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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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La cosa

Daniel Sampaio despertó irritado, la cama humedecida por su mismo sudor le causó una repentina repulsión. Una especie de pesadilla parecía seguir poseyéndole aun en su vigilia, o al menos eso creyó por algunos instantes, sentirse desplazado hacia algún limbo era lo más cercano a un sinónimo para aquella situación; luego y todavía exasperado, se estiró con brusquedad liberando su cuerpo de cualquier roce calórico, entonces retirando con efusiva habilidad el pasador de la reforzada ventana, la abrió por completo. Una cortina de polvo llovió sin cesar hacia las entrañas del hogar, y entre ella, un despejado cielo apenas lograba discernirse, como motas brillantes y finísimas, las estrellas gorgoteaban insignificantes tras aquel velo plomizo.

El mundo bajo el manto de aquella noche parecía estar completamente quieto, no obstante, al ras de dicha quietud, Daniel había logrado desde hacía unos días, escuchar o presentir (no había podido definirlo aún) un tenue bramido anunciando su avance, desde un punto ubicado aún mucho más allá de la posibilidad de percepción de la vista.

Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad de la noche externa, solapado desde la ventana, con la garganta reseca por la bajísima humedad del ambiente, se erguía casi congelado de movimientos tratando de colar cualquier fenómeno extraño que sus sentidos pudieran fiscalizar. Un leve viento soplaba desde el oeste, entonces notó que los árboles seguían allí, y la brisa filtrada entre aquel verdor, le trajo un pequeño alivio, los sensores más lejanos seguían marcando arriba de los 40 grados Celsius, el calor no paraba de subir, al menos por la noche las variaciones calóricas eran menores, y las temperaturas mínimas (como la de aquel momento) le permitían un pequeño descanso.

Por un instante fue presa de un leve estremecimiento, y la momentánea tranquilidad de notar la arboleda aún viva, se ensombreció al recordar que justo desde el oeste venía y se anunciaba lo que él tanto temía. Aún con todo, decidió pensar (o engañarse, como bien su inconsciente no paraba de gritarle), que aquel sonido que por lo bajo escudriñaba sobre sus sentidos, podía ser el agua corriendo, volviendo a destilar sobre las llanuras amazónicas; quien podría apostarlo, quizá los resultados de sus investigaciones, o las referencias de los datos que le llevaban a otras no tan halagüeñas conjeturas, estuvieran equivocados, quizá y la esperanza ciega que lo mantenía ahí, después de que todo ser humano había emigrado, le premiaría dándole la razón a su necia y obstinada intuición. O, tal vez, le castigaría dejándole al desnudo como el simple soñador que siempre había sido, lo cual no estaba mal, no claro, siempre y cuando no fueras un ecólogo de renombre, llamado Daniel Sampaio.

Giró la vista hacia el este, no le veía ni le escuchaba en absoluto, pero en aquella dirección y a poco menos de un kilómetro, un mar rojizo, hediondo y caliente, regurgitaba su fetidez contra las arenas costeras. Algunas algas en proceso de enfermarse se podían rescatar aún, así como uno que otro pez ciego de las profundidades, que, desorientado entre las aguas pestilentes del océano enfermo, llegaba volviéndose presa fácil para ser parte del ínfimo menú del Dr. Sampaio.

Probó las luces, una añeja lamparita colgando sobre su cabeza desparramó unos muy débiles lúmenes, y la oscuridad del lugar se convirtió en una penumbra polvorienta, tomó uno a uno, una especie de cuadernos afincados en el librero, entre una avejentada colección de clásicos de ficción y manifiestos realistas, y los apostó sobre el húmedo y ceniciento camarote; la exigua luz apenas si le permitía descifrar los apuntes que yacían tatuados sobre las hojas amarillentas, no recordaba si hacía dos o tres días que no realizaba los deberes correspondientes al cuidado de los paneles sobre el techo de la choza, pero sin duda estarían copados por una buena capa de polvo, y esto le estaba pasando factura a su pobre servicio de iluminación.

