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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Miércoles, 6 de noviembre de 2024

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Huésped

I

En la madrugada del 13 de julio aquellos ciudadanos que tuvieron la suerte de encontrarse en algún punto alejado de las luces de la ciudad pudieron ser testigos, a partir de las 2:27 a.m., de una excepcional lluvia de meteoros, tan espectacular como efímera. Su duración no llegó a las tres horas, y cesó de una manera tan intempestiva como se había iniciado. Uno de los poquísimos diarios que le prestó alguna atención al fenómeno lo arrinconó a una notícula en su página 57, justo debajo del horóscopo y enfrente de un artículo lleno de fotografías a todo color que detallaba la golpiza que una celebridad del latín trap le había propinado a su esposa embarazada. De remate, el anónimo redactor, que por lo visto no se había molestado en consultar con nadie, malgastaba las pocas líneas disponibles en difundir que la mencionada lluvia de meteoros no era otra que las Perseidas, y en preguntarse, con retórica tan exuberante como huera, si no sería una señal de grandes cambios para un futuro cercano (sic). El mismo director del Observatorio Astronómico Nacional de Llano del Hato, doctor Erwin Moscoso, se tomó la molestia de desmentir estos malentendidos en un correo electrónico, aclarando que el máximo de actividad de las Perseidas ocurre entre el 11 y el 13 de agosto, y que su radiante se encuentra, tal y como su nombre bien lo indica, en la constelación de Perseo, y no en Ofiuco, como sucedía en el presente caso. También aclaró que el fenómeno estaba lejos de ser inusual, y que quizás lo habría producido la entrada a la atmosfera de los restos de un cometa de periodo largo, originado en la nube de Oort. Para ahorrarle la ofuscación a sus lectores, la redacción del diario optó por enviar el correo del doctor Moscoso directo a la papelera, y su dirección electrónica al filtro de spam.

Hacia las cuatro p.m. del día siguiente, 14 de julio, un quinteto de rapaces harapientos que pretendía despejar de latas, cajas destripadas y neumáticos viejos parte de un terreno baldío para organizar un partido de futbol, dio con un objeto insólito, semienterrado entre la basura y la maleza, no muy lejos del caparazón incendiado de un Fairlane 500. No resultaba infrecuente encontrar cosas extrañas en aquel descampado, pero casi siempre se trataba de cadáveres, o, en ocasiones, de sus partes sueltas. Esta vez resultó ser un gran trasto en forma de cúpula o huevo, de algo así como un metro de longitud y algo más de la mitad de diámetro, con la parte posterior abierta como una flor y la punta, que se encontraba sepultada en la tierra, requemada. Su exterior era iridiscente y tornasolado, al extremo que resultaba inútil intentar definir su color, en tanto que el interior (vacío) estaba cubierto de intricados diseños geométricos, blancos, verdes y azules, intercalados con lo que parecían ser pequeños espejos hexagonales.

Excitada por este hallazgo, la chiquillería se olvidó del futbol. Decidieron, ante todo, apartarlo de miradas indiscretas, en particular de la de los adultos. El más avispado del grupo envió al que menos a pillar, más o menos prestada, una carretilla. No tardó en regresar, aunque prefirieron dar tiempo a que se hiciera de noche para evitarse preguntas incomodas, atravesando las callejuelas en procesión con la carretilla tapada con un hule. Les sorprendió lo ligera que resultaba aquella cosa para su tamaño, y, además, que brillara en la oscuridad. La escondieron en un cobertizo ruinoso y abandonado, casi en el centro geográfico exacto del villorrio en el que vivían.

