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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 2 de noviembre de 2024

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Ojos aguamarina

La primera vez que la vi fue por accidente, a causa de una sucia pelea nocturna a la salida de una taberna, en un oscuro callejón cerca de las murallas. Lo que me pareció una reyerta de borrachos se transformó en una trampa y me encontré huyendo para salvar la última de mis vidas, casi a ciegas por el tortuoso laberinto que era esta parte de la ciudad. Al doblar una esquina que apenas intuí me hallé de pronto en un amplio patio ajardinado, iluminado por esferas suspendidas entre los árboles. Al fondo del jardín se erguía una pequeña construcción sorprendentemente hermosa, una esbelta torre rodeada de una amplia terraza. Apoyada sobre la balaustrada, una bella mujer envuelta en gasas de color violeta contemplaba las tres lunas, ensimismada en misteriosas ensoñaciones. Todo el lugar respiraba un aire mágico, como una especie de templo del que ella hubiera podido ser sacerdotisa o incluso diosa, insólitamente ajeno al entorno de bajos fondos en que se ubicaba. En el mismo momento en que oía los bufidos de mis perseguidores tras de mí, la mujer se volvió y me miró directamente a los ojos. Me atrapó la extraña y lúcida potencia de su mirada aguamarina, me absorbió su intensidad lo suficiente como para que mi reacción llegase demasiado tarde. Caí apenas me hube girado, con la espada a medio desenvainar y el cráneo aplastado por la pesada maza de un gigantesco matón.

La segunda vez que la vi fue también fruto de la casualidad, apenas unos días después, en un vagón de metro de la línea cinco. Se balanceaba de pie siguiendo los vaivenes del recorrido, sujeta a una barra mientras pretendía leer un libro de bolsillo. Lo hacía con escasa concentración, mirando repetidamente a su alrededor, examinando con inquietud a los compañeros de trayecto. Me había llamado la atención por su atractiva figura, pero cuando posó nerviosa la vista en mí reconocí al instante los ojos aguamarina, la viveza de una mirada que se tiñó de angustia cuando advirtió mi súbito interés. Tenía los rasgos más marcados que el rostro que yo recordaba y unas suaves ojeras que seguramente la luz de las lunas había enmascarado, pero sin duda era ella. Agobiada por mi insistente escrutinio la mujer apartó la vista y, presa de gran agitación, se apeó en cuanto el tren se detuvo. Aún maravillado por el extraordinario parecido consideré un instante la posibilidad de seguirla, pero deseché la idea enseguida. Mientras la veía perderse casi a la carrera entre el gentío que pululaba por el andén me reí de mí mismo, imaginando que probablemente la chica me había tomado por un chiflado o un acosador. Aún sonreía al recordarlo mientras abría la puerta de mi apartamento.

La tercera vez llegó sólo después de varias semanas. Había deambulado por las calles de la ciudad, siguiendo las pistas que debían conducirme hasta el escondrijo de mi supuesto enemigo. Sin embargo, poco a poco la misión fue perdiendo interés y me encontré explorando por mi cuenta el laberinto de callejones virtuales en las cercanías de la taberna de la que había arrancado todo el episodio, a la búsqueda del misterioso rincón ajardinado que ocultaba a la mujer de ojos aguamarina. Lo hacía en las horas nocturnas, intentando que la tortuosa mezcla de sombras y luces producida por las lunas despertase alguna sensación de familiaridad, favoreciese el reconocimiento de un rincón que me sirviera de referencia. Me llevó bastante tiempo encontrarlo y cuando lo hice fue por sorpresa, investigando un giro imposible, un recodo medio escondido al que nunca hubiera accedido deliberadamente. Me encontré entonces repentinamente de nuevo en el patio, frente al edificio. La mujer seguía en la terraza, la túnica de gasa transparente enmarcando como un aura violeta el espléndido cuerpo desnudo, la mirada perdida en el cielo cuajado de estrellas, y me sentí trasladado a nuestro anterior encuentro, como si la situación fuera continuación inmediata de los escasos instantes vividos semanas atrás. Nuevamente se giró y fijó sus ojos en los míos. A un mínimo gesto suyo trepé por las enredaderas que flanqueaban la torre hasta alcanzar la balconada. Cuando por fin la tuve a mi altura no pude evitar estremecerme. A la pálida luminosidad de las lunas el rostro de la mujer me pareció increíblemente hermoso, su mirada clara de una serenidad indescriptible. Pero me sorprendió sobre todo constatar, al acercarme más, cómo la textura de sus facciones no perdía detalle, la asombrosa naturalidad de su expresión, la frescura de sus matices. Nunca había visto en ningún otro personaje una resolución así, un grado tal de realismo, un trabajo de modelado tan perfecto. Me inundó una poderosa sensación de hallarme ante un ser de carne y hueso, en lugar de frente a un mero simulacro. Y lo más desconcertante era que, estaba seguro de ello, aquella mujer era sin duda la que había cruzado conmigo, a través de aquellos mismos ojos, espesas ráfagas de angustia en el mundo real, sólo unas semanas antes.

