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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Miércoles, 13 de noviembre de 2024

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Outsphere

Parte I: Edén

1

La nave surcaba el espacio envuelta en un silencio sepulcral. Flotaba tranquilamente a través de los cielos que ningún ser humano había explorado antes. Su casco, marrón metálico, estaba en perfecto estado. A cada lado estaba pintado, en grandes letras blancas, el nombre de la embarcación: el Arca...

En el interior, ninguna actividad, ninguna luz, ningún motor. Los pasillos, un conjunto de largos corredores que se parecían los unos a los otros sin ser realmente idénticos, estaban inmersos en una densa oscuridad. Conducían a la estación de navegación, a un laboratorio, a unas habitaciones, a una cafetería y a una sala de máquinas. Ningún sonido, excepto el ruido sordo y constante de una ventilación, rara evidencia de la presencia de energía a bordo.

El puesto de mando, espacioso, se encontraba también completamente desértico e inanimado. Los ordenadores estaban apagados, los asientos vacíos. Toda la superficie de una de las paredes permitía ver el exterior en tiempo real, pero un sólido portillo había sido cerrado. De tal forma que ni siquiera la luz de las lejanas estrellas podía iluminar el interior de la sala. Todo parecía muerto cuando, de repente, una luz se puso a parpadear.

Fue progresivo. Diferentes máquinas comenzaron a ronronear. Las pantallas holográficas se encendieron aquí y allá. En una de ellas, se dibujó el mapa en tres dimensiones de la nave. En la parte trasera, que formaba una gigantesca esfera que parecía estar anclada al resto del aparato, aparecieron unos puntos rojos.

 

 

2

 

El pasillo era corto, estrecho, y se acababa bruscamente en una pared plana, desnuda. El otro extremo, parecía dar al vacío, pero la oscuridad impedía evaluarlo correctamente. No obstante, como a lo largo de toda la nave, unas luces rojas instaladas al pie de las paredes permitían divisar los alrededores. A ambos lados del pasillo, había unos cilindros de metal y de vidrio incrustados en las paredes. Algunos comenzaron a vibrar y, después, a descender lentamente. Una vez colocados casi en posición horizontal, se abrieron, dejando escapar una importante cantidad de vapor de agua. En aquel mismo instante, unas potentes luces instaladas equidistantes en el techo se iluminaron.

El vapor se disipó gradualmente, dejando que el lugar retomara su precedente inmovilidad, que no duró mucho. Jake Bowman abrió los ojos, unos bonitos ojos grises y fríos en un rostro cuadrado. Tenía el pelo muy corto. Su cuerpo era musculoso, cubierto tan solo con un calzoncillo gris. Se enderezó, se sentó y, después, salió de su cápsula criogénica. Una vez de pie, necesitó un instante para recuperar el control de sus sentidos, antes de ser violentamente sacudido por una repentina migraña. No pudo reprimir un gemido.

-Nos habían dicho que el despertar sería difícil.

Bowman se giró para ver a Tanakashi Yamakama salir también de su propio ataúd metálico. También indispuesto, parecía haber encajado mejor la conmoción del despertar, a pesar de ser menos corpulento. Tranquilo en esta situación que todos habían preparado, pero que vivían por primera vez.

Sonrió a Bowman, como para ayudarlo a soportar ese dolor de cabeza que ya comenzaba a disiparse.

-¡Jamás he tenido una resaca parecida!

-Comprobemos si Suleiman se ha despertado.

Tanakashi había retomado enseguida el procedimiento, lo cual era positivo, pensaba Bowman. Él no tenía afinidad particular con el japonés, pero sabía que era de fiar, y eso era más que suficiente.

Bowman avanzó un poco y pasó delante de una cámara criogénica de la que emergía dulcemente Léo Folks. Mucho menos musculoso que sus colegas, el piloto se comportaba como de costumbre: dulce, sonriente, pero poco locuaz. Por lo que se contentó con intercambiar una mirada con su superior, concentrándose al mismo tiempo en su propio despertar.

