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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 6 de octubre de 2024

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Juventud de Mamá Pulpa

Portada número 17

-¡Por Tetis! -dijo Mamá Pulpa- ¡Cuánto hacía que no veía uno de estos!

Mamá Pulpa adoraba hacer referencia a los dioses y tradiciones de los humanos, que probablemente solo ella había estudiado de manera decidida y exhaustiva. Eso le daba la oportunidad no solo de burlarse de los humanos, a quienes detestaba, sino sobre todo de mostrar su superioridad frente a quienes la rodeaban, como correspondía a su estatus. Los pulpos habían desarrollado una inteligencia superlativa y dominado el mundo, de modo que Mamá Pulpa estaba en condiciones de hacer ambas cosas: sin embargo, el número de humanos había descendido tanto que el hermoso pulpo hembra ya no tenía ocasión de cruzarse con ellos. En su juventud, Mamá Pulpa había llegado a conocerlos mejor que nadie, para su zozobra y la mayor grandeza de la raza de los pulpos. Pocos, sin embargo (y entre ellos no se hallaba Mamá Pulpa), conocían el origen del asunto.

-Ya no se los encuentra, Señora -respondió con deferencia uno de los comandantes-. Lo hemos traído hasta aquí solo para complacerla. Mis pulpos aseguran que luchó con ferocidad.

-Gracias, querido -dijo Mamá Pulpa, observando al comandante-. ¡Qué cortesía! Especialmente tratándose de un pulpo tan gallardo y competente...

Naturalmente, el gran invento de Mamá Pulpa eran sus hijos: pulpos dotados de espermatóforos de nueva generación, capaces de inseminar y colonizar los huevos de otras especies de moluscos, y eventualmente todo huevo blando, generando procesos de cruzamiento génico que habían dado lugar a varias clases de pulpos, púlpidos y pulpinos. Aunado al hecho de que los pulpos hembra podían poner entre doscientos y cuatrocientos mil huevos por nidada, el dominio del mundo había sido un asunto celerísimo, incluso vertiginoso: por ello, el patético humano que había sido conducido a su presencia no era más que un despojo de tiempos pasados, como el fósil de un tacho de basura hallado durante la construcción de una catedral submarina. Un número similar de huevos había estado en la matriz del ascenso de los pulpos, y también habían sido tirados a la basura: en la búsqueda de una cura para las enfermedades neurodegenerativas, una promisoria empresa biotécnica del estado de Washington había desarrollado una línea de investigación que procuraba ligar las capacidades regenerativas de los pulpos con las propiedades de las células madre neuronales. Aplastada por sus rivales más poderosos, la empresa había sido cerrada, los empleados despedidos, y los materiales de investigación descartados por personal de una empresa de construcción que ignoraba las normas más elementales de bioseguridad. La camada AB101, compuesta por 372.896 huevos gastrulados en torno a neuronas-madre modificadas, fue arrojada en el muelle, junto a miles de otras pequeñas criaturas marinas, para deleite de las gaviotas y los peces que frecuentaban el puerto de Seattle.

Todo ello no le habría importado a Mamá Pulpa de haberlo sabido, puesto que su interés no estaba ligado a su origen, sino a su porvenir. Empero, la visión de aquel humano había reavivado las impresiones de una época primera e imprecisa, y sin embargo dolorosamente patente. De todos los huevos, sólo Mamá Pulpa había sobrevivido, flotando en la espesa sopa marina de radiolarios y medusas muertas. Su primera nidada había producido una colonia de pulpos parlantes, cuyos conspicuos descendientes habrían de llevar el dudoso don de la palabra a todas las regiones del océano en una oleada inaudita de logospermia. Los espermatóforos de nueva generación habían garantizado la expansión de la marca "Mamá Pulpa", el sello único y personal que la caracterizaba, a través de los mares crecientes, y el planeta entero había ido girando lentamente hacia su figura estelar, torciendo la cabeza para contemplar su ascenso. Mamá Pulpa se dirigió al prisionero.

-¿Y, pequeño? ¿Qué novedades se cuentan entre los humanos? Es decir, entre los que quedan.

El hombre intentó escupir, sin lograrlo. Lo habían golpeado y lo habían drogado, o tal vez al revés, lo que en ambos casos constituía una desconsideración. Tal vez ese gallardo comandante no era un caballero, después de todo. Mamá Pulpa se acercó flotando al insurrecto y le habló con delicadeza, con aquel particular acento que los humanos aborrecían:

-¿Logras comprender dónde te encuentras, desdichado?

-Tenga cuidado, Señora -advirtió el comandante-. Son peligrosos.

-Solo de los celos debemos cuidarnos, mi querido -repuso Mamá Pulpa, entornando los verdes ojos-. Y de las hogueras que encendemos contra nuestros enemigos... -añadió, reflexionando.