Revisó uno a uno y por varias horas los datos obtenidos después de años de aislamiento, había perdido muchos sensores, era cierto, y desde hacía unos meses ya no era capaz de acercarse a la zona de movimiento, solo la pérdida progresiva de los detectores en las diferentes escalas de distancia le podían dar una idea del avance de la cosa. Y pensar que apenas unos años atrás todo el planeta parecía estar pasando por un estadio de normalidad. Era cierto que los picos de temperatura aumentaban considerablemente cada temporada, pero nadie podría prever cuán rápido se desataría el infierno, bueno en realidad si hubo alguien que atinó a pronosticar el apocalipsis: Anibal Copenghen. Ahora la carta que el científico le escribiera meses antes de la gran debacle, se encontraba junto con sus apuntes desparramados sobre el camastro, esta vez al releerla, no sintió la seguridad del primer momento, donde incluso se dio el lujo de ser reacio en apoyar sus investigaciones, y esta, sin duda, fue una de las razones que le mantenían aún en aquel retiro, su necia y obstinada creencia de que todo sería reversible, por más que las pruebas tangibles le seguían sugiriendo todo lo contrario.

Ni siquiera cuando los últimos barcos abandonaron la región de Paraíba sintió reales deseos de irse, no sería, según él, parte de la locura colectiva desatada por los reaccionarios cambios acaecidos sobre las tierras emergidas. La mayoría huyó hacia los polos y sus cercanía s, otros inclusive el mismo Copenghen, decidieron abandonar el planeta.

Pocos meses antes de la partida de los postreros navíos, la primera muestra del poderío de la cosa, quedaría patente. La gran Oceanía convertida en un apocalipsis de fuego y polvo, los barcos de salvamento rescatando personas en los puertos, ciudades y campos completamente envueltos en llamas, bajo un firmamento rojo, tan rojo como la sangre. Por dos semanas el sol no fue capaz de traspasar la cortina de humo y gases en que se había convertido el cielo del oriente austral. Pérdidas de seres vivos contadas por millones, muchos humanos entre ellas; toda la flora y fauna endémica completamente extinta, arrancada del seno de Gea por la grosera mano del cambio, de la cosa y su avance sobre aquel apartado rincón del mundo. El fuego lo engulló todo, hasta que nada quedó, hasta morir con el último centímetro de vida que encontrara a su paso. Pero esto era solo el inicio, el humo que una semana después de empezado el infierno en la gran isla, se respirara en las costas sudamericanas, un tumor del tamaño de un continente corriendo por sobres las aguas del Pacifico, un muro siniestro que sobrepasó fácilmente la estratosfera y quizá, llegó inclusive a tocar la capa Heaviside, sería solo un aviso de hacia dónde se enrumbaba el siguiente paso del cambio; los vientos traían algo más que solo agregados carbónicos descompuestos por incineración, la cosa viajaba con ellos, disfrazada, como una demoniaca sombra al acecho, ávida de destrucción. Meses después, enormes cortinas de humo se divisaban desde casi cualquier parte del gran Amazonas, la muerte estaba en América.

En los primeros días desde que le dejasen, Daniel había tenido la oportunidad de escuchar por la radio cómo se desplazaban y asentaban los principales grupos, por cerca de un año captó algunas señales y hasta supo por ellas de un lugar llamado Apocalipto, muy al este y al norte, donde al parecer se reunía gran cantidad de desplazados. Después no supo más, la radio no volvió a dar muestras de vida en los siguientes años, las voces distantes se habían apagado de pronto; entonces, ni siquiera su espectrómetro fue capaz de filtrar algún tipo de radiación electromagnética artificial.