Valga la acotación de que aquel baldío era una especie de no man's land entre la barriada de chabolas que había crecido sin orden ni concierto alrededor de una fundidora, y una urbanización colindante que había visto lejanos tiempos mejores. Aquellos golfillos bulliciosos no llegaron a fijarse en la pista de hierbajos aplastados y más o menos chamuscados que iba en dirección contraria a la que ellos habían tomado con su tesoro, y tampoco es que en el futuro fueran a tener mucho tiempo para reflexionar sobre ese detalle: al día siguiente, dos de ellos se encontraban ya muy enfermos, los tres restantes antes de acabar la semana, y ninguno de los cinco llegaría vivo a fin de año. En el quinquenio siguiente la explosión de casos de leucemia y tumores cancerosos en la barriada alcanzó una cota tan escandalosa que ni el más indolente de los burócratas del Ministerio de Salubridad Pública podía ignorar el problema sin sonrojarse. En este caso, las organizaciones ambientalistas y la ciudadanía organizada se apuntaron un triunfo: tras una tenaz campaña, lograron que la fundidora, que daba empleo a algo así como las dos terceras partes de los hombres adultos del barrio, fuera clausurada.

 

II

Cuando Diego Bauza regresó a su casa el día 26 de julio, bien pasadas las 10 de la noche, ni sabía ni le interesaba nada de esto. Llevaba fuera casi dos semanas, y su preocupación en ese momento era encontrar su propiedad intacta: desde hacía meses los robos con fractura menudeaban en la zona. Por eso, le dio mala espina escuchar el zumbido gemebundo del climatizador apenas se apeó del automóvil: estaba segurísimo de que había desconectado el equipo antes de marcharse.

Bueno: al menos creía que lo había dejado desconectado.

En la puerta de entrada no vio nada anormal: se encontraba defendida con una reja de fierro y una puerta de seguridad con tres cerrojos. Aunque esto no resultaba de mucho consuelo: siempre había sospechado que, de recibir la visita de las gentes del hampa, estos no irían a entrar justo por la puerta de enfrente, sino de preferencia saltando el muro posterior, el que daba a la barriada.

Empujó la puerta tras concluir la complicada tarea de retirar los candados y abrir todas las cerraduras: fue entonces cuando lo golpeó como un puñetazo una masa de aire tan caliente que resultaba casi irrespirable.

-¡Dios! -exclamó.

Y es que la casa, literalmente, ardía. Por un instante llegó incluso a pensar que habría fuego en alguna de las habitaciones.

¿Sin humo? Imposible.

Se armó de valor antes de adentrarse a aquel horno.

Un vistazo a la consola del climatizador fue suficiente para entender lo que había ocurrido: no es solo que el equipo estuviera encendido, sino que además se encontraba en modo calefacción, y con el termostato al máximo.

Apagó el aparato y se puso a recorrer la casa, con el sudor corriéndole a chorros y la ropa pegada a la piel. Al menos, no dio con otros desperfectos visibles. La puerta de separación con la parte de atrás se encontraba bien atrancada, y no encontró tampoco otras señales de que alguien se hubiera aprovechado su ausencia para irrumpir en el inmueble.

Se juró que, a primera hora del día siguiente, llamaría a la empresa que había instalado el climatizador para cantarle cuatro o cinco cosas: era inaceptable que un equipo recién instalado fallara de ese modo escandaloso. Y es que nuevo, era, aparte de carísimo: lo último que se había instalado en la restauración de la casona. Diego se había mudado a ella hacia cosa de dos meses, al punto que ni siquiera se había acostumbrado a considerarla en verdad su casa, e incluso continuaba apelando a cualquier excusa para escaquearse y pasar la noche o días enteros en su antigua residencia.