-¿Quién eres?- le pregunté sintiéndome estúpido, consciente de que a quien quería preguntarle realmente aquello era a la chica del metro.

Ella me sonrió y sin decir palabra se alejó hacia el interior de la torre. Noté cómo se me aceleraba el pulso al verla caminar de espaldas, su cuerpo perfecto bajo la gasa contoneándose en un delirio de sensualidad. La seguí adentro, hasta una amplia cama con dosel cubierta por una colcha de terciopelo rojo. Allí, tendida sobre la colcha y despojada de la túnica de gasa, la mujer comenzó a acariciarse para mí. La observé extasiado durante unos minutos hasta decidirme a soltar los controles de la mano derecha e imitar su ejemplo, atrapado en unos ojos aguamarina que ahora parecían agitarse en un turbio y desbocado oleaje. Llegamos al clímax al unísono y se confundieron mis gemidos reales con los suyos en los auriculares, una perfecta comunión en la que desapareció todo límite entre ficción y realidad. Había probado algunos programas de sexo virtual con anterioridad pero lo de aquella noche fue diferente, en absoluto mecánico ni artificial sino, por el contrario, lleno de erotismo y pasión, un instante mágico y misterioso al que me entregué por completo. Apagué el ordenador empapado en sudor, convencido a un tiempo de que empezaba a enamorarme y de que enloquecía por momentos.

En los días que siguieron recorrí arriba y abajo la línea cinco del metro, impelido por un ansia incontenible, buscándola entre los vagones, los andenes y las muchedumbres apresuradas. Durante la noche me encontraba con ella en el jardín, disfrutaba en silencio su indefinible belleza, me entregaba al placer que siempre se ofrecía a compartir conmigo.

Hasta el sexto día no logré hallarla, sentada en un banco de un andén casi vacío. Estaba más delgada, los pómulos marcados en un rostro consumido, pero los ojos eran los mismos aunque más apagados, anegados por la angustia que había vislumbrado en nuestro anterior encuentro en el mundo real. Para entonces los míos habían adquirido un tinte similar. Lo había podido ver en cada trayecto de mi búsqueda, reflejado en las ventanas de los vagones que me devolvían una imagen ajena e inquietante, sobre un fondo de facciones indiferentes y anónimas.

Esta vez cuando me vio no desvió la mirada. Durante unos segundos que se alargaron hasta hacerse eternos intenté transmitirle lo absurdo de mis sensaciones, la impotencia con que vivía mi deseo de ella, el sinsentido de mi creciente obsesión. En sus ojos aguamarina la angustia dio paso casi enseguida al terror. Tuve consciencia, leyéndolo en esos ojos, de que no era para ella la primera vez, que yo era uno más entre los muchos maníacos que la acosaban obsesionados por las falsas expectativas despertadas por su alter ego virtual e intuí que estaba al límite de lo que podía soportar. Me aproximé extendiendo una mano, balbuceando unas palabras, pero ella se levantó y echó a correr con el rostro desencajado. No pude hacer nada por evitar que tropezase, ni que cayera a la vía casi al tiempo que el tren hacía su entrada en la estación. Y después de los chirridos, de los gritos y del olor a quemado de los frenos, inmerso en mi propio mar de confusión, de perplejidad y de culpa me perdí entre la gente escaleras arriba, hacia la salida.

De cuando en cuando regreso al patio oculto entre los callejones. He averiguado desde entonces muchas cosas. Entre ellas, el nombre del programador despechado que decidió incluir en este juego su particular venganza contra la mujer que amaba. Me enteré de que lo echaron de la casa de software a los pocos meses y no lo lamento por él. Tampoco he procurado saber qué ha sido de su vida. Ignoro si en el fondo sospechaba que acabaría logrando matar a la muchacha con su absurdo y retorcido homenaje, ni sé siquiera si esa era o no su intención. Pero, en cierto modo, también ha contribuido con ello a hacerla inmortal.

Ahora, cuando acudo a verla, me limito a contemplarla desde el patio, el rostro enmarcado en la aureola de las lunas violeta, formulándose preguntas irresolubles. Cuando los ojos aguamarina giran para fijarse en mí me doy media vuelta y corro por entre el laberinto de callejas en dirección a la muralla, hacia alguna de las tabernas de esta ciudad de fantasmas.

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