caderas tan perfectas como irreales, de brazos extendidos, miraba al infinito, al futuro ya programado para el poder femenino. A los lados del recinto se ofrecían diversos servicios de belleza, higiene y comida especializados para cada uno. Juguetes, zonas privadas de recreo, vendedores de innovaciones tecnológicas, médicos homosológicos dispuestos a poner a punto a cualquier macho para su hembra, carpas especializadas para fecundaciones instantáneas. Tras unos años de educación, un rito de paso, la ceremonia de la idolatría, iniciaba a las mascotas, se registraba su fidelidad mediante un juramento que en caso de ser roto suponía el sacrificio del hombre. Este contrato con la feminidad se acompañaba de extraños cánticos y una ofrenda a la Estatua. Dos sacerdotisas, las Amigas, reconfiguraban al hombre, regían en las leyes y operaciones requeridas para su adaptación social. Según la decisión de la mujer, y según ciertas complejas normativas, que podían contradecirse, se le asignaba un estrato. Tras ser operado del lóbulo temporal, lo que conllevaba una pérdida parcial de la capacidad lingüística, podían además cortarles las piernas por debajo de las rodillas (domésticos), someterlos a tratamientos de hormonas para mejorar su potencial físico y destruir el mental (de caza) o para mejorar su fertilidad (donantes). Las posibilidades eran inmensas, pero debían ser convenientemente aprobadas por un consejo femeinista y acatado por la dueña del espécimen. Las iniciaciones venían por lo general después de la Lluvia femenina. En los tejados del templo, escondida bajo las tejas y adornos barrocos en los que se representaba la historia de la creación a partir de la Gran Madre, una gran red de tuberías de agua desembocaban encañonando en todas direcciones. La muchedumbre se agolpaba entonces alrededor cuando el sol estaba en el punto más álgido del cielo y, como era costumbre, los hombres se tumbaban con la cara hacia el suelo y las mujeres encima de ellos recitando un rezo popular. Las mangueras camufladas rociaban de agua el perímetro del templo, los hombres se agitaban para remover la tierra y mejorar la absorción de ésta. Simbolizando la fecundidad cósmica, las mujeres cantaban y halagaban a los hombres con bailes y promesas. Gracias a ellos eran lo que eran, las reinas magnánimas, el eslabón más alto de las especies. En los charcos las mascotas recibían los ánimos y se enamoraban más si cabía de aquellos seres que les perdonaban la vida y les dejaban besar su aura de divinidad. Luego, puestos en pie, la tierra caía con los últimos chorros de agua, la tierra volvía a la tierra y las mujeres regalaban a los hombres algún objeto que pasara a convertirse en una emotiva reliquia para ambos. Estos presentes resultaban a veces fatales, sobre todo si una mujer tenía varios hombres a su cargo, que se enzarzaban en disputas por el corazón de su amada que rozaban en crueldad a las peores carnicerías si la dueña no hacía por frenarles a tiempo.

La tarde había clareado y sobre la pradera el sol se reflejaba en las pieles de los congregados; la tierra parecía estar forrada de cuero humano, una masa homogénea de celuloide sensible que emitía un atronador tumulto que nublaba cualquier resquicio de naturaleza que pudiera conservar el paisaje. En los árboles colgaban hombres jugando y alardeando de sus habilidades, mujeres correteaban coquetas de una actividad a otra: talleres, concursos de hombría, festejos minoritarios de sectores concretos. La confusión ambientaba la celebración mientras los ritos tradicionales se sucedían incesantemente. A la Dueña le gustaba acercarse a las perfumerías y a las presentaciones de productos de belleza. El Hombre la perseguía a pasos pequeños, palpando obsesivamente con la lengua los puntos de la encía. Algunos descuidados, hombres y mujeres borrachos en su mayoría, amenazaban con golpearle la boca y saltárselos, pero él se alejó; se mantuvo a una distancia prudencial. De lejos observaba a su Dueña que testaba diversas cremas en las manos, como si no confiara de la eficacia de productos que conocía de sobra, o de aquellos que no podía permitirse. El Hombre se dio cuenta de que para ella la normalidad no se había esfumado; golpearle la cabeza con un regalo suyo (anteponerle por delante de aquella mujer) y arrancarle la dentadura no parecía haberla afectado. Acostumbrado a ella hasta ahora, sin ningún motivo para odiarla, había mantenido la calma en un estado de sumisión extrema, contenido en una disciplina cotidiana; los barrotes donde se acababa su mundo eran los ojos de la Dueña, demasiado verdes, demasiado brillantes para ser olvidados, para negarles un deseo. Agarró una piedra y la apretó con fuerza. Su pulso le gritaba, llamándole al martirio o a la parálisis. Los dedos se engarrotaban contra el pedrusco, con el ceño fruncido. No era el plan lo que podía fallar, sino su voluntad. Intentaba sin éxito convencerse de que quería hacerlo. En el fondo sabía que no podría. Avanzaría hasta ella, nadie lo impediría paralizado por la situación, alzaría su arma delante de ella, quizás él gritaría de odio y ella, de terror, para luego quedar petrificado. Inofensivo se dejaría caer delante de ella y le pediría disculpas lo mejor que supiera, pero entonces ya nada serviría. Sin ningún crimen a su espalda, sería considerado un loco y sacrificado igualmente. A ella no sería capaz de herirla por mucho que quisiera, y tampoco estaba seguro de querer.

