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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Cuando vuelva la luz

1. Reflexiones a modo de prólogo

El arrullo del océano me llega desde allá abajo, desde las rocas sobre las que rompen las olas de este mar Cántabro hasta la balaustrada en que me he apoyado tantas veces, al mismo borde del acantilado, frente al antiguo palacio. Es un fragor constante, una mezcla de melodías entre las cuales creo a veces discernir las de mi amigo Tiberio, cuyos ecos surgen desde lo profundo del abismo de mi memoria y se engarzan con los graznidos de las gaviotas y los cantos de las sirenas en un todo armonioso.

Dos han sido mis vocaciones a lo largo de los años. Una de ellas me ha llevado a tratar de emular a los grandes cronistas de épocas remotas, mis amados Livio o Herodoto y, sobre todo, mi homónimo Polibio, y a poner por escrito la relación de los hechos más relevantes de mi tiempo. Este interés por la lectura y el análisis de los acontecimientos del pasado surgió, probablemente, por lo peculiar de mi propio nombre: jamás he encontrado a nadie vivo que se llamase como yo, y tal vez ello me indujo a tomar como uno de mis modelos al único referente posible, al lúcido historiador de Megalópolis.

Sin embargo, sé con exactitud el día y la hora en que nació mi otra vocación, la que en definitiva ha marcado mi vida decisivamente, como un hierro al rojo. Y en este caso el modelo ha sido de carne y hueso, un gran hombre, un amigo, el mayor científico de nuestro tiempo por más que en estas tierras del Norte yo mismo haya obtenido una fama y un prestigio que sin duda alguna no merezco.

En realidad, debo reconocer que el Destino ha sido generoso conmigo, incluso puede que en exceso. He podido explorar algunos de los mayores misterios del Universo de la mano del último gran sabio de Occidente; he tenido ante mis ojos las palabras de los grandes genios del pasado, tan presentes ante mí en espíritu que casi he podido ver sus rostros venerables a la oscilante luz de las bujías; he tratado con jefes de pueblos, tanto civilizados como bárbaros, que me han dispensado más honores de los que realmente me he ganado; mis amigos han permanecido fieles a mi lado cuando verdaderamente he necesitado de ellos, hasta más allá, incluso, de lo que yo hubiera creído posible; mis hijos y nietos han crecido fuertes, inteligentes y libres, en un país en donde no se quema a la gente por aventurar una idea nueva o por intentar averiguar la verdad acerca de nuestro pasado; y he amado profundamente, hasta el fondo de mi ser, a pesar de no haber sabido siempre acompañar ese amor de la dosis adecuada de comprensión, aunque por fortuna no puedo quejarme de que, al final, dicho afecto no haya obtenido recompensa. Todo esto es más (mucho más) de lo que en estos tiempos sombríos puede esperar la gran mayoría de seres humanos, que deambulan, inquietos como conejillos asustados, por un mundo a la deriva.

Durante estos años han sucedido muchas más cosas. Una era se ha cerrado para dejar paso a otra nueva. Como historiador, debiera sentirme afortunado de haber tenido la oportunidad de convertirme en el principal cronista de esta metamorfosis. Como científico, sin embargo, no puedo por menos que acongojarme porque, aunque se vislumbran atisbos de esperanza, es seguro que resta un largo periodo de oscuridad todavía. Y en esos siglos de duro combate que se avecinan, aún puede la razón acabar cediendo frente a la superstición un terreno que con inmenso esfuerzo parece que comienza apenas a recuperar. Pero estoy convencido de que lo recobrará por completo algún día, de que se hará de nuevo la luz, al igual que el frío glacial que nos asola dejará paso sin duda, con el tiempo, a una primavera y un verano recobrados. Estoy tan seguro de que retornará la luz de la razón, brillante y victoriosa, como de que lo hará el Cometa que desde hace meses todos aguardamos expectantes. En eso me enseñó a confiar mi maestro y mentor, en eso creo profundamente y por eso he luchado durante toda mi vida. Y constato de nuevo mi profunda fe en la inteligencia y la naturaleza humanas al contemplar la cúpula que se alza orgullosa, como un símbolo, sobre la techumbre del que ahora se conoce como Palacio de las Estrellas, antiguamente llamado de la Magdalena, el remate de esta hermosa península a la entrada de la bahía. Yo soy el responsable del tesoro que alberga y de haber garantizado el que sea posible que perdure, para beneficio de las generaciones que han de venir.