Aquel era un caserón decimonónico, que le había tocado de herencia en la lotería genealógica tras el fallecimiento de un bistío al que no recordaba haber visto en su vida, con exceso de habitaciones, techos con comején, servicios sanitarios precarios e instalación eléctrica somera, con el cableado recorriendo sin pudor las paredes. Primero había considerado venderlo para ahorrarse inconvenientes, pero su prometida se prendó casi a primera vista del adefesio, y él cometió la insensatez de seguirle la corriente. Después de más de un año de trabajos y hostilidades con sucesivos maestros de obras habían logrado poner por fin en condición de habitabilidad la parte anterior de la casa: dos cuartos, dos baños, un pequeño despacho o biblioteca, la cocina y la sala comedor. Aquel aparatoso (y todo hay que decirlo, muy sobredimensionado) climatizador había resultado el tiro de gracia para su capital, y la reconstrucción de la parte de atrás, con su patiecito interior, seis o siete habitaciones y ningún cuarto de baño utilizable quedó diferida para algún futuro más o menos remoto en que resultara financiable. Entretanto, todo ese sector se contentaría con fungir de depósito provisional del material de construcción sobrante, y de las herramientas, escaleras y andamios que no se habían robado obreros o vecinos. Una sólida puerta de madera maciza impedía el paso entre las dos secciones de la casa.

Probó a encender de nuevo el equipo, y la brisa helada que salía por la rejilla le hizo saber que de momento todo marchaba bien.

A pesar de su agotamiento, antes de acostarse hizo aún otro recorrido, pero esta vez alrededor del edificio, para verificar que el cerco eléctrico estuviera intacto. No observó nada anormal.

A las tres de la madrugada se despertó empapado de sudor. Atónito, comprobó que como por arte de magia de nuevo el climatizador se había pasado a modo calefacción, y con la temperatura, otra vez, al máximo. Añádase a esto que se encontraban en un mes de julio caluroso y asfixiante, con temperaturas en máximo histórico.

-¡Mierda!

Juró otra vez, que a primera hora del día...

Sin que viniera muy a cuento se acordó de aquel amigo que le había preguntado, con candor fingido, qué sentido tenía que viviendo en pleno trópico adquiriera un carísimo e impráctico climatizador central con calefacción incluida. La verdad es que en aquel momento esto le había parecido un valor añadido, aunque su razonamiento para llegar a esa conclusión le resultara ahora francamente defectuoso.

 

III

Dando apenas las ocho y media ya había reportado la avería, iracundo e indignado, pero la voz melosa de la mujer que le tomó el teléfono le informó que ese día no tendrían personal disponible. Tampoco pareció muy impresionada por sus aspavientos y amenazas, ya que se limitó a informarle con puntillosa educación que el técnico lo visitaría el día siguiente, 28 de julio, a las 8 a.m.

No le quedó más remedio que resignarse a perder otra mañana de trabajo. Esa noche el climatizador se comportó de manera particularmente insociable, y lo sacó de la cama en tres ocasiones, así que casi no durmió.

El día señalado se encontraba levantado ya a primera hora, irritado y ojeroso, dispuesto a recibir al técnico como era debido. A las ocho y cinco minutos llamaron a la puerta, pero resultó ser la señora Emparan, su vecina de dos casas más arriba, una anciana enérgica y atrabiliaria con el cabello teñido de lila. Aunque la verdad es que esa mañana lucía más acongojada que colérica.

-Buen día señor Bauza -y le tendió una hoja de papel con algo impreso en ella, del fajo que llevaba en el regazo.

-Buen... ¿Y esto que es?

-Estoy buscando a mi cachorro, que se encuentra extraviado desde ayer. Se llama Sugar... ¿No lo habrá visto usted por casualidad?

Recordaba haber visto en alguna oportunidad al tal Sugar, aunque no en los últimos días. El cachorro era en realidad una fiera masiva, amedrentadora y malencarada, mestizo de dogo canario con boyero suizo.

-La verdad es que no creo...

-¡Dios! No sabe cuánto sufro por mi pequeño -rompió a gimotear, quebrada-. Espero que no se lo hayan robado esos negros del barrio. Ni en su propia casa puede una estar ya segura... ¡Esto del secuestro de perros es ya una epidemia!

-¿Epidemia? -era evidente que había algo que se le escapaba.

-Esta misma semana, aparte de Sugar -continuó, enjugándose las lágrimas-, han desaparecido otros dos: Malú, la teckel de los Quiroz-Ávila, y un pastor belga bellísimo que acababa de comprar la familia Téllez. ¡Y la policía que no hace nada! ¡Lo más seguro es que estén en connivencia con los criminales!