Se levantó y fue hasta su lado. La Dueña regateaba los precios con una vendedora de mascarillas faciales bajo un pequeño toldo que servía de improvisado negocio. Ninguna daba su brazo a torcer, discutían tanteándose sin realmente forzar a la otra a aceptar las exigencias del contrato. El Hombre tiró del vestido de la Dueña que abandonó al instante a la señora del puesto. Él señaló el templo y juntó las palmas a la altura del pecho. La Dueña se emocionó al comprobar que el hombre por fin le prestaba atención, o se esforzaba por acercarse de nuevo a ella. Esa petición de ofrenda era la tregua que necesitaban ambos. Se alejaron de la tiendecita y cruzaron la muchedumbre hasta el templo. En las escaleras había hombres vagabundo, esas lacras sociales incapaces de amar o que han sido desechados por aquellas diosas materializadas en un alarde de arbitrariedad. A los pies de la planta del templo tenían lugar las iniciaciones. Una niña hablaba con la sacerdotisa sobre un joven que había adquirido, una apuesta muy típica de mujeres sin experiencia. Las operaciones tenían lugar en el templo. La pareja cruzó las galerías donde se llevaban a cabo, al igual que las bancas de adoración a la feminidad, donde muchos hombres rezaban acariciando a sus respectivas amas. La Estatua, en el ala posterior, bautizada por un liviano rayo de sol que atravesaba un rosetón romboidal en la cara oeste del templo, homenaje al poder de la creación, acogía a sus sectarios como una inmensa madre con los brazos extendidos hacia el centro del templo. Todos a su sombra eran bendecidos por su reflejo de divinidad. El hombre quedó impresionado, nunca se había podido acostumbrar a esta demostración de potestad cósmica.

La Dueña soltó su mano, le dejó libre para que cumpliese su ritual de afecto. El hombre avanzó a pasos pequeños por el mármol y subió los tres peldaños hasta los pies de la efigie de bronce. Temeroso miró la totalidad del templo a su espalda. La Dueña le sonreía desde el altar inferior y él devolvió su sonrisa con cariño, como lo había hecho desde que se habían conocido. Una vez más las lágrimas, las carantoñas, sustituyeron las palabras y ninguno de los dos tuvieron que decirse nada. Pero había algo diferente: ella actuaba guiada por piedad hacia su querida posesión; él, con melancolía, con la valentía del exiliado, se despedía.

Siguiendo el protocolo levantó los brazos hacia la diosa, sin palabras pensó en las imágenes de sí mismo en tercera persona. La escena carecía de color, de significado para él, algo se había perdido. Con sus dientes se había esfumado su hombría, sus ansias de fe. Permaneció en esa posición hasta que una mujer pasó cerca de la Dueña y, perpleja ante tal afrenta, lanzó un grito que retumbó en un ruidoso eco.

¡Blasfemia! ¡Misógino! ¿Cómo se atreve? ¡Está meando sobre la Estatua!

La fuerza que hacía para que su orín llegase hasta la figura desde su posición le provocaba escozor. Duró poco aquel insulto, y las lágrimas sustituyeron a los orines; todavía partes de sí luchaban por mancillar el monumento. Al girarse, las mujeres se habían congregado en una violenta aglomeración, sus insultos se mezclaban en un indistinto ruido que parecía querer aplastarle. Le señalaban gritando la sentencia; no había vuelta atrás. La Dueña, flanqueada por estas arpías, le miraba sin decir nada, triste, pero manteniendo la compostura. Delante de otras mujeres no se iba a permitir el lujo del llanto. Negó levemente con la cabeza, incrédula ante el suicidio al que su hombre había optado. Cierto que ultrajar una reliquia de tal importancia era como apretar el gatillo de una pistola dirigida a la sien, con la diferencia de que no pensaba ponerlo fácil para sus verdugos. Antes de que le abordaran corrió hacia una puerta lateral del templo, con algo de suerte la noticia no habría corrido mucho y lograría salir del recinto. Sintió la amenaza del mundo que antes tanto le había dado; a su espalda éste le gritaba con la voz de su Dueña.

Orgulloso.

El hombre se había confesado, cada paso desde el templo hasta aquella zanja fue el castigo a su pecado; la muerte por una ley no escrita. Nada más tenía que decirse. Lo que sí se había repetido hasta convencerse, intuía que se ocultaba algo de verdad en ello, era que no actuó por venganza, tan siquiera por aversión a la feminidad. Lo causó una libertad descubierta, revivida del olvido. En el fondo, si volvía a verla se perdería de nuevo, que suplicaría por su perdón humillándose como nunca lo hubiera hecho. Ciertos vacíos exigen ser llenados por lo imposible, y nunca dos veces. Con el barro en la cara, la sangre manando torrencialmente de la boca, su conciencia y deseos se mezclaban sin concierto. Las imágenes retrospectivas de su memoria parecían las pesadillas de un ser agotado de la vida que busca una excusa para la autodestrucción. El dolor se convirtió en el testigo que le garantizaba la realidad, ante todo el que le chirriaba en su interior tras haber oído aquel último grito. Sí, es posible que ya supiera lo que era tener orgullo, pero eso no importaba. Cerró los ojos, relajado, dejó que los gritos que le seguían de hace tiempo se acercaran y lo borrasen todo con un golpe en la nuca. Fue el primer regalo que se hizo.

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