Bowman se inclinó sobre la cuarta cápsula. Su ocupante mostraba mayores dificultades que los otros para recuperar el conocimiento, probablemente debido a su edad, la cincuentena bien marcada. El almirante Abdelrahman Suleiman era un hombre apuesto, dotado de una autoridad natural. En circunstancias normales, contaba con cierta elegancia, pero en ese instante preciso, vestido como los otros con un calzoncillo, estaba en desventaja.

-¿Almirante? ¿Está bien?

Suleiman intentó mirar a Bowman, pero sus ojos no paraban de pestañear. Necesitó un momento antes de estabilizarlos.

-Coronel... -Comenzó, dudando, como si sus recuerdos se recolocaran lentamente...- ¿Coronel Bowman?

-Sí, señor.

-¿En qué fecha estamos?

-Ni idea, señor. Me acabo de despertar.

-Ah, bueno, vayamos a comprobarlo.

Bowman se quedó sorprendido, esperando que el comandante de la nave hubiera necesitado un poco más de tiempo para recuperar la conciencia. Pero el hombre era resistente.

Bowman le ayudó a levantarse, mientras que Folks hacía lo mismo con el último viajero, Iván Igovitch, quien sonrió al ver al almirante.

-Contento de volver a verle, almirante.

-Coronel Igovitch.

Tras saludar a su segundo de a bordo, Suleiman hizo balance, mirando a sus cuatro colegas.

-Bueno, parece que estamos al completo.

Tanakashi tecleó unos botones situados en una de las paredes y apareció un pequeño ordenador que se deslizó hacia él. Escribiendo rápidamente sobre el teclado, inspeccionó la pantalla.

-Por lo que se ve, todo ha salido como estaba previsto, señor. Llegada a destino en cuarenta y ocho horas...

El almirante asumió la información y, después, se dirigió hacia el fondo del pasillo seguido de sus hombres.

El pasillo daba, efectivamente, al vacío, en cierto modo. Permitía acceder a una pasarela de varias decenas de metros de alto. Delante de ellos, a los lados, por todas partes, había cápsulas criogénicas cerradas. Decenas, centenas, miles de ellas daban directamente a diferentes pasarelas, a diferentes pisos, desde donde partían hacia múltiples galerías como esa en la que se habían despertado los cinco militares.

Suleiman se perdió un instante en la contemplación de esta maravilla creada por el hombre, y reanudó el curso del procedimiento que había aprendido de memoria.

-Despierten al equipo científico.

Después, volviéndose hacia sus segundos de a bordo.

-Coronel Igovitch, coronel Bowman, despierten a sus respectivos equipos.

 

 

3

 

El puesto de mando había reanudado una actividad que no conocía desde hacía mucho tiempo. El almirante, ya en uniforme como sus compañeros, estaba de pie observando a Léo Folks instalarse en uno de los asientos. Tanakashi, ligeramente apartado, esperaba las siguientes órdenes.

Folks se quedó un momento para comprobar una serie de informaciones, antes de instalarse confortablemente en su asiento, satisfecho.

-El plan de vuelo ha sido respetado, señor. Sin nada que resaltar. Los escudos han sido dañados en varias ocasiones, pero el casco no ha sido tocado.

-Por favor, consulte los cálculos de la puesta en órbita.

-Bien, señor.

Suleiman se permitió, por fin, sonreír. No había podido evitar temer que cualquier acontecimiento pudiera haber desviado la nave de su trayectoria. Esto no solo habría frustrado su misión, sino que, probablemente, también habría puesto en peligro a miles de civiles que estaban bajo su protección. El almirante no era un hombre tierno. Incluso en el terreno militar, había sido habitualmente considerado como un hombre duro, poco sociable, preocupado por cumplir sus funciones, dotado de un agudo sentido del deber, pero con un carácter poco diplomático. No era el hombre más agradable con quien pasar el rato, efectivamente, pero lo que sí era cierto es que se trataba del hombre indicado para asumir semejante responsabilidad. Sin ser particularmente engreído, tenía una consciencia aguda de sus capacidades de estratega y de la importancia de su mando.

