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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 19 de abril de 2024

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Poenitentiam agite: plagas devastadoras en la ciencia ficción

Los infortunios de naturaleza apocalíptica que azotan a la humanidad han sido siempre uno de los recursos favoritos entre los cronistas con aspiraciones mesiánicas, a través de todas las épocas, todas las culturas y todos los géneros literarios. Desde las plagas bíblicas a las crónicas de las calamidades medievales y las disquisiciones filosóficas, los desastres naturales son siempre, según los autores de estos textos, la consecuencia de la laxa conciencia de la población, que no atiende a los doctos e intachables preceptos de una selecta élite religiosa, militar o política, cuya intención y sagrada misión es velar por el bien del común mortal, completamente desamparado sin el permanente auxilio de sus altruistas veladores.  

La temática de las epidemias en la literatura es, no obstante, mucho más amplia y diversa que la perspectiva estrecha y cerril que ofrecen los textos del tipo mencionado anteriormente, que repiten tópicos hasta la náusea y no tienen otro objetivo que confundir, moralizar mediante el amedrantamiento y la amenaza, o directamente inculcar una determinada opinión o línea de pensamiento, generalmente bien disimulada bajo una engañosa e instructiva elocuencia. En el ámbito de los trabajos (realmente) creativos, pertenezcan a la ciencia ficción o no, encontramos enfoques dispares que no sólo proporcionan una base de comparación con hechos pasados o contemporáneos, sino que también nos permiten vislumbrar la disparidad de criterios y explicaciones que se barajan cuando una cierta sociedad o cultura se enfrenta a un desastre de cierta magnitud. El temor al colapso, cultural o económico, e incluso la extinción total, han dado lugar a muchas reflexiones interesantes que se refieren directamente a nuestra madurez como especie, nuestro creciente vasallaje con respecto a la tecnología o la progresiva alienación del individuo a través de los llamados medios de información. Sobre los peligros de fomentar la histeria pública, provocada intencional- o accidentalmente, ya advertía el publicista Samuel H. Adams en 1911, señalando proféticamente que la tergiversación informativa podría convertirse en un arma efectiva para moldear la opinión pública y la imposición de una jurisprudencia acomodada a los intereses particulares de ciertos estamentos.[1]

 

El tema de las catástrofes, naturales o artificiales, siempre ha constituido un subgénero muy popular dentro de la ciencia ficción, desde las primeras operetas espaciales a las grandes sagas galácticas. Fuera de estas obras, mayoritariamente concebidas como un medio de evasión de la monotonía existencial, están aquellas novelas cuya intencionalidad es la crítica social sana o la advertencia sobre ciertas tendencias preocupantes. Aunque pueden hallarse ejemplos de esta propensión en todas las épocas, es con el advenimiento del concepto de la guerra industrializada cuando estas obras empiezan a cobrar interés y relevancia. Los conflictos bélicos de principios del siglo XX indican claramente que la humanidad ya está en disposición de exterminarse a sí misma. Sin embargo, el período de máximo esplendor de la novela fatalista se sitúa al acabar la II Guerra Mundial, aprovechando la paranoia reinante con respecto a la amenaza nuclear y la confrontación de los bloques occidental y oriental. Dentro del amplio espectro de devastaciones periódicas que se producen en nuestro planeta, entre los que se cuentan la mencionada guerra atómica, así como las invasiones alienígenas, los desastres ecológicos o las distopías de todo pelaje y condición, nos centraremos en aquellas obras que, con mayor o menor grado de precisión, tratan sobre enfermedades epidémicas que hacen tambalearse (o caer) los pilares de la civilización.  No es nuestro propósito enumerar la ingente y probablemente inabarcable cantidad de novelas y narraciones cortas que tratan, de una u otra forma, con las desgracias que acaban con una sociedad, sino destacar algunos aspectos específicos de algunas de las obras más representativas.

 

Comenzamos este pequeño periplo recordando una curiosa (y a veces soporífera) novela, The Germ Growers de Robert Potter, publicada en 1892, antes del nacimiento formal de la ciencia ficción. Esta obra ya cuenta con elementos muy característicos del género, aunque no pueda ser clasificada como perteneciente al mismo. En esencia, la trama narra como una raza de seres incorpóreos, pero capaces de tomar forma física y controlar las mentes, invade la Tierra y establece bases donde se fabrican gérmenes cuya finalidad es despoblar el planeta de su fauna autóctona. Un humano descubre por casualidad una de tales bases en la costa australiana, con lo que da comienzo la aventura de luchar contra la invasión. Finalmente, será por mediación de uno de los invasores, que se autodenomina Leafar,[2] que la humanidad evitará el desastre. Aunque el texto contiene algunas indicaciones interesantes, como las mutaciones de bacterias o los artefactos voladores, esta novela de aventuras no deja de ser una especie de alegoría mística (ángeles caídos contra el arcángel) con ciertos tintes moralizadores, razón por la cual no puede aceptarse netamente como una precursora de la ciencia ficción catastrofista.

 

La Guerra de los Mundos de H. G. Wells, por el contrario, sí puede verse como uno de los primeros y sólidos ejemplos de la literatura de ciencia ficción que exhibe la noción de guerra bacteriológica,[3] aunque de forma un tanto inesperada, al ser los invasores de Marte exterminados por los gérmenes terrestres, contra los cuales los conquistadores no pueden defenderse. Debe observarse que, en la fecha de la publicación de la novela (1897), la bacteriología constituía una disciplina emergente de la medicina, que ya contaba con algunos éxitos rotundos, siendo Louis Pasteur y Robert Koch sus figuras más destacadas. Wells en cierto modo se adelanta a su tiempo,[4] sugiriendo la posibilidad de que, tarde o temprano, en los conflictos bélicos se desplegarían armas de tipo biológico, como recurso estratégicamente más eficiente y económico que los métodos tradicionales. El autor no desaprovecha la oportunidad para criticar, una vez más, la arrogancia de la sociedad victoriana tardía. En un momento de máximo esplendor económico y científico, el Imperio Británico es derrotado de forma humillante por una grotesca raza de marcianos cuyos modales y urbanidad son a todas luces deplorables. La salvación final es la consecuencia de la intervención involuntaria de una forma de vida de la que apenas se tiene constancia, y que es completamente indiferente a la potestad imperial.   