Y sin embargo, ahora, una vez que mi tarea parece completa y que mi vida parece estar aproximándose a su fin; después de haber acometido la narración precisa e imparcial de los hechos principales acaecidos, no sólo en el Reino, sino en todo el mundo conocido a lo largo de estos años; tras haber consignado asimismo por escrito todos los conocimientos sobre matemáticas, física y astronomía que he podido reunir o rememorar, con el fin de que puedan perdurar en el tiempo para instrucción de las mentes más inquietas; y después de haber consagrado todos mis esfuerzos e incluso mi propia progenie al sueño que me ha sostenido durante tantos años... Ahora, finalmente, voy a apartarme por vez primera del camino de mis queridos maestros. No plasmaré esta vez hechos objetivos, datos desprovistos de emoción, razonamientos lógicos o análisis rigurosamente ecuánimes.

Son los recuerdos más íntimos, los de mi primera infancia y juventud, los que van a manar ahora de mi memoria, fluyendo a través de mis palabras. Entre ellos, quizás de un modo deslavazado y a medida que vayan volviendo a surgir ante mí de entre las tinieblas que a menudo envuelven en mi mente aquellos días remotos, hablaré de los hechos que me sucedieron y de las personas que me rodearon. Hablaré de las que amé con auténtica devoción y también de las que odié con todas mis fuerzas, de aquellas a las que temí y de las que tuve la fortuna de poder aprender. Y contaré casi todos mis secretos, incluyendo el más extraño de todos, el que nadie hasta ahora ha oído jamás de mis labios y que muchas veces me ha hecho dudar de mi propia cordura.

Todas estas cosas son las que mi nieto menor, un joven todavía imberbe que apenas anteayer correteaba aún entre mis piernas, sentado hoy en mi viejo escritorio al pie de este lecho en el que paso casi todas mis horas, junto al ventanal sobre el acantilado, va a ir registrando en el papel. Es un papel pardo y áspero en el que la tinta se corre fácilmente, aunque es el mejor que alcanzan a fabricar en este país frío y semibárbaro denominado otrora Marca de Cantabria, en el que abundan los hombres libres pero se echan en falta los técnicos y los artesanos. Mas sin duda servirá para mi propósito, tal como lo ha hecho ya muchas otras veces, de modo que no seguiré quejándome por ello. Esta fue mi elección, y ha sido sin duda una elección afortunada.

Puede que esta vez lo que tengo que contar no consiga despertar un interés como el que mi audiencia me ha prestado en tantas otras ocasiones. Pero no me importa, porque en el fondo no hago memoria sino para mí mismo.

Empezaré, pues, por el principio.

 

2. El comienzo de mi vida en el Santuario

La primera memoria que guardo, el umbral del que arranca mi existencia, el primer instante verdadero, podría decirse, de mi vida, corresponde a un día bochornoso y por tanto sólo por eso ya en cierto modo singular, de principios de un mes de agosto, hace ya más de ocho décadas. Es también mi primer recuerdo del Santuario y no corresponde a la imponente muralla que rodeaba el recinto, ni tampoco al impresionante edificio enclavado en su centro, ni a ninguna de sus extraordinarias dependencias. Se refiere a uno de los patiecillos traseros, encajonado entre bastiones de piedra centenaria que se alzaban inmensos, casi asfixiantes, por tres de sus cuatro lados. Puedo reconstruir ante mí todavía, casi en sus mínimos detalles, el empedrado irregular y policromo de aquel minúsculo patio, desgastado por las carreras apresuradas de miles de críos a lo largo de tantos siglos. La precisa geometría del dibujo original había sido enmendada por un millar de parches de formas y colores arbitrarios, incorporando los materiales más diversos, hasta convertirla en una involuntaria y desconcertante obra de arte cuya contemplación producía un efecto hipnótico. Y recuerdo vívidamente al saltamontes azulado que recorría una y otra vez, en toda su extensión y sin decidirse a abandonarla, una loseta de intenso color negro que había acabado por quedar aislada del conjunto de la filigrana. Aquel día los rayos del astro rey caían de plano y sin piedad sobre el enlosado y, junto a la ausencia total de brisa, hacían del patio algo parecido a un horno de panadero en el que, tras una interminable espera de pie y a pleno sol, me sentía como una torta puesta a dorar.