De hecho, desde que había recibido la confirmación de que el viaje había transcurrido sin problemas, estaba más sereno, pero siendo consciente de que esta tranquilidad sería de corta duración. Por el momento, estaba rodeado de militares, por lo tanto, de personas fiables, lógicas, capaces de acatar órdenes. Todo sería completamente diferente en el momento en que los civiles entraran en juego. Y para gestionar este nuevo elemento, le hacía especialmente feliz ser secundado por el diplomático Igovitch. Tenerlo a su lado para discutir con aquellas personas no era desdeñable para el almirante. Y para las acciones de terreno más militar, tenía a Jake Bowman.

 

 

4

 

La cámara criogénica se abrió, dejando asomar a un enorme hispano de rasgos angulares.

-¡Su puta madre!

Bowman sonrió, viendo toser violentamente a Francisco Baya, para quien el despertar era difícil. Era curioso ver hasta qué punto cada metabolismo reaccionaba de manera diferente al salir del sueño espacial, pero, hasta este momento, nada de lo ocurrido parecía inquietante. El despegue de la nave había sido aplazado varios meses para mejorar aún más sus famosas cápsulas, y el resultado parecía concluyente.

Baya se dio cuenta, finalmente, de la presencia del coronel, que lo miraba divertido mientras que, desde otro contenedor hipotérmico, un tercer soldado observaba la escena. Nash Olsen, un hombre guapo, de mirada particularmente viva.

-Oh coronel... -Dijo Baya-. Quiero decir... ¡Qué despertar, la ostia!

Una carcajada llenó el pasillo.

-Entonces, Baya, ¿te quejas de que tu adorado coronel venga a mimarte cuando te levantas de la cama? Piensa que ya tenemos suerte de salir vivos de estos ataúdes.

Baya y Bowman se giraron y vieron al impresionante Eddie Barnes salir de su propia cámara criogénica. Saludó a su superior, quien le devolvió el saludo. Bowman sonrió. Apreciaba verdaderamente a sus hombres, pero con quien se sentía más cercano era, probablemente, con el gigante negro. Particularmente contundente, el soldado afroamericano tenía un físico impresionante. Desde hacía tiempo, Bowman sabía que habría sido un error reducir el personaje solo a su apariencia. Barnes era, también, particularmente inteligente y, además, estaba dotado de un autocontrol a toda prueba. De hecho, en casi todos los terrenos, era el más capacitado del equipo. Pero le faltaba una cualidad esencial para evolucionar en la jerarquía: Barnes odiaba la idea de tener que asumir decisiones que implicaban a otros. Lo que le convertía en el perfecto brazo derecho. Los dos hombres habían atravesado ya numerosas misiones juntos, y si había un hombre en el cual el coronel podía confiar, era él, incluso si el alborotador Baya le seguía de cerca.

El español seguía sentado en su cápsula. Bajó la cabeza y observó su entrepierna.

-¡Mierda! ¡No solo tengo dolor de cabeza, sino que además me he meado encima!

-La lluvia cae, generalmente, sobre el que ya está mojado, amigo mío.

Zheng Tchang se estaba colocando las gafas. No era sorprendente que sus primeras palabras al despertar fueran una máxima. Era difícil conseguir otra cosa de él, solo metáforas u otras frases sibilinas. Tchang era todo menos un filósofo o un místico. Pero lo que había comenzado como un juego por su parte hacía varios años, había terminado por convertirse en su segunda naturaleza.

Bowman había reunido a su equipo: Barnes, Baya, Olsen y Tchang.

-Bien. Dense una ducha y vístanse. Después, reúnanse conmigo en la armería.

-¿Problemas a la vista? -Preguntó Barnes.

-No necesariamente. Pero cuanta más gente despertemos, más seguros tendremos que estar de que mantenemos el control.