Le aseguró a la señora Emparan que estaría muy pendiente por si veía algún perro que se correspondiera con la descripción de Sugar, y luego casi le cerró la puerta en la cara. A través de la persiana la vio alejarse calle abajo, deteniéndose en cada poste para fijar una octavilla.

Al final, las ocho de la mañana se convirtieron en las nueve y cincuenta, lo que no redundó en mejorar su disposición. Cuando vio estacionarse frente a la casa la camioneta van azul y blanca se encontraba ya en trance de treparse por las paredes.

-¿Usted es el señor Bauza? ¿Reportó ayer una avería? -le dijo aquel hombre, a manera de presentación.

Tenía planeadas mil y una réplicas sarcásticas y sangrientas a cualquier cosa que le dijera el técnico, pero en ese momento no se acordó de ninguna. Era un viejo severo, pálido, flaco, de bigote canoso hirsuto, que nadaba dentro de su overol gris plomo. Algo en su actitud recordaba los modales de un mozo de funeraria.

Revisó primero la aparatosa unidad externa, y luego entró a la casa. Una vez frente a la consola se dedicó a contemplarla largamente, antes de ponerse a accionar los controles sin ningún patrón discernible. Luego, sacó un destornillador de pala y levantó la tapa, dejando al descubierto las entrañas del aparato. Nueva sesión de contemplación, esta, aun más prolongada.

Al final, algo malo debe haber encontrado, pues frunció el ceño antes de expelerle, a quemarropa:

-¿Ha usted manipulado o alterado este equipo de alguna manera?

La verdad es que no se le ocurrió ninguna cosa que contestarle, salvo:

-¿Quién? ¿Yo?

-Es mi obligación advertirle -continuó el viejo, inquisidor y despiadado-, que la manipulación de la electrónica de la unidad por parte de personal no autorizado es causal suficiente para invocar la revocación de la garantía.

-Pero ¿que está diciendo? ¡Si yo no he tocado nada!

-Las condiciones están en el contrato de soporte que firmó. Le recomiendo que lo lea.

-¡Si le digo que yo no he tocado nada! ¡El aparato se volvió loco el solo!

-Usted y yo sabemos bien que eso es imposible. ¿Dónde está el control remoto?

Lo ubicaron en uno de los gavetones de la cocina. Sin baterías, por supuesto.

-¿Y el otro? Debe haber dos iguales.

Pero este no apareció por ninguna parte. Lo cierto es que Diego no tenía siquiera idea de que existieran aquellos controles.

-Esto ya está listo -concluyó el técnico cerrando la tapa, tras dar fin a los misteriosos ajustes que había hecho en el interior del tablero-. Como no deseo perjudicarlo, dejaré pasar su infracción por esta única vez, aunque me juego mi empleo en ello. ¡Sépalo! Le recomiendo que revise el manual de operaciones para que se entere de lo que puede o no hacer con este aparato. Que tenga un buen día.

Al menos no se presentaron más novedades durante el resto de la jornada, ni tampoco por la noche, aunque lo inquietaron un poco algunos ruidos que creyó escuchar procedentes de la parte de atrás de la casa.

Se consoló pensando que al día siguiente Alexa, su prometida, vendría a reunirse con él. Habían decidido pasar juntos ese fin de semana.

 

IV

Tal y como era su costumbre, a Alexa se le hizo tarde. Era una mujer de facciones incorrectas, alta, delgada, morena, flexible, pizpireta y voluntariosa: apenas llegó, tuvieron que volver a salir al automercado, pues se dio cuenta de que faltaban muchísimas cosas en la casa. Por ejemplo, desinfectante para limpiar los baños, cera para muebles, y maicena. ¿Y no podían dejar eso para la mañana del sábado? Pues no: ni pensarlo.