 

La obra de Wells debe entenderse en el contexto de los excesos del colonialismo, así como de la progresiva decadencia y agotamiento del modelo político decimonónico. Jack London, aunque estrictamente no puede catalogarse como autor de ciencia ficción, cuenta entre su dispar obra con algunos textos que son clasificables como ciencia ficción, aunque invariablemente combina sus tramas con una agria crítica social. De este modo, en La invasión sin paralelo, aparecida en 1910, describe una campaña de guerra biológica emprendida por las potencias europeas y los Estados Unidos para acabar con el crecimiento demográfico y económico de China, y de este modo proteger sus propios intereses coloniales. Más elaborada, y redactada en un tono mas sombrío, es La Plaga escarlata (1912), una de las últimas novelas de London, en la que nuevamente entrelaza elementos de ciencia ficción y desigualdades sociales. Se narra como, en el año 2013, la civilización ha llegado a su apogeo, al menos en el plano científico y tecnológico. No obstante, la sociedad está dividida en rígidos estamentos. La explotación de las clases sociales desfavorecidas ha vuelto a imponerse, habiendo incluso esclavos cuya única función es la manutención de las clases ociosas. Sin embargo, toda la ciencia y la tecnología se muestran impotentes ante el enigmático avance de una fulminante plaga aparecida en Nueva York y que, en cuestión de semanas, se expande por todo el globo, aniquilando a la práctica totalidad de la humanidad. La característica más notoria de esta enfermedad, llamada la "plaga escarlata",[5] es la aparición de manchas rojizas en la epidermis de los infectados, que sucumben en cuestión de horas entre violentas convulsiones. El protagonista de la novela es un antiguo profesor de literatura inglesa de la universidad de Berkeley, James Howard Smith, destituido de su posición intelectual privilegiada y relegado a ser meramente un anciano incomprendido en una nueva sociedad tribal marcada por la indolencia, la ignorancia y un completo desconocimiento de la historia. Smith trata desesperadamente de mantener algo de su dignidad perdida, instruyendo a sus descendientes e intentando relatarles cómo era el mundo antes de la debacle, de la que él, por alguna razón, pudo escapar físicamente indemne. No obstante, todos sus esfuerzos son inútiles, ya que la nueva generación apenas es capaz de comprender adecuadamente el idioma, que ha sufrido una regresión a sus formas más elementales. La novela sintetiza los amargos recuerdos de Smith, que lejos de lamentar la catástrofe humana, tan sólo añora a los miembros de su propia clase social e intelectual, obviando que su bienestar era directamente dependiente de la opresión ejercida sobre la masa trabajadora. Pese al tiempo transcurrido, Smith se muestra aún escandalizado con la confraternización entre miembros de la antaño distinguida sociedad y los descendientes de sus criados. Pese a su ofuscación, Smith reconoce sabiamente que la nueva civilización naciente, una vez transcurrido un tiempo prudencial, retomará el camino del conocimiento y la tecnología, para autoinmolarse nuevamente en un futuro lejano.

 

Los devastadores efectos del uso de armas químicas durante la I Guerra Mundial, los primeros y tímidos intentos de utilizar armas biológicas como el anthrax, así como la mal llamada gripe española de 1918-1919, seguidas de una prolongada y acusada crisis económica, superan con creces las debacles imaginadas por los escritores, quedando la novela catastrofista relegada al olvido durante un par de décadas. De este período, tan sólo es destacable una obra del polifacético Karel Capek, que nuevamente nos asombra con su clarividencia en su obra teatral La enfermedad blanca, estrenada en 1937.[6]  La trama se desarrolla en una nación indeterminada dirigida por un déspota obsesionado con declarar la guerra a todo el mundo. En tal ambiente de hostilidad prebélica, hace su aparición una extraña enfermedad similar a la lepra, que singularmente solo afecta a los mayores de 45 años, y que el dictador aprovecha como excusa para impulsar sus insanos delirios de poder. En mitad de este caos aparece un médico llamado Galén que anuncia tener un remedio para la enfermedad, pero que no revelará hasta que se declare la paz mundial y el dictador abandone sus proyectos de conquista. Con el fin de que la élite financiera y militar no se descontrole, el gobierno pone en circulación medicamentos exentos de toda acción terapéutica, a la vez que trata de ganar tiempo para comenzar las hostilidades con sus vecinos. Finalmente el conflicto estalla a raíz de la invasión de un pequeño país, y el déspota contrae la enfermedad. Convencido de su infalibilidad, no tiene más remedio que doblegarse a las exigencias de Galén para evitar la muerte. No obstante, sus esperanzas se diluyen cuando Galén es asesinado al oponerse a una turba cegada por la histeria bélica, perdiéndose la muestra de la sustancia curativa, así como la fórmula. El final de la obra queda abierto, aunque puede suponerse que el dictador muere y Europa es arrasada tanto por la guerra como por la enfermedad.    