Dedicaba sus días a la revisión de los sensores que había instalado previo a la gran catástrofe, y que le proveían de la información necesaria para continuar con su investigación suicida. Los cúmulos de arena aparecían todos los días en diferentes sitios, y cada vez le hacían más difícil el trasladarse para hacer la rutinaria visita de reconocimiento. Además, consagraba también parte de su tiempo al pequeño invernadero proveedor de la mayor parte de su sustento, no obstante, el pozo de agua dulce se había escurrido casi por completo en las últimas semanas, y la humedad del ambiente había disminuido tanto que el parapente destilador en su patio solo era capaz de recoger unas cuantas gotas al día. Y bueno, todo mundo es capaz de comprender la relación intrínseca entre una fuente de agua y una huerta. Debía, además, ejecutar todas sus tareas en horas del día alejadas del cenit, los rayos solares desplegados en aquel momento, se habían convertido ya para aquella época, en voraces filamentos portadores de mortal radiación.

Después de una exhaustiva revisión de sus registros, incluyó los datos del último día, y al momento de extrapolar la información una mueca de terror recorrió sus facciones. Un antiguo temor hizo presa inmediata de sus pensamientos, y la seguridad total de que se encontraba equivocado se asomó más latente que nunca.

El clima era ahora menos cálido, como si la meteorología le diera un espaldarazo a sus anhelos, se comportaba de forma extraña, distinta al rumbo que los datos anunciaban debiera seguir; ahora también el zumbido era inevitable, ya no tenía dudas, podía escucharle claramente. Volvieron a su mente entonces, las bandadas de aves volando al norte, luego regresando al sur, para poco después verles de nuevo con camino incierto al norte otra vez. Innumerables tipos, indiferenciables, aun para Sampaio, mares de pájaros oscurecieron el poniente por varios días, extraviados sin duda, rota la brújula de su instinto ancestral.

Un irascible retumbo le sorprendió dormido sobre sus apuntes, no se sucedió ningún presagio mientras se dirigía a la estrecha ventana, ni tampoco al asomarse sobre el batiente de la misma. El ya acostumbrado y despejado cielo le recibió como todas las mañanas, era un espejo del pasado, una fotografía. Sobre él, no obstante, una brisa cálida bajaba desde el saliente acariciándole con insolencia. Ahora podía ver el hediondo y enrojecido mar, las últimas marcas de medición sin duda, hundidas muchos metros abajo, la ocre agua mucho más cerca; pero ahora, además, azotando furiosa las negras arenas de la costa, y sobre la misma, un finísimo brillo que se perdía más allá del horizonte oceánico.

Con miedo, como quien sabe la verdad de las cosas, pero no tiene el tiempo suficiente para arrepentirse y, aun así, aguarda unos segundos para darle una despedida digna a la mentira que fue soporte de sus esperanzas más recónditas, Sampaio se negó en dicho intervalo a mirar al oeste, no estaba arrepentido, había vivido por su convicción, y, además, sabía bien que la perfección era cosa de fórmulas matemáticas, de vibraciones de 440, no de humanos. Podría haberse quedado un siglo en aquella posición, alargar la invención que con tanto ahínco había nutrido en todos aquellos años, pero bien sabía que ya todo era inútil, lo había descubierto aquella misma noche, entre la información que él mismo recolectaba; levantó con gallardía el rostro y pudo constatar todos sus temores.

Bajo un inclemente sol que se anunciaba glorioso hacia el saliente, la cosa cabalgaba sobre una muralla de varias decenas de metros de altura, avanzaba rugiendo y arrasando todo a su paso, los arboles caían como pétalos de flores marchitas y desaparecían al instante entre aquel dantesco infierno de arena; la desertización había tomado el testigo de las grandes hogueras. Acelerando cualquier proceso similar antes conocido, el desierto en que se había convertido el otrora pulmón del mundo, el Amazonas, había completado su tarea, avanzando y engullendo el último estrato de vida sobre el continente, limpiando su camino hasta chocar con el océano mismo.

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