Recuerdo asimismo que no me encontraba solo en aquel patio. Había otros niños allí conmigo, la mayoría de una edad parecida a la mía, dispuestos en varias filas y en absoluto silencio. Algunos vestían ropas decentes y cargaban voluminosos sacos, aunque la mayoría nos vestíamos con poco más que unos harapos y nuestras escasas posesiones cabían de sobra en los minúsculos hatillos que portábamos. Pero la imagen más nítida es la del saltamontes y la de su salto sobresaltado, un súbito revoloteo azul que le llevó hasta un nuevo e igualmente aislado fragmento de filigrana, ante el bramido poderoso de bienvenida del fornido Hermano Orosio, el encargado de la disciplina. Aquel fue el día en que ingresé oficialmente en el Santuario, apenas unas horas después de haber sido adquirido por los Agustinos en el mercado de esclavos de Las Ventas: un caluroso día de verano en el decimotercer año de nuestro Patriarca Hortensio, el mismo, según supe mucho tiempo después, en que las hordas galaicas invadieron y arrasaron por vez primera la Marca de Cantabria. Debía tener por entonces ya al menos siete años y, aunque mi memoria en general es excelente, nunca he podido recordar ningún suceso de mi vida con anterioridad a este momento.

No guardo por tanto memoria alguna de mis padres. Por lo que a mis recuerdos respecta pude haber nacido en aquel mismo patio, o en cualquier otro rincón del lugar en que pasé la mayor parte de mi infancia y juventud. Sin embargo, me gusta pensar que no fue así. Prefiero creer que mis progenitores, de seguro gente de clase humilde, lograron mantenerme de algún modo con vida durante al menos seis o siete años, incluso en medio de las grandes hambrunas que asolaron repetidamente la Ciudad en aquellos años y que causaron tantas muertes. Y que fue sólo cuando ya se vieron incapaces de seguir alimentándome cuando, finalmente y con profundo dolor, optaron por venderme a la Orden de San Agustín, uno de los pilares de la Santa Madre Iglesia desde tiempos inmemoriales. Aún así, rara vez me atormento con preguntas de esta clase, para las que resulta imposible hallar respuesta. Baste con afirmar, pues, que a partir de entonces el Santuario, el Centro emblemático de la Orden a lo largo de siglos, se convirtió en mi hogar, el único que conocí durante largos años y en el que me convertí en el Polibio que todavía soy.

El Santuario era muy grande, enorme en realidad ya que abarcaba un complejo de varios edificios de los cuales el principal podría calificarse sin vacilación de inmenso por sí solo, levantados casi en el mismo centro de un vastísimo recinto amurallado. Aún ahora, después de haber viajado tanto y de haber conocido tal cantidad de lugares diferentes, me resulta imposible recordar algo que haya reproducido en mí esa sensación de grandiosidad, de constituir el equivalente completo de todo un mundo, de un universo autocontenido. Todavía puedo hallar hoy en mi interior, aparcada junto a algún que otro vestigio de nostalgia, la íntima convicción de no haber llegado jamás a conocerlo en todos sus detalles: las numerosas salas de majestuosidad grandiosa, aún en medio del abandono y de los escombros amontonados por doquier, los lóbregos y solitarios pasillos inmersos en tinieblas que me hicieron estremecer tantas veces mientras los atravesaba a la carrera, los patios y claustros dispersos por entre las naves, con columnas adornadas de trabajados capiteles, algunos decorados con hojas y animales inofensivos, otros habitados por monstruos de pesadilla; en fin, los innumerables rincones misteriosos, ya escondidos entre restos de antiguos muros en ruinas o en medio de tupidas frondas, que demandaban a gritos ser explorados por espíritus más intrépidos que el mío.