 

A diferencia de las obras anteriormente mencionadas, cuyos autores son plenamente conscientes de las crisis sociales y políticas del momento, en una gran mayoría de novelas del género catastrofista, la devastación ambiental o la aniquilación de la humanidad se emplea como un mero recurso literario, para fijar el decorado de la trama, generalmente sin especificar ni dar detalles sobre las causas o circunstancias que dieron lugar a la debacle. Habitualmente, se narran las peripecias de pequeños grupos, o bien de supervivientes aislados, que tratan de una u otra manera de conservar pequeñas parcelas de la civilización, y de este modo evitar una total regresión. Una novela tipo de esta categoría es Earth Abides de G. R. Stewart, aparecida en 1949. Aunque el libro es inicialmente prometedor, el autor no logra desarrollar la trama de forma convincente, no abandonando en ningún momento el nivel de superficialidad, lo que posiblemente explique su éxito de ventas. Stewart describe básicamente el quehacer diario de una pequeña comunidad, capitaneada por un insípido protagonista llamado Ish, cuyo aislamiento en las montañas le salvó de morir durante la plaga, y que posteriormente se empeña en mantener algunas de las características fundamentales de la civilización, como la electricidad. No obstante, conforme va aumentando su comunidad, la incomprensión y el desprecio por el pasado, así como el paulatino embrutecimiento de las nuevas generaciones, darán al traste con las aspiraciones de Ish, que muere con el magro consuelo de haberse mantenido fiel a sí mismo, sin rendirse en ningún momento, pese a la adversidad.  

 

Planteada de forma más concienzuda, Soy leyenda (1954) de R. Matheson introduce algunas innovaciones en el relato catastrofista usual. La novela se centra en la febril actividad exterminadora de Neville, un superviviente agobiado por el constante acoso de los patéticos infectados que aún permanecen en vida, y que se han convertido en una especie de vampiros.[7] El tormento de Neville es extremo, al ser su mejor amigo el cabecilla de los hostigadores. Cierto día, en el transcurso de sus pogromos cotidianos, que Neville ejecuta como guiado por mandato divino, encuentra a una muchacha aparentemente sana, pero que está en realidad infectada, pese a que no padece los grotescos síntomas observados en otros supervivientes. Este episodio supone un punto de inflexión en la filosofía vital del protagonista, que se percata de que la chica pertenece a una nueva clase de humanidad, adaptada a la enfermedad, y que él, como sujeto inmune, se ha convertido en una anomalía y un elemento de desequilibrio. La nueva sociedad emergente, asimismo poseída por la furia aniquiladora, elimina cruelmente a todos los pseudo-vampiros restantes, para centrar a continuación sus esfuerzos en capturar y ejecutar a Neville, al que consideran como el último representante de la era tecnológica que ocasionó el desastre. Con el fin de descubrir donde se oculta, le tienden la trampa utilizando a la joven como cebo, seguros de que, en su soledad, Neville correrá a su encuentro. Finalmente, el asalto al refugio de Neville se produce, y éste es capturado. Su inmolación simboliza el ocaso de una época y la triunfante transición a una nueva era, marcada por su violencia y su marcada oposición al espíritu científico y cualquier vestigio del pasado.

 

El clamor del silencio (1952) de Wilson Tucker, novela nacida de un relato corto aparecido con anterioridad, destaca principalmente por la maestría con la que su autor crea el ambiente y caracteriza a sus personajes. Tucker relata la atormentada existencia de Russell Gary, un cabo del ejército y veterano de la guerra de Corea.[8] Una mañana, al despertar de una monumental borrachera en un hotelucho de una miserable población, Gary descubre con asombro que la ciudad ha sido abandonada. A través de un encuentro casual con una adolescente, descubre que la costa este del país ha sido evacuada como consecuencia de un ataque con armas biológicas lanzadas por un enemigo no especificado. Los supervivientes, aunque inmunes al mal, siguen siendo altamente contagiosos, no habiendo cura para la enfermedad, motivo por el cual las autoridades, abandonando a los afectados a su suerte, dividen el país en dos partes, formando el río Mississippi la frontera natural. Cualquier intento de evadirse de la zona contaminada se castiga indefectiblemente con la muerte. Este hecho no desanima a los supervivientes, que tratan constantemente de acceder a la orilla oeste, siendo eliminados por las fuerzas armadas. Ante la total desidia de las autoridades, la zona infectada no tarda en convertirse en un territorio sin ley, en la que conviven bandas de criminales con honrados cuidadanos que, pese a las circunstancias, tratan de sobrevivir. El cabo Gary, cuya obsesión es reincorporarse a su unidad, desplazada al otro lado del río, trata en su ruta hacia el oeste de ayudar a la población civil a defenderse de los criminales y salteadores que infestan las ciudades, convencido de que el ejército acudirá en su ayuda. Finalmente, tras muchas peripecias, el protagonista logra cruzar el Mississippi, para comprobar con horror que todas las personas con las que tiene contacto mueren en cuestión de horas. Consciente de que se ha convertido en una amenaza y de que ya no puede aspirar a volver al ejército ni llevar una vida normal, Gary inicia un violento retorno a la zona contaminada, guiado únicamente por su instinto de supervivencia. Resignado a ser un proscrito repudiado por la humanidad, el protagonista va degenerando progresivamente, convirtiéndose en un saqueador y depredador nato. La escena final de la novela indica claramente que el cabo ha renunciado a todos sus principios morales, recurriendo a la caza de seres humanos y el canibalismo como principal medio de subsistencia. Debe destacarse que este último capítulo, por su carácter excesivamente gráfico, no fue admitido en su forma original por los editores, lo que obligó a Tucker a contentarse con una mera alusión a la antropofagia.[9]

 

