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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Lunes, 7 de octubre de 2024

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Estéril

David salió de la habitación velozmente. Iba muy molesto. Lo invadía una sensación distinta a las vividas con anterioridad. Había discutido con su esposa. Ella deseaba ser madre. Él era estéril y no aceptaba la posibilidad de la adopción propuesta por su cónyuge. La amaba, pero no estaba dispuesto a ceder.

Salió al jardín y miró al cielo. Buscó a ese Dios del cual le hablaran mucho tiempo atrás. No lo vio. Desde antes, pensó que no lo hallaría. Así sucedió. Como una profecía autocumplida. Él no creía en deidad alguna. Se sabía producto de la naturaleza humana, de la poderosa mente de los hombres. Ninguna entidad superior más allá. David: semejante a cualquier persona y completamente diferente. Un día se percató de ello. Desde entonces, su existencia fue mecánica, vacía, ausente. Era un androide. Literalmente.

Una noche se topó con Aurora y se estremeció. A partir de ese momento, se transformó. Gracias a ella conoció eso comúnmente llamado amor. A su lado experimentaba una felicidad peculiar. Ella asumió su naturaleza con valentía y cariño. Su relación culminó en matrimonio al cabo de un año. No obstante, él no quería ser padre de un ser de distinta condición. Su esposa siempre lo supo, mas confiaba en hacerlo cambiar de parecer con el tiempo. Así transcurrieron tres años.

David se cubrió el rostro con las manos. Sufría. No sabía qué hacer. Una voz interna lo cuestionaba. Entonces, recordó las palabras de Aurora: "Existen dos tipos de esterilidad en este mundo: la física y la mental. Tú tienes la facultad de elegir". Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas. En ese instante sintió la calidez de su esposa sobre su hombro izquierdo. "Haz lo que dicte tu corazón", dijo ella. Él volteó y la vio sonriente, honesta, única. Acto seguido, la abrazó fuertemente. De inmediato se supo desemejante. Otra vez.

Con admiración o disgusto, sonriendo o murmurando, Aurora y David fueron observados incesantemente mientras caminaban por las calles. Él gritaba de alegría y mostraba al mundo a su hijo, su primogénito. Ahí estaba el fruto del amor existente entre ambos. Dicho sentimiento fue atribuido a algo inconmensurable circulante en el universo. Él, androide, también era padre. Su esterilidad había terminado. Diferente, semejante, único. Había elegido ser feliz. Y lo era.

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