Las asombrosas dimensiones del Santuario sólo se me revelaron como insuficientes mucho más adelante y casi de repente, cuando me vi enfrentado de forma súbita e inesperada a un abanico de sacudidas que dieron al traste con mi confiada visión del mundo y de los seres humanos. Pero en cualquier caso y con independencia de la limitadísima perspectiva a que me constreñían lo reducido tanto de mi edad como de mis experiencias, puedo afirmar que se trataba en verdad de una construcción desproporcionada, a todas luces excesiva. Una obra descomunal en la que podía palparse, de forma más patente que en la mayoría de vestigios que han perdurado a lo largo y ancho de la Ciudad e incluso del Reino entero, el espíritu de otros tiempos y de otra realidad. Sin embargo, aquel monumental complejo se encontraba, cuando yo ingresé en la Orden, abandonado en su mayor parte, en manifiesto estado de deterioro, asolado por innumerables y muy posiblemente ya entonces irreversibles signos de decrepitud.

Dicen las crónicas que en los tiempos de mayor prestigio de la Orden llegó a estar habitado por más de un centenar de monjes entre Hermanos y Padres, y que albergaba no sólo a casi un millar de novicios y oblatos, sino también a otros tantos estudiantes externos procedentes de las familias más notables de la Ciudad. En aquellos días, que no están tan lejanos como pudiera parecer, el Santuario era incuestionablemente reconocido como el más importante centro de saber en todo el Reino. Además el Hermano Aurelio, el Bibliotecario, me explicó que, conforme a los archivos, no era la única sede que la Orden que había tenido en la Ciudad, aunque siempre fue la de mayor prestigio e influencia. Tampoco se la conoció siempre con el nombre de Santuario; durante varios siglos se la denominó Centro de Nuestra Señora del Buen Consejo, en memoria de la Madre.

Debo recalcar, antes de formular objeción alguna contra estas aseveraciones, que nunca he puesto el mismo interés por el pasado más inmediato de la Iglesia que por los hechos y leyendas de la Antigüedad remota. Siempre me atrajeron más los tiempos anteriores al Desastre o, como lo llaman los defensores de la Nueva Doctrina, al Castigo, ese trascendental punto de inflexión de nuestra Historia, rodeado de tanto misterio como polémica. Y aún así, ese atractivo no supuso nunca ni tan siquiera una pequeña parte del entusiasmo que en mí despertó siempre la apasionante Historia de la Ciencia, tan llena de lagunas hoy imposibles de rellenar, de vacíos que quién sabe si seremos capaces de colmar algún día. Pero aunque no tengo ningún motivo para dudar de la veracidad de lo que afirmaba el Hermano Aurelio, lo cierto es que mientras fue mi hogar nunca hubo en el Santuario más de una docena de monjes adultos y apenas medio centenar de muchachos de edades diversas, de los cuales yo me encontré durante años entre los más jóvenes. Tengo que reconocer, sin embargo, que no fue ésta exactamente la impresión que tuve en un principio, aunque los motivos de dicho error quedarán patentes a lo largo de estas páginas.

Casi todos los niños éramos propiedad legal de la Orden que, como algunas otras ramas de la Iglesia caídas en desgracia en aquellos tiempos de crisis, trataba de suplir mediante la adquisición de novicios en los mercados de esclavos la ausencia de interés y de vocaciones en el pueblo. Aunque, por supuesto, no era éste el caso de otras congregaciones más favorecidas por el poder en los últimos tiempos, como los incombustibles frailes Dominianos y, sobre todo, la Congregación de la Tercera Venida de Nuestro Señor o, como se la conocía más comúnmente, de los Severinos. Especialmente en ésta última, fundada por el propio San Severino de Alcalá tan sólo unas cuantas décadas atrás, innumerables aspirantes procedentes de todo el Reino ingresaban cada año, más que con auténtica vocación religiosa con la esperanza de medrar en la Corte o, simplemente, garantizarse un porvenir seguro en sus lugares de origen.