Ya de regreso, ella se fijó en las fotografías de perros que decoraban todos los postes.

-¿Y eso?

-Son fotos de perros perdidos. O a lo mejor es que hay una banda que se dedica a secuestrarlos. Según me han contado, es una epidemia.

-¿Quién te lo contó?

-La señora Emparan. Vive a dos o tres casas.

-¿Y ya hablas con los vecinos? ¡Bravo!

La verdad, no le encontró gusto al sarcasmo.

Quince minutos antes de las nueve de la noche se encontraban de nuevo frente a la puerta de la casa, con Diego forcejeando con las cerraduras. Oyó el zumbido del climatizador, pero esta vez eso no le preocupó: lo había dejado encendido para que el ambiente se fuera refrescando.

Pero lo que si no resultó nada normal fue la vaharada de fuego que los abrasó tan pronto logró abrir la puerta.

-¡Dios! ¡Qué calor! ¡Si esto parece un horno! -se quejó Alexa.

-¡Coño de su madre! ¡La puta que los parió! -acotó Diego, perdiendo lo estribos por la indignación.

-¿Y ese lenguaje, Diego? ¿Con quién te has estado juntando? -y estuvo a punto de soltar una carcajada.

Esta vez no apagó el equipo, sino que se limitó a cambiarlo de modo y a ponerlo a la máxima capacidad de enfriamiento. Había leído en el manual que así podía dañarlo, pero en ese momento le daba igual.

-Esta mierda lleva toda la semana dándome guerra -se lamentó-. Ayer mismo tuve aquí al técnico, y tuvo el tupé de amenazarme con invalidar la garantía pues yo había tocado no sé qué mierda...

-¿Y tú no le respondiste?

-¡Pues claro que sí! Lo mandé a hacer gárgaras. Y mañana mismo los vuelvo a llamar y les digo cuatro cosas.

-Me parece que mañana es sábado, así que no creo que vayan a trabajar. Y acuérdate que yo te dije que era preferible que compramos unos equipos split, pero como tú eres así de terco...

Tomaron una cena sencilla, acompañada de una botella de vino blanco. Para cuando terminaron, el calor se había disipado lo suficiente como para que acostarse no resultara una tortura.

Alexa se metió al baño a ducharse, aunque el que llevara en la mano el grueso volumen de Una columna de fuego, de Kem Follett, no auguraba que terminara pronto. Diego consideró la posibilidad de emplear el otro cuarto de baño, el de la sala, pero le pareció insolidario de su parte, así que se quitó la camisa y se recostó en la cama a ver la televisión.  Estaban dando una vieja película rusa, Solaris, de la que entendió entre poco y nada. Sin que lo advirtiera, fue adormilándose.

Se despertó cuando lo sacudieron por los hombros.

-¡Pero despierta! ¿Es que no me oyes? Algo anda mal otra vez...

En el acto comprendió la causa de su incomodidad: la transpiración lo empapaba y el ambiente se había vuelto sofocante.

-Estaba leyendo -continuaba diciéndole ella- y de repente empezó a hacer de nuevo muchísimo calor...

Al mirarla se dio cuenta de que se encontraba casi desnuda; apenas llevaba puesta una braguita amarilla y unas sandalias, y el sudor le abrillantaba la piel. De los pezones le colgaban unas gotas muy gruesas, que se resistían a caer.

-Esto ya es una locura... -se incorporó Diego de golpe, aún aturdido.

Ya se dirigía hacia el vestíbulo, donde estaba la consola del equipo, cuando ella lo detuvo agarrándolo del brazo.

-Espera, que aún hay más. Antes de despertarte di una vuelta por la casa y creo que encontré algo raro. Ven para que veas.

-¿Cómo qué raro?

-Raro, o sea, extraño. ¿O es que te estoy hablando chino?

Lo condujo en la dirección contraria, hacia el pasillo y la puerta que daban a la parte trasera del caserón.

-¿Adónde se supone que quieres ir?