John Christopher nos plantea una situación igualmente sombría, aunque más realista y próxima al probable comportamiento humano en La muerte de la hierba (1956), en la que seguramente es una de sus obras más sólidas. El pesimismo del autor es notorio, al cuestionar seriamente que el deseo de conservar la civilización pueda ofrecer resistencia a la reprimida pero instintiva tendencia a la violencia. Todo comienza en los arrozales de Asia, donde se detecta un virus que ataca y destruye todo tipo de vegetales, hecho que provoca grandes hambrunas y desequilibrios económicos en todo el mundo. Aunque al principio Europa ignora el problema, los gobiernos se ven pronto desbordados por la situación, al extenderse la plaga sin control alguno. En Inglaterra, las autoridades deciden aplicar la ley marcial, clausurando todas las ciudades del país. Los matrimonios Custance y Buckley, en colaboración con un armero llamado Pirrie, deciden escapar de Londres para huir hacia el norte, con el fin de refugiarse en una propiedad perteneciente a la familia de los Custance. Sigue una orgía de calamidades, violencia y saqueos, en la que los protagonistas toman una parte muy activa, desechando por el camino todas sus inhibiciones morales. Finalmente, el grupo llega a su destino, aunque con algunas bajas. La novela acaba en este punto, dejando abierto el destino de los supervivientes, y planteando el interrogante sobre la posibilidad de volver a un comportamiento civilizado después de tales episodios de barbarie y destrucción.

 

Aunque inclasificable en ninguna de las categorías de la novela catastrofista, sería inexcusable no mencionar El mundo de cristal (1966) de J. G. Ballard, sin duda la más simbólica de las novelas que tratan el tema de las plagas. La novela cuenta la historia de un médico llamado Sanders que trata de llegar a una remota localidad del Camerún para trabajar en una leprosería de un amigo. Al llegar, es testigo de un extraño fenómeno de cristalización de la fauna y flora, que se extiende de forma imparable por la selva. Pese al peligro que representan, las formas prismáticas cristalinas resultan fascinantes, al dar la impresión de que congelan simultáneamente la luz y el tiempo. Ante el avance imparable de esta plaga cristalina, que también empieza a observarse en otras partes del mundo, Sanders trata de salvar a sus amigos, que adoptan una extraña postura de indolencia, llegando incluso a sacrificarse voluntariamente. Lentamente, el protagonista cree vislumbrar un misticismo oculto en el apocalíptico fenómeno, que interpreta como un tipo de liberación. En lugar de rebelarse contra el infortunio, Sanders asimila la derrota y se deja cautivar por la enigmática manifestación, corriendo ciegamente a su encuentro.    

 

Dejando por un momento de lado las creaciones elaboradas, y como representante ilustrativo de la novela catastrofista insulsa y carente de contenido, planteada exclusivamente como entretenimiento, puede citarse Chocs en Synthèse (1958) de M. A. Rayjean, donde el genetista Maubrey, que trabaja en la creación de células sintéticas, libera accidentalmente una muestra de éstas, lo que desencadena una plaga viral que destruye todo tipo de vegetación, a la vez que produce un gas altamente explosivo. En colaboración con su asistente Formery y una bióloga canadiense llamada Whitel, los protagonistas logran sintetizar un remedio para dicha enfermedad, pero el éxito es efímero. Al ser neutralizado el virus, éste crea esporas que liberan toxinas que atacan el cerebro humano, provocando una amnesia permanente. Siguiendo los clichés del folletín clásico, la heroína cae enferma y Formery, desmoralizado, se enfrasca en una enloquecida búsqueda del remedio que pueda sanar a su amada. Finalmente, tras heroicos esfuerzos,  Formery y el profesor Maubrey descubren un nuevo y definitivo método para aniquilar tanto las células sintéticas como las toxinas, salvando a la humanidad del cataclismo. Aunque esta novela es claramente olvidable, clasificable como una de las peores creaciones de Rayjean, marca una cierta tendencia en narraciones de este tipo, donde un pequeño grupo de científicos se considera señalado por el destino como único posible salvador del mundo, enfrentado a alguna catástrofe ante la cual todos salvo ellos se han rendido. En tales composiciones dramáticas, nunca falta el romance entre algunos de los protagonistas, que suelen ser el desencadenante o el catalizador a partir del cual cristaliza la mágica solución al problema. El único mérito de esta novela, que legitima su inclusión en esta enumeración, es poner de manifiesto el peligro para la salud pública que supone el uso indiscriminado y no controlado de sustancias bactericidas y germicidas. Merece la pena recordar aquí que el temible agente nervioso VX®, un arma química sumamente eficiente, tuvo su origen en las instalaciones de la British Imperial Chemical Industries durante los ensayos para la fabricación de un nuevo pesticida,[10] en los que se descubrió y aisló un componente cuya toxicidad era idónea para su aplicación bélica. Los institutos de investigación agrícola han sido a menudo una tapadera respetable utilizada por gobiernos de todo el mundo para disimular y llevar a cabo investigaciones relacionadas con armas biológicas y químicas, actividades que, presumiblemente, continúan aún hoy día, eludiendo las legislaciones internacionales con alguna cláusula relativa a esa noción tan ambigua y difusa como es la "seguridad nacional" (véase por ejemplo la monografía de Wheelis para un iluminador resumen sobre este controvertido tema).

 

En este contexto, es pertinente recuperar del olvido el curioso aunque escandalosamente pueril relato Pandemia (1962) de J. F. Bone, en la que un afamado médico y su asistente tratan desesperadamente de encontrar una vacuna para un virus pulmonar fulminante llamada enfermedad de Thurston, que ataca sobre todo a los niños. Es por puro azar que el médico, un tipo sumamente desordenado y fumador compulsivo para más datos, preguntándose por qué su asistente ha contraido el mal y no él, pese a su permanente contacto con los enfermos, deduce tras sesudas cavilaciones que la solución al problema está en la nicotina. Con salomónica sabiduría concluye que los afectados, notablemente los tiernos infantes, sanarán rápidamente cuando el personal sanitario les administre el preciado alcaloide. Aunque no se explicita en el relato, presumiblemente con esta brillante idea de las "cámaras de humo" la temible plaga llega a su fin y los magnates de la industria tabaquera se plantean sufragar, mediante una suscripción pública, la instalación de un flamante monumento a su ínclito benefactor, el profesor Kramer.