Nadie entre la guardia pareció captar las referencias shakespearianas, ni aun el humano, que permanecía con la cabeza echada hacia atrás y una sonrisa torcida de idiota plantada en la cara ancha y basta. Mamá Pulpa se lamentó porque pronto no quedaría en el mundo, tal vez no quedaba ya, nadie con quien compartir cómplice las citas de la cultura humana, los chistes y la música de rock. Bueno, pensó, de todos modos ella viviría para siempre.

-Me encuentro en el corazón de la bestia -respondió de pronto el hombre, arrastrando las palabras-. En la matriz, si puede decirse, de todo el asunto.

-¡Ah! La metáfora es inadecuada -replicó Mamá Pulpa-. La matriz es ahora el mundo mismo.

La mejor juventud de Mamá Pulpa había transcurrido precisamente mientras las mareas de pulpos mutantes inundaban la atmósfera con gases de invernadero y los casquetes polares se fundían en torrentes que arrasaban las metrópolis superpobladas. Enormes cantidades de metano habían sido liberadas desde los yacimientos del lecho oceánico, aumentando la temperatura global hasta que el nivel del mar había alcanzado el pie de las montañas. Desde las planicies inundadas Mamá Pulpa había conducido a los ejércitos victoriosos, mientras todas las formas de la vida marina se esforzaban en parecérsele, o morían en el intento. El mundo mismo se pulpizaba.

-Entonces el mundo mismo es la bestia -le respondió el prisionero, como si hubiera seguido el curso de su pensamiento interior.

-¡Ah, chiquitín, qué candoroso! -Mamá Pulpa acarició con un tentáculo la barbilla hirsuta del cautivo, mientras miraba de soslayo al comandante de la guardia-. Casi había olvidado lo pasionales que pueden ser estas criaturas. ¿Cuántos quedan de ustedes? ¿Dos mil? ¿Tres mil?

-Somos millones -dijo el humano, con voz pastosa.

Mamá Pulpa rió para sus adentros mientras veía pasar, a través de la burbuja de comando, las formaciones de pulpería dirigiéndose a la conquista del mundo. ¡Millones!, bufó. No había número sobre el globo que pudiera contrarrestar la potencia colonizadora de los espermatóforos generados por su progenie, capaces de abrirse camino a través del tejido blando y germinar en los óvulos de prácticamente cualquier especie. Los púlpidos -variedades de cefalópodos y moluscos colonizadas por los espermatóforos mutantes-, y los pulpinos -hijos de otros animales inseminados por los pulpos-, se habían multiplicado exponencialmente, hasta en los lugares más inesperados: la lucha había alcanzado los continentes y las mujeres habían dado a luz pulpos que las habían devorado, mientras las nubes de langostas pulpinas avanzaban, oscureciendo los cielos a su paso. En última instancia, se dijo Mamá Pulpa, la toma final del poder por parte de los pulpos había sido consecuencia de esa subordinación, de esa sumisión de la Naturaleza a la suprema forma pulpa, que le daba un centro y una referencia ineludible. Habló dirigiéndose al comandante:

-¿Qué dice usted, mi gallardo oficial?

-Mátelo, Señora. Cuanto antes, mejor.

-Su impaciencia revela una gran vitalidad, comandante. ¿Los ha probado alguna vez?

-¿Cómo dice, Señora? -inquirió, perplejo, el comandante.

-Le pregunto si alguna vez los ha probado, si los ha comido.

-¿A los humanos? No, Señora, me dan asco.

-Y veo que también conserva cierto sentido del recato... Eso me gusta. Me temo que debo meditar más largamente sobre el destino de este infortunado. ¡Guardias! -exclamó Mamá Pulpa-, llévense a todos y déjenme a solas con el prisionero. Usted quédese, comandante, lo necesito aquí.

Los oficiales y la guardia se retiraron a toda prisa: el edecán, que conocía las preferencias de la Señora, bajó las luces antes de salir. La burbuja quedó envuelta en la penumbra azul y suavemente oscilante de las profundidades.

-Pues yo sí los he probado... -prosiguió Mamá Pulpa, como si volviera de una tanda comercial en televisión-. En una época los comía con frecuencia. Me gustaban especialmente sus sesos, que tenían un sabor completamente distinto de cualquier otro animal. Pero su carne también es comestible, y es sabrosa. No es carne de mar, por supuesto.

Con el rápido movimiento de un tentáculo clavó en el reo un aguijón de octopamina, una sustancia capaz de producir trance y alucinaciones en los humanos, y con otro tentáculo arrancó un largo jirón de carne de su pecho, que masticó con fruición. El comandante la observaba impávido, menos perturbado por el festín que por su cercanía a la Señora.

-¿Lo ve? -dijo Mamá Pulpa-. Sírvase, comandante, esto no se come todos los días.