-Aquí mismo. Mira: ¿por qué está ese tubo ahí?

Los ductos del climatizador eran de aluminio mate, y habían sido colocados adosados a los márgenes de la techumbre. El que ella le señalaba partía en ángulo recto desde el principal, que conducía la ventilación a los dos dormitorios, recorría el corto pasaje que iba hasta la puerta de atrás, y penetraba por un agujero más o menos cuadrado practicado por encima del dintel de ésta, en la parte alta de la pared. Como la iluminación de aquel pasillo era deficiente, podía pasar desapercibido con relativa facilidad para cualquier par de ojos, excepto, por supuesto, los de Alexa.

-La verdad, ni idea, ni la más mínima. ¿Cómo te diste cuenta de eso?

-¿Mandaste colocar los tubos en esa parte de la casa? ¿Y para qué?

-Claro que no. ¿A quién se le ocurriría? Por supuesto, compré toda la ductería, pero se quedó almacenada en una de las habitaciones de atrás... No tenía sentido ponerle climatización a una parte de la casa a la que nadie va a ir nunca. Será que lo hicieron los obreros por su cuenta y riesgo. No se me ocurre otra posibilidad.

-Suena estúpido. ¿Y cómo es que no te habías dado cuenta?

-Así suene -le contestó, resentido.

-Pues ahora deberíamos ir y ver qué ocurre.  

Él la miró unos momentos antes de responderle.

-¿No te parecería conveniente que te cubrieras, digamos, un poco? Digo... No me molesta verte desnuda, pero dadas las circunstancias...

-De verdad que eres necio -le retrucó, frunciendo la nariz-. Además, tú también estás sin camisa...

Hallaron la llave en el mismo gavetón donde estaba el control remoto. En realidad, con lo que dieron fue con un descomunal manojo, sujetado con un alambre gris retorcido, que apiñaba las llaves de todas las puertas de la parte trasera de la casa. Tardaron un buen raro en ubicar la correcta.

-¿No te parece que aquí huele un poco mal? -preguntó ella.

-Mal ¿como a qué?

-Un poco como a animal muerto.

Mientras trasteaba con las llaves, probando una a una en la cerradura, a Diego se le ocurrió que lo que estaban haciendo carecía de lógica.

-¿Y con exactitud qué es lo que vamos a buscar ahí atrás? ¿No sería preferible que volviéramos a regular el aparato, sin más historias?

-¿Para que él solito se estropee de nuevo? A lo mejor nos conseguimos con algo que explique la falla.

-¿Como qué? Si una cosa no tiene que ver con la otra. Es evidente que lo que se ha dañado es la programación del aparato, el sistema de control, o algo así.

-¿Y tú qué sabes?

Fue la última llave del manojo la que, con alguna dificultad, giró en la cerradura.

En esa parte del caserón las reformas se habían limitado al mínimo indispensable. A saber: eliminar los nidos de ratas, la madera atacada por el comején y los tabiques mohosos, así como a colocar un tendido eléctrico provisorio con bombillas por el corredor central hasta el patiecito interior. En aquel lugar reinaba un caos metódico, con estancia tras estancia obstaculizada de tablas, tablones, andamios, vidrios rotos, sacos de cemento, garrafas, ladrillos, montones de arena, tambores de pintura, rumas de losetas y herramientas varias. El aire allí parecía estar menos caldeado, y el centro del pasillo lucía casi limpio, como si hubiera sido barrido hacía no mucho.

-¿Lo ves? Aquí no hay nada - comentó él, no muy convencido.

-¿Pero no notas ese olor? Definitivamente, huele a animal muerto. Y también como a amoníaco. ¿Cómo es que no lo sientes?

-Pues será el cadáver de una rata, o quizás de un gato. Da lo mismo. ¿Regresamos?

-Estás loco. Tenemos que revisar bien. ¿A dónde va la tubería?

