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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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El hombre olvidable

La enfermera recogió el bebé que se había acabado de encontrar en la sala de partos, pero lo olvidó en la sala de neonatos. Otra enfermera, que se disponía a dar biberones allí, no esperaba a ese otro bebé, pero lo alimentó como a los demás y se olvidó inmediatamente del tema, y así un día tras otro. Cuando pasaron los días y fue obvio que el niño ya no era un recién nacido, una doctora que lo encontró lo llevó a pediatría para preguntar por él, pero lo olvidó allí. Al verlo llorar, la recepcionista de pediatría se preguntó qué madre habría olvidado allí a su bebé. Entonces lo alimentó, pero poco después se olvidó de él, hasta que volvió a verlo un rato después y volvió a preguntarse qué madre habría olvidado allí un niño.

 

Y así se crió el niño en la sala de espera de pediatría, entre la recepcionista que lo alimentaba y lo olvidaba a cada rato, y los padres de los demás niños, que le hacían monerías preguntándose indignados cómo su madre podría haberse alejado de un niño tan pequeño, aunque fuera sólo por un momento, hasta que poco después lo olvidaban. Tratado por cientos de padres diferentes que lo olvidaban inmediatamente después, aprendió a andar. Aprender a hablar le costó más, pues nadie parecía recordar cualquier cosa que intentase decir al cabo de un minuto. Como sus balbuceos no tenían ningún efecto a largo plazo, su interés por aprender a hablar disminuyó.

 

El niño recorría el hospital a su antojo, pues la gente no se preguntaba durante demasiado rato por qué había un niño correteando solo, ya que se olvidaban pronto del tema. Robaba comida de la cafetería del hospital. Cuando era muy pequeño, los cocineros transigían entre sonrisas, inconscientes de que aquel niño hacía lo mismo todos los días varias veces al día. Cuando ya era más mayor, comenzaron a echarle reprimendas, pero jamás como si le considerasen reincidente, pues nunca lo recordaban.

 

La escasa capacidad de comunicación oral del niño no incluía el don de la conversación, pues al cabo de un minuto nadie recordaba nada que hubiera dicho. A su vez, era un niño consentido, pues sabía que, por grave que fuera lo que hiciera, por fuerte que le gritasen tras hacer una trastada, se olvidarían de él en apenas un minuto. La gente rara vez se atrevía a azotar a un niño desconocido, y en ningún caso recibía castigos a largo plazo.

 

El niño consentido aprendió a tomar para sí mismo lo que le viniera en gana. Robaba objetos y los escondía en el sótano del hospital, detrás de un montón de cajas que nadie recogía nunca. Al llegar a la adolescencia, empezó a manosear a otras chicas, y luego fue a más. Nunca recordaban a su agresor. Nunca la policía se fijaba en él durante más de un minuto. Aún así, al chico no le gustaba que los agentes merodeasen mucho por allí, así que cada cierto tiempo decidía portarse mejor.

 

En cualquier caso, con el tiempo las autoridades acabaron cerrando el hospital, incapaces de entender por qué, tras cambiar al equipo directivo varias veces, los actos de vandalismo, robos y asaltos sexuales se seguían sucediendo sin control. Con el cierre del hospital, el chico se fue de él.

 

El chico llegó a tener una comprensión total del lenguaje, aunque las motivaciones de aquellos que lograban ser recordados a veces se le escapasen. Había considerado su capacidad de ser olvidado como un don, una bendición. Pero un día se fijó en una chica, en una determinada, y por primera vez en su vida le frustró no poder ser recordado. Se había enamorado. Sabía que podría tenerla cuando quisiera pero, por algún motivo, no quería tenerla así. Comprendió por primera vez, o quizás le importó por primera vez, que sus actos hacían sufrir a otros.

 

Trató varias veces de presentarse ante ella, pero era obviamente en vano. No importaba lo bien o mal que lo hiciera, siempre que se presentaba ante ella lo hacía por primera vez, y al cabo de un minuto nada de lo que hubiera hecho importaba.

 

El chico comenzó a mandarle cartas de amor anónimas. Ella era capaz de recordar todas las cartas recibidas durante meses, y llegó a sentir curiosidad por el pretendiente misterioso que las mandaba, que aparentemente sabía tanto de ella aunque ella no pudiera recordar a nadie que pudiera saber tanto. Ella se emocionaba cada vez que él se presentaba ante ella como el autor de las cartas, y por un breve instante, surgía una chispa de ella hacia él, una chispa que un minuto después desaparecía, como siempre, cuando era incapaz de recordarle, como todo el mundo.

 

Harta de que durante años su misterioso pretendiente epistolar no se le declarase en persona, un día la chica se echó un novio. Cegado por los celos y la rabia, el chico mató a su novio en un callejón oscuro. Había pegado a la gente antes, pero nunca había matado. Dolido consigo mismo y contra el mundo, después violó a la chica, a su gran amor. Poco después pensó en suicidarse, pero finalmente no lo hizo.

 

La chica se quedó embarazada y, por algún motivo, decidió que tendría el bebé. El chico la observaba cada día.

 

Cierto día, la chica rompió aguas y entró en el paritorio. Salió del paritorio sola, sin un bebé en sus brazos. El chico se preguntó si habría habido alguna complicación, si habría abortado. El chico descubrió que la chica tampoco sabía qué había pasado ahí dentro, ni tampoco lo sabía la ginecóloga que había asistido en el parto, ni las enfermeras.

 

El chico buscó a su posible hijo o hija en el hospital, pero no encontró nada.

 

Años después, oyó a los cocineros de aquel hospital decir que les estaba desapareciendo comida, y el chico sonrió.

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