En medio de este conjunto de circunstancias adversas la Orden de San Agustín se había esforzado para mantener en condiciones de uso al menos una parte de la que siempre había considerado como su sede insignia. En el tiempo en que yo viví en el Santuario eso incluía, aparte de algunas dependencias excepcionales como la Capilla, la Pinacoteca o la gran Biblioteca, dos o tres plantas en el extremo del ala este del edificio principal, que proporcionaban espacio más que suficiente para la mayoría de miembros de la exigua Comunidad. En el primer piso se ubicaban las celdas de los novicios, junto con las aulas utilizadas por éstos para las clases, el estudio y el trabajo. En la planta baja, por su parte, tenían su sitio los dormitorios comunales para los niños oblatos, además del Refectorio y de algunas otras salas de variado propósito. Desperdigadas por el resto de pisos y en algún caso prácticamente ilocalizables entre los cúmulos de escombros y desechos amontonados a lo largo de décadas por los corredores, claustros y escalinatas, se hallaban las celdas particulares de los escasos Hermanos y Padres del cenobio, además de algunos laboratorios y estancias de uso variopinto y de muchas otras dependencias cuyas puertas jamás tuve ocasión de atravesar. Y, por supuesto, también se encontraba, aunque ahora quizás resulte prematuro hablar de ello, el Observatorio.

El que la vida cotidiana del Santuario se concentrase en esta mínima parte del vasto espacio disponible no significaba sin embargo que fuera imposible acceder al resto del edificio: los pasillos y las escaleras que permitían hacerlo estaban allí, todo a nuestro alrededor, a nuestro alcance aunque a veces su estado de conservación fuese más que precario. Y era innegable el atractivo que ejercían las innumerables salas, celdas, claustros y galerías deshabitados, en especial sobre los más bisoños. Pero ni siquiera para los oblatos más audaces se trataba de una aventura fácil. Ya he mencionado cómo esa gran construcción me pareció siempre un inmenso laberinto en el que resultaba extremadamente sencillo perderse: yo mismo me extravié en su interior en más de una ocasión y cada una de esas veces, por cierto, me prometí a mí mismo que jamás repetiría la experiencia. De manera que no debe extrañar que fueran muy pocos los miembros de la Comunidad que se aventuraban a adentrarse siquiera en él, y que la mayoría tendiera a ignorar su misma existencia.

Este edificio principal limitaba hacia el norte con el huerto del Hermano Ulpiano, un extenso vergel en el que crecían toda clase de verduras, hortalizas y árboles frutales y que albergaba casi en su mismo centro una construcción achaparrada de piedra y vidrio, el misterioso Invernadero. Más allá del huerto y de la acequia alcanzaba a verse un espeso bosque de robles y encinas que cubría una sucesión de montículos de relieve sinuoso. Estas colinas boscosas, en el extremo de la vasta propiedad, se perfilaban abruptas contra el cielo, ocultando totalmente de la vista la Ciudad hacia el norte y el oeste a pesar de hallarse el Santuario enclavado en su mismo centro.

La última frontera de mi mundo era la larga y sólida muralla que cercaba el enorme complejo en todo su perímetro. Se trataba de una elevadísima pared de piedra y ladrillo, rematada por un enrejado metálico de complejo diseño cuyo perfil podía intuirse siguiendo el relieve de las colinas y que a mí me hacía pensar siempre en una hilera de afiladas picas, como si el Santuario se hallase sitiado por un inmenso e infatigable ejército, apostado justo al otro lado del muro.

Pero no fue aquel ejército precisamente el que me mantuvo recluido dentro de las fronteras de la que fue mi casa durante tantos años. Porque, para ser sincero, he de reconocer que siempre sentí que se trataba del más extraordinario lugar sobre la Tierra, el único en que imaginé que se desarrollaría mi vida y en el que siempre quise permanecer, por los motivos que se irán exponiendo en adelante. Y lo consideré así hasta el mismo día en que no tuve más alternativa que abandonarlo, para entonces ya convertido (así lo creía entonces y hubiera desafiado furioso a quien se hubiese atrevido a cuestionarlo) en adulto.

 

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