El ducto seguía hasta el final del corredor y luego viraba a la izquierda, penetrando de nuevo en la pared sobre otra puerta, muy similar, por su sólida construcción, a la del principio.

-De verdad, no tengo más ganas de seguir jugando con las llaves. Mejor volvemos; ya quiero acostarme, y la casa va a tardar en refrescarse. Pero ¿de dónde sacaste esa pala?

-La agarré de la primera habitación que pasamos, la de las herramientas. Estaba tirada sobre un montón de tierra. De verdad es una vergüenza el desorden en que tienes todas estas cosas...

-¡Dios! ¿Y qué se supone que piensas hacer con ella?

-Es por si acaso. ¿Qué hay detrás de esa puerta?

-El patio interior, y al otro lado unos cobertizos y una estancia grande, que habrá servido hace añales como depósito o taller, o algo así. Está que se cae sola. ¡Pero bueno! ¡Si tú ya has estado antes en este lado de la casa! ¿Qué tanto preguntas?

-Eso fue hace como un año. Abre la puta puerta de una vez.

Resultó que ni siquiera estaba cerrada con llave, y bastó empujarla para que se franqueara.

El cuadrado de luz cayó sobre las losetas desgastadas, aunque tampoco antes el patiecito se encontraba en verdad a oscuras. El único foco del tendido eléctrico estaba quemado, pero una tenue fosforescencia azulada irradiaba justo desde su centro. El olor a carroña era intenso. Salieron, pero tras dar un paso más, Diego se arrepintió en el acto: con un grito ahogándose en su garganta intentó retroceder, tropezó con una tabla llena de clavos oxidados y cayó sentado, sintiendo con bochorno la entrepierna mojada. A su espalda, un chillido lo ensordeció.

Aquello se incorporaba, interminable, tras interrumpir lo que fuera que estuviera haciendo hasta ese momento, importunado por la súbita presencia de los dos extraños. Era una suerte de acúmulo mucilaginoso de excrecencias y glóbulos semitransparentes o tornasolados, sembrados de cuentas negras refulgentes que parecían escrutarlos. No tenía cabeza, cara, ni boca. Su núcleo emitía un resplandor azuloso y, a modo de miembros, un número indeterminado de prolongaciones sinuosas que se ensanchaban y dividían en sus extremos.

Alexa pasó con decisión sobre el cuerpo avasallado e hipante de su pareja, y con admirable presencia de ánimo y sangre fría hizo describir una graciosa curva a la pala que llevaba en la mano. La dejó caer justo sobre el vértice del ente, que ya por poco la superaba en altura. El golpe no debe haber sido muy fuerte, pero igual se escuchó un ¡plof! ahogado y fofo, luego del cual la criatura emitió un siseo agudo para acto seguido desmoronarse, licuándose en una especie de gelatina amarilla, fluida y viscosa. La vaharada amoniacal que esparció fue tan intensa que los dejó por varios minutos incapacitados, asfixiados y ciegos.

Al menos en esta ocasión Diego fue el primero en reaccionar. Logró incorporarse y abrazó a Alexa, que desvariaba. No se dio cuenta en ese momento de que sangraba con profusión por una fea herida provocada por un clavo que se le había hincado en el muslo al caer. Los dos se encontraban aturdidos, helados y temblorosos.

-¡Mierda! ¿Qué era esa cosa? -murmuró la mujer, con los dientes castañeteándole.

En el patiecito dieron con el cadáver corrompido de lo que supusieron había sido un perro muy grande, con el pellejo acribillado como de pequeñas quemaduras, y, además, con las osamentas peladas y trituradas de al menos otros dos o tres. El famoso ducto desembocaba en la estancia grande del fondo. Allí, el ambiente era incluso aún más sofocante, y sobre el suelo de antiquísimas baldosas rojas descubrieron, escrupulosamente alineados, no menos de un centenar de globos diáfanos, llenos de líquido opalescente, en cuyo interior algo latía y se encrespaba. Unos pocos parecían estar ya a punto de germinar.

 

***

 

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