 

Con más criterio y seriedad, A. E. Nourse nos describe en The Coffin Cure cuán inconvenientes pueden resultar los efectos secundarios de una vacuna que se aplica precipitadamente, sin haber respetado los correspondientes protocolos para los ensayos clínicos. Ante el temor de ser adelantado por sus competidores, el doctor Coffin anuncia triunfalmente que ha desarrollado una vacuna definitiva para el resfriado común. Pese a las objeciones de sus colaboradores, a los que Coffin ningunea para acaparar toda la atención y el éxito, se firman contratos con la industria farmacéutica para sintetizar y administrar la vacuna. Pocos meses después, Coffin y todos los vacunados empiezan a notar que su sentido del olfato se ha hiperdesarrollado, lo que convierte su existencia en una tortura, al ser incapaces de soportar los intensos efluvios que emanan de sus congéneres, los objetos y los alimentos. Aterrado ante la inminente amenaza de ser linchado por los vacunados, Coffin y sus colaboradores se lanzan a una desesperada carrera para encontrar un antídoto a su invento. Tras una serie de experimentos fallidos, logran finalmente revertir el efecto de la vacuna, pero de una forma tan eficiente, que los resfriados son más virulentos y duraderos. Aunque el relato está redactado desde una perspectiva irónica, su autor, médico de profesión, denuncia discreta- pero firmemente la lamentable tendencia de comercializar fármacos que aún no han sido debidamente contrastados, con efectos posiblemente catastróficos. Este relato puede interpretarse, en cierto modo, como una premonición del escándalo que estallaría a principios de los años 1960, al descubrirse los graves e irreversibles efectos de la talidomida, empleada en sedantes y somníferos. El tema del mal uso de los fármacos es recurrente en la obra de Nourse, de la que destacamos la novela The Blade Runner (1974),[11] que trata sobre el mercado negro de medicamentos y servicios en una sociedad que deniega la asistencia sanitaria a los ciudadanos que no cumplen con determinados parámetros eugenésicos.

 

Al margen de las enfermedades que atacan al ser humano, algunos autores barajan otro tipo de agentes que, en lugar de ser directamente nocivos para nosotros, se dedican a demoler sistemáticamente nuestro mundo civilizado. Estas narraciones suelen tener un trasfondo de crítica social, aunque en ocasiones derivan en novelas de acción que diluyen el mensaje subyacente. Mencionamos en primer lugar Mutant 59: The Plastic Eaters (1973), escrita por Kit Pedler y Gerry Davis, donde un experimento para crear unas bacterias que procesen y eliminen los plásticos de los vertederos de basura se desborda, de modo que las bacterias se multiplican con velocidad pasmosa y se expanden por todas partes, devorando literalmente la civilización moderna. Aunque el libro contiene una denuncia solapada sobre los excesos de la contaminación ambiental, que es un tema que se repite en otras novelas de estos autores, la protesta pasa inadvertida ante el aluvión de desgracias y desastres que se describen. Planteada de forma similar, aunque menos efectista, es la novela de David G. Compton titulada Silent Multitude (1966), donde una expedición espacial importa accidentalmente un tipo de  bacterias con una inusitada predilección por el hormigón, que en pocos días reducen a polvo las suntuosas creaciones de la arquitectura moderna, dejando las ciudades completamente asoladas. Merece la pena observar que, desde hace algunos años, se han planteado diferentes procedimientos para emplear bacterias, no para destruir el hormigón, sino para reparar daños estructurales.

 

Entre los relatos catastrofistas singulares merece destacarse The Pollyana Enzyme de Josephine Saxton, publicado en 1980.[12] Un extraño virus que destruye toda forma de vida vegetal y animal tiene un extraño efecto sobre los seres humanos. Ante un final inminente e inevitable, en lugar de mortificarse inútilmente, la humanidad se entrega al ocio y la diversión, tratando de realizar los deseos y sueños que han reprimido en su monótona existencia. En este ambiente de concordia y fraternidad, tan sólo un reducido grupo de obstinados bioquímicos trata de encontrar un antídoto, que descubren en la sangre del único ser humano inmune a la enfermedad. Cuando la sintetización de la vacuna está casi lista, un turba de autodenominados anarquistas asaltan los laboratorios, ejecutando al sujeto experimental e incendiando las instalaciones, acabando de este modo con la esperanza de sobrevivir. Este acto de barbarie es celebrado con regocijo por todo el mundo, ya que una cura hubiese supuesto abandonar la nueva (y efímera) vía de la felicidad para volver a la sombría rutina conocida, llena de obligaciones y responsabilidades.

 