El comandante aceptó un trozo, ante la insistencia. Mamá Pulpa, con discreción, vació una vejiga de feromonas que siempre llevaba para estas ocasiones, y vio al prisionero arrugar el rostro con una mueca. Se acercó a él.

-Ahora, ya en serio -dijo-. ¿Qué pasa con la Resistencia?

El hombre farfulló algo ininteligible. Mamá Pulpa le inyectó otro aguijón.

-Cuidado, Señora -advirtió el comandante-. No son tan resistentes.

Pero Mamá Pulpa aferró al humano con un tentáculo en torno al cuello, dominándolo desde el ominoso dosel de su presencia.

-¡Dónde están! ¡Cuántos son! Quiero que me digas quién está al mando, dónde guardan las armas, quiero que me hables de las futuras operaciones...

El rebelde intentó reír con un gorgoteo estertoroso, como una cañería que no acabara de destaparse.

-¿Futuras operaciones? ¡Yo soy la operación! -gritó, y luego dejó caer el mentón sobre el pecho, como si hubiera perdido el sentido. Mamá Pulpa levantó su cabeza con un tentáculo: los ojos del humano estaban en blanco, señal de que su voluntad aun intentaba conservar el control de su conciencia. Con el otro tentáculo apretó el cuello del maldito, inclinando la cabeza para escuchar su confesión.

-Los inseminaré... -balbuceaba el prisionero-. Espermatóforos humanos con una particular afinidad por los pulpos mutantes... Ustedes creen ser los únicos capaces de colonizar otros organismos... ¡Habrá humanos, homínidos y homininos!. Es la lucha por la evolución entre los gigantes de la empresa...

-Se lo advertí, Señora. El miserable delira -dijo el comandante, y como confirmando sus palabras, el humano sufrió un acceso convulsivo-. Termínelo ya, Señora, se lo ruego.

-¡Ah, la piedad! -exclamó Mamá Pulpa, mientras despedazaba y devoraba al cautivo-. Verdaderamente es usted un dechado de virtudes, comandante... Venga, acérquese más, terminemos con esto juntos.

Los pulpos se unieron, acabando de engullir al humano. Mientras copulaban, Mamá Pulpa pensó en las próximas camadas que daría al mundo. Ya no eran sus tiempos de juventud, cuando podía liberar una puesta fecundada cada nueve lunas, pero esta noche sentía la vida bullendo dentro de sí, anhelante del germen que la transformaría en cientos de miles de pulpos hermosos, todos con la marca genética de Mamá Pulpa, creciendo en el sabroso mar con la marea alta, la luz cayendo oblicuamente sobre las ciudades sumergidas. El condenado oficial la había inflamado con ese señuelo del prisionero, con esa trampa tendida a su deseo, y ella había mordido el anzuelo, como debía suceder. Pronto, millares de crías poblarían los nuevos mares que Mamá Pulpa había abierto para goce de las generaciones futuras. Pondré a estos que llevo en mi vientre al frente de todo, se dijo, la Luna creciente es signo de grandeza y majestad.

-¿Me habló usted, Señora? -dijo el comandante.

Mamá Pulpa no respondió. Su organismo tenía una enorme capacidad de regeneración, lo que le había dado una longevidad inaudita, pero más relevante que la persistencia de su cuerpo era la permanencia de su obra, la pregnancia de su presencia en la faz del mundo. Mamá Pulpa estaba presente en todos los procesos reproductivos bajo la línea del mar, y en la mayoría de aquellos que se producían por encima: en ese sentido era infinita, replicada en cada cría y cada clon, distribuida por las aguas como un cuervo, una paloma. La juventud es un estado de ánimo, pensó Mamá Pulpa mientras la cópula llegaba a su fin, especialmente para los inmortales. Señalando los restos del desventurado recluso, preguntó al oficial:

-¿Y, comandante? ¿Qué opina? ¿El sabor?

-El sabor no está mal. No es mucha carne que digamos, pero se deja comer.

-Sí, son pequeños... -reconoció Mamá Pulpa.

-No lo volvería a comer, aunque celebro la ocasión de haberlo probado al menos una vez.

-A veces con una vez es suficiente, comandante -dijo Mamá Pulpa.

El comandante la miró entrecerrando los ojos. Como era habitual luego de la cópula, el apuesto pulpo entraba en un estado transitorio de semisueño, Pero a Mamá Pulpa la roía algo que le impedía abandonarse a la modorra. Se removió inquieta, arropando la cabeza entre los pliegues del cuello como si de una cogulla se tratara. A medida que el sopor la alcanzaba, pensó: "Humanos, homínidos y homininos ¡qué absurdo!" Al fin, ahíta, acunada por el ronroneo de los ejércitos que atravesaban el mar, Mamá Pulpa se durmió.

Al instante, en sus entrañas, los espermatóforos del humano que había devorado rompieron sus sacos y echaron a nadar en todas direcciones.

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