Una rara muestra de que las plagas pueden ser también de tipo psiquiátrico nos la ofrece Raccoona Sheldon en su relato La Tierra permanece, aparecido en 1977. Se trata de un texto sumamente original y novedoso en su planteamiento.[13] La historia está principalmente relatada de forma epistolar, mediante las cartas que intercambian Alan, un entomólogo que está realizando unas investigaciones biológicas en Colombia, y su esposa Anne, asimismo una científica. A través de recortes de prensa, Anne va relatando como una extraña histeria colectiva que sólo afecta a los varones se va extendiendo por diversos países, amalgamada con un grosero y violento culto denominado "Hijos de Adán", que proyecta un odio irracional hacia las mujeres, a las que se asesina con la excusa de que son el origen de los males que afligen al mundo. Preocupado por el rápido avance de esta histeria criminal, Alan vuelve a los Estados Unidos, para percatarse de que, inadvertidamente, también él ha sido contagiado por la extraña enfermedad. En un último lapso de lucidez, trata de avisar a su familia de sus intenciones homicidas. Aunque su esposa Anne logra ponerse a salvo, su hija Amie, desoyendo los consejos de su madre, vuelve a su hogar, para ser asesinada de inmediato por su padre. Anne logra ocultarse en una cabaña en los bosques de las Montañas Rocosas con la ayuda de un amigo, aunque debe abandonarla para eludir a sus perseguidores, y refugiarse en el bosque. Allí observa un día una enigmática figura que no puede ser más que un alienígena. Este hecho hace comprender de inmediato a la protagonista que la paranoia reinante no es producto de una rara enfermedad, sino un arma biológica de invasores extraterrestres, cuyo objetivo es acabar con la humanidad de un modo lento pero muy eficiente, a la vez que no se daña la ecología planetaria. Induciendo delirios homicidas en la población masculina, el exterminio de las mujeres implica la extinción de la humanidad en pocas décadas, dejando el camino libre a los usurpadores del espacio. La narración acaba con unas nota a su amigo Barney que hace suponer que Anne, desesperada al haber descubierto la verdad, decide quitarse la vida antes de ser víctima del cruel programa de saneamiento de los invasores.[14]  

 

Aunque no pertenecen realmente al género catastrofista, probablemente son mucho más conocidas tanto la novela La fiebre del heno de S. Lem como el relato El fin de la ley de D. Bilenkin, que versan asismismo sobre ciertos tipos de histeria colectiva que no tienen explicación racional ni fisiológica, aunque el objetivo de estas dos obras es significativamente distinto al de la narración de Sheldon. Mientras ésta codifica una crítica social en su historia, tanto Lem como Bilenkin nos presentan una reflexión filosófica disfrazada de relato futurista, con tintes de novela policíaca.

 

De un tipo más virulento y gráfico es la plaga extraterrestre descrita por H. Harrison en Plaga del espacio (1965), en la que una nave espacial enviada a Júpiter regresa con sus tripulantes gravemente enfermos, deformes a causa de una enfermedad muy contagiosa. El héroe de la novela, un tal Dr. Bertolli, será el encargado de formar un equipo de especialistas para atajar la epidemia, que amenaza con acabar con la humanidad. Hay que señalar que muchas de las situaciones de esta obra se repiten, aunque ejecutadas de forma más seria y convincente, en la novela La Amenaza de Andrómeda (1969), de M. Crichton. Pese a las sospechas de plagio parcial, es innegable que esta reelaboración está situada a otro nivel, tanto de meticulosidad como de credibilidad científica,  haciendo de este libro uno de los más completos y meritorios. Es además una de las pocas novelas que se centra en una descripción detallada de los esfuerzos científicos para estudiar, comprender y neutralizar una plaga. El libro está escrito parcialmente como si fuese un memorándum, preparado a partir de documentos oficiales y entrevistas con los implicados, en la que su autor sintetiza la actividad de un grupo de científicos aislados en una instalación gubernamental secreta. A raíz de un experimento militar, un satélite caído en una remota población de Arizona desata una crisis biológica que amenaza a la población de los estados limítrofes, y que requiere una inmediata intervención gubernamental. Un selecto grupo de científicos son recluidos en una base secreta de Nevada para aislar el agente y eliminarlo. A diferencia de otros autores, Crichton no dibuja a sus protagonistas como infalibles sabios que resuelven de forma prodigiosa las complicaciones que se presentan, sino que destaca los errores que en ocasiones se cometen como consecuencia de la prisa, la arrogancia o la obcecación con determinadas interpretaciones. Los protagonistas, pese a su intachable historial, se enfrentan a un fenómeno desconocido que les induce una y otra vez a equivocarse, con consecuencias casi fatales. Finalmente, y casi por puro azar, son capaces de conjurar el peligro. El texto está bien hilvanado, intercalando acertadamente información puramente técnica, diálogos entre los personajes y tediosas normativas concernientes a los protocolos oficiales. El autor describe con precisión las absurdas restricciones que impone el burocratismo, entorpeciendo constantemente el trabajo de los investigadores, al obligarles a seguir ciertos procedimientos administrativos de una nula efectividad científica. Como es habitual en este autor, y para aumentar el realismo de la narración, se incluye una gran cantidad de tablas y diagramas explicativos, códigos de ordenador y citas bibliográficas de supuestos trabajos de investigación,[15] cuya finalidad es subrayar algún aspecto de las técnicas descritas y reforzar la credibilidad y la trayectoria de los personajes.  

 

La novela de Crichton aparece en un momento en el que la opinión pública aún recuerda la fiebre de Hong Kong (1968), y que reaviva el interés en este tipo de novelas. Otras obras de ciencia ficción que se inspiran de alguna forma en estos hechos son The Last Canadian de William C. Heine (1974) y Pandemic de Geoffrey Simmons, publicada en 1980. La aparición de nuevas enfermedades en la sociedad industrializada, los avances y las  limitaciones de la medicina es también el marco que usa Norman Spinrad en Journals of the Plague Years,[16] aguda sátira en la que rinde homenaje a la obra clásica de Daniel Defoe y en la que se especula sobre los desmoralizadores efectos de una enfermedad venérea incurable que convierten un sano entretenimiento en una actividad indiscutiblemente mortal.   

 

Por su parte, Frank Herbert nos obsequia con una inquietante variante en su polémico libro La peste blanca, en la que se describe una maliciosa plaga creada expresamente en un laboratorio para llevar a cabo una venganza personal. Cuando la familia del prestigioso biólogo molecular O'Neill muere en uno de los atentados del IRA, el científico decide castigar duramente a los países que protegen y dan apoyo al grupo terrorista. Su sed de venganza se centra en Irlanda, Libia e Inglaterra, a la que considera moralmente culpable de la división y los desórdenes políticos y religiosos de Irlanda, lo que, a su juicio, proporciona un motivo y confiere legitimidad a la actividad terrorista. La plaga está concebida de forma que los portadores sean los varones, y que sólo afecte mortalmente a la población femenina. O'Neill, insatisfecho con esto, extorsiona a los gobiernos para que devuelvan a los ciudadanos de estas naciones a sus paises correspondientes, y que éstos sean aislados. Su obsesión vengativa lleva al protagonista al extremo de infiltrarse en Irlanda para sabotear cualquier trabajo que esté relacionado con la cura de la plaga. O'Neill, conscientemente, se deja llevar por un odio inusitado que anula la legitimidad de cualquiera de sus acciones. Al extender la plaga en los diversos países, condena tanto a los responsables como a los inocentes, incurriendo en un acto criminal tan grave como el de los integrantes de la banda terrorista, poniéndose exactamente a su mismo nivel de bajeza ética y moral. La misma reprobable actitud es adoptada por los gobiernos de las grandes potencias. En su habitual línea de acción, deciden que la solución más práctica para resolver el problema de la pandemia y del científico transformado en bioterrorista es bombardear indiscriminadamente los objetivos, sin tener en cuenta que con ello se destruyen y asolan asimismo naciones neutrales, que siempre pueden ser calificadas como los efectos colaterales de una diligente operación de asepsia en beneficio de la salud mundial. Las conclusiones del libro son un tanto inquietantes, dado que con el moderno arsenal científico, es concebible que un enajenado, aislado o confabulado con otros resentidos, pueda fabricar un agente biológico con efectos demoledores. En este sentido, las ideas plasmadas en la literatura de ciencia ficción han dejado de ser una quimera para sumarse a la larga lista de amenazas que perturban nuestra existencia.  

 

 

No deja de ser curioso que,  pese a la gran cantidad de variantes que maneja la ciencia ficción, la combinación de epidemias y robótica no haya sido considerada en profundidad. Con aplicaciones de la robótica a la medicina cada vez más numerosas, su aparición en las novelas suele reducirse a una mera descripción de tales aplicaciones,[17] con algunas notables excepciones como The Andromeda Evolution (2019) de Daniel Wilson, una secuela autorizada de la novela de Crichton en la que los drones tienen la misión de detectar nuevas cepas del virus y guiar a los robots teledirigidos. Por su parte, en Lock In (2014) y Head On (2018), John Scalzi utiliza los robots como una extensión natural de los humanos, parcialmente paralizados por una extraña enfermedad. A pesar de ciertas deficiencias de estilo, la más sombría de las visiones de la robótica como amenaza sanitaria la encontramos en La Plaga (2010) de Jeff Carlson, donde la nanotecnología es la protagonista de una plaga tecnológica que se produce como resultado de un fallo de seguridad en un laboratorio. Estos ejemplos, sin embargo, no explotan totalmente las posibilidades dramáticas que tiene esta combinación, en la que sería imaginable plantear una epidemia generada por nanorobots capaces de discriminar entre sus potenciales víctimas, provocando por tanto una eliminación altamente selectiva. Cabe preguntarse si una tal idea, malévola en su misma concepción, no está siendo ya objeto de estudio por parte de diversas naciones, en el marco de sus proyectos de defensa.

 

Todo ello nos lleva a reflexionar sobre la responsabilidad humana en la proliferación de nuevas y mortíferas enfermedades, y si la ciencia debe someterse a los intereses políticos y económicos o rebelarse contra una negligente alteración del orden natural, aunque ésta se propagandee como una consecuencia del progreso y un perfeccionamiento de la humanidad. Hemos dejado atrás el umbral de posibilidades y especulaciones, entrando de forma inconsciente en una época en la que tenemos los medios para aniquilarnos con efectividad y elegancia. Sin embargo, pese a la virulenta negación de los apóstoles del antropocentrismo y los filósofos de la ecología extremista, la humanidad está afortunadamente aún lejos de tener la capacidad real para infligir un daño tangible al planeta. Los registros geológicos muestran que las grandes catástrofes forman parte de la evolución planetaria, y las extinciones masivas de los períodos de transición ordovícico-silúrico o pérmico-triásico,[18] con una aniquilación de las especies superior al 85% y una devastación casi total del medio ambiente, muestran claramente que tales eventualidades no afectan seriamente al planeta como cuerpo cósmico, sino que se reduce a una periódica desparasitación de su superficie. La pretenciosa afirmación de igualar una extinción de la humanidad o de su civilización con el fin de la Tierra o, si cabe, del propio Universo, no es más que la constatación de que, como especie, aún no hemos asumido nuestra irrelevancia. Obviamente, esto no es impedimento para que tratemos de evitar desastres cuyas principales víctimas seríamos nosotros mismos. Si existe una enseñanza generalizada que puede extraerse de las obras de anticipación mencionadas, así como de muchas otras que no ha sido posible incluir, es que la más purulenta y ponzoñosa de las plagas que pueden asolar la civilización humana es una combinación de la soberbia, la ignorancia y una ineluctable necedad sometida a intereses egoístas e intrascendentes, y que las nefastas consecuencias que se derivan de una acción irreflexiva no se pueden resolver con un simbólico acto de penitencia. 

 

 

 

REFERENCIAS

 

 

ADAMS, S. H. 1911 Public health and public hysteria, J. Amer. Public Health Assoc. 1 (1911) 771-774

 

AIKEN, B. 2014  Small Doses of the Future (New York, Springer)

 

BALLARD, J. 1991 El mundo de cristal (Barcelona, Minotauro)

 

BILENKIN, D. 1997 Pustynya Zhizni (Rostov, Feniks)

 

BONE, J. F. 1962 Pandemic Analog Science Fact 68(6) 67-82

 

CARLSON, J. 2010 La plaga (Barcelona, Minotauro)

 

CRICHTON, M. 1971 La Amenaza de Andrómeda (Barcelona, Bruguera)

 

CHRISTOPHER, J. 1976 La muerte de la hierba (Madrid, Ediciones Guadarrama)

 

COMPTON, D. G. 1969 The Silent Multitude (New York, Ace Books)

 

FOSTER, W. D. 1970 A History of Medical Bacteriology and Immunology (Amsterdam, Elsevier Ltd.)

 

HARRISON, H. 1967 Plaga del espacio (Barcelona, Ed. Molino)

 

HEINE, W. C. 1974 The Last Canadian (Markham, Paperjacks)

 

HERBERT, F. 1983 La peste blanca (Madrid, Ultramar)

 

LEM, S. 1983 La fiebre del heno (Barcelona, Bruguera)

 

LONDON, J. 1976 La peste escarlata y otras narraciones (Barcelona, Producciones Editoriales)

 

MACLEOD, N. 2013 The Great Extinctions: What Causes Them and How They Shape Life (London, Natural History Museum)

 

MATHESON, R. 1960 Soy leyenda (Barcelona, Minotauro)

 

MURPHY, R. R. 2020 Robotics and pandemics in Science Fiction Sci. Robot. 5 eabb9590

 

NOURSE, A. E. 1957 The Coffin Cure, Galaxy Science Fiction 13(6), 91-104 

 

NOURSE, A. E. 1974 The Blade Runner (Philadelphia, David McKay Publ.)

 

PEDLER, K., DAVIS, G. 1973 Mutant 59: The Plastic Eaters (London, Souvenir Press Ltd)

 

RAYJEAN, M. A. 1958 Chocs en Synthèse (Paris, Fleuver Noir)

 

RIPOLL, V. M. (Ed) 1997 Historias de siglos futuros (Barcelona, Río Nuevo)

 

SAXTON, J. 1986 The Travails of Jane Saint and Other Stories (London, Gateway)

 

SCALZI, J. 2014 Lock In (New York, Tor Books)

 

SCALZI, J. 2018 Head On (New York, Tor Books)

 

SLUSSER, R., WESTFAHL, G. (Ed) 2002 No Cure for the Future: Disease and Medicine in Science Fiction and Fantasy (Westport CT, Greenwood Press)

 

SHELDON, R. 1977 The screwfly solution, Analog Science Fiction 97, 54-59

 

SIMMONS, G. 1980 Pandemic (New York, Berkley)

 

SPINRAD, N. 1995 Journals of the Plague Years (New York, Bantam Spectra)

 

STEWART, G. R. 1962 La Tierra permanece (Barcelona, Minotauro)

 

TUCKER, W. 1975 El clamor del silencio (Barcelona, Producciones Editoriales)

 

WELLS, H. G. 1973 La guerra de los mundos (Madrid, EDAF)

 

WHEELIS, M., ROSZA, L., DANSO M (Eds) 2006 Deadly Cultures. Biological Weapons Since 1945 (Cambridge, Harvard University Press)

 

WILSON, D. H. 2019 The Andromeda Evolution (London, HarperCollins)



[1] La figura del "muckraker", es decir, del reportero independiente e imparcial especialista en denunciar los abusos y los escándalos políticos y financieros con objetividad, puede considerarse actualmente como definitivamente extinta.

[2] Obsérvese que el sentido inverso obtenemos Rafael, que corresponde a uno de los arcángeles.

[3] Precedentes literarios como la novelas El último hombre de Mary Shelley (1826) o Pesten i Bergamo de Jens P. Jakobsen, pese a tratar sobre plagas globales, aún pertenecen en forma y estilo a la novela gótica. 

[4] El pesimismo de Wells está bien fundado, teniendo en cuenta los escándalos médicos descubiertos y revelados a la opinión pública durante la Guerra de los Boers (1899-1902).

[5] Es interesante el paralelismo entre la plaga de la novela y la escarlatina, cuya relación con los estreptococos fue hallada por el microbiólogo Alphonse Dochez a principios del siglo XX, y que propuso uno de los primeros tratamientos efectivos contra esta enfermedad. 

[6] Existe una versión cinematográfica de esta obra, dirigida el mismo año por Hugo Haas.

[7] Este puede considerarse el punto flaco de la novela, que desmerece un tanto la trama, en ocasiones brillante por su novedad.

[8] En ediciones posteriores, y para actualizar la novela, el protagonista pasa a ser un veterano de la guerra de Vietnam.

[9] No consta que ninguna de las ediciones del libro haya incorporado el final origianl, que únicamente ha sido publicado en forma de fanzine en 1975.

[10] Aunque la primera referencia de estos pesticidas organofosforados apareció en Inglaterra [Ghosh, R.; Newman, J. E. 1955, A new group of organophosphate pesticides, Chem. Ind., 118, 243], su fabricación a escala industrial se llevó principalmente a cabo en los EE.UU y en la Europa continental.

[11] No debe confundirse esta novela con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick, que en ediciones posteriores a 1982 lleva el mismo título.

[12] El término inglés pollyana, sinónimo de optimismo exagerado, tiene su origen en el título de la novela juvenil homónima de Eleanor H. Porter (1915). 

[13] Publicada en alguna recopilación bajo el pseudónimo de James Tiptree, Jr.

[14] La propia autora elegiría este drástico final en 1987, en un suicidio colectivo acordado con su marido.

[15] Aunque los títulos y autores de los trabajos son imaginarios, algunas de las publicaciones mencionadas existen realmente.

[16] Aparecida en una antología en 1988, publicada de forma independiente en 1995.

[17] Véanse por ejemplo las referencias de Aiken y Murphy citadas en la bibliografía.

[18] Por no citar más que las dos más importantes. Véase la monografía de MacLeod para una descripción detallada de estos fenómenos. 

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