Como para apoyar sus afirmaciones, tocó la pistola que tenía guardada en la funda que colgaba de su cinturón.

 

 

5

 

Los vestuarios eran funcionales. A un lado, las duchas; al otro, las taquillas. Laureen Kappa, una estadounidense negra, estaba terminando de vestirse. Estaba perdida en sus pensamientos, y no se había percatado de que una de las duchas estaba ocupada. No se dio cuenta hasta que el agua se detuvo y la puerta se abrió, dejando salir a una preciosa joven de rostro inexpresivo y de cabellos ondulados. La mujer, completamente desnuda, se sorprendió al ver a Kappa.

-Oh... No la había oído.

-No pasa nada -le respondió su interlocutora tendiéndole la mano, sonriente-. Laureen Kappa. Doctora en física cuántica, astronomía y geología planetaria. Usted debe de ser Vanessa Fulton, ¿cierto?

-Eh... Sí, efectivamente.

La joven no conseguía contextualizar a la bella mestiza. Además, pudorosa, no le gustaba estar desnuda delante de ella. No obstante, recuperó cierta compostura y le tendió la mano manteniendo una sonrisa un poco incómoda.

-Encantada de conocerla.

Fulton se apresuró a vestirse, para sentirse de nuevo un poco más cómoda. Haciendo como si no se hubiera dado cuenta, Kappa se apoyó en la pared y continuó.

-De hecho, nos hemos cruzado en una de las reuniones antes del despegue. ¡Usted debe de ser la que ostenta más títulos del edificio! Doctorado en etnología, biología, lingüística, medicina, y no sigo... ¡Impresionante!

Fulton sonrió, avergonzada, pero no por los mismos motivos.

-Ehhh... Gracias... Sin embargo, creo que, en principio, sus competencias serán más útiles que las mías.

-Hasta que aterricemos. Pero luego...

Las dos mujeres salieron. Fulton estaba contenta de haberse cruzado con la investigadora, muy agradable y sociable. Pero, en realidad, estaba impaciente por encontrarse de nuevo en el lugar tranquilizador que constituía su laboratorio. Toparse con una gran cantidad de caras nuevas era casi una aventura para ella, mucho más estresante que la odisea que todos ellos habían emprendido subiendo a bordo de la nave. El joven militar que la había despertado, apenas le había dirigido la palabra, disponiendo de muy poco tiempo. Pero ella había creído detectar una mirada halagadora por su parte cuando la había visto despertarse en su cámara criogénica, vestida solamente con un calzoncillo reglamentario y un sujetador a juego. Kappa era, de hecho, su primer verdadero contacto con la tripulación, lo que la tranquilizó un poco.

Las mujeres caminaban a paso rápido. En un cruce de pasillos, chocaron con otro científico, que apenas guardó el equilibrio. Fulton se aferró a la pared, pero Kappa cayó al suelo.

-Discúlpeme. ¿Está bien?

Fulton observó, con cierto asombro, cómo Kappa se levantaba, guardando la sonrisa. En su lugar, ella probablemente habría estallado de cólera, o tratado a su interlocutor con un silencio despectivo. Kappa, obviamente, tenía todas esas cualidades sociales que le faltaban a ella. Miró amistosamente al recién llegado, un negro alto con un ligero sobrepeso.

-Sí, sí. Estoy bien. No se preocupe.

-Voy a parecerle estúpido -continuó el zaireño-, pero tengo tendencia a perderme por los pasillos. ¿Sabe dónde está el puesto de mando?

-Nosotras nos dirigimos hacia allí, podemos ir juntos.

Los tres retomaron en seguida un paso rápido. Al mismo tiempo que avanzaba con ellas, el hombre les tendió la mano.

-Mutia Banaké. Encantado.

Finalmente llegaron a su destino. Fulton notó la presencia, lógica pero inquietante para su gusto, de unos soldados armados a la entrada de la sala.

El puesto de mando estaba ahora en pleno apogeo. Folks no se había movido de su sitio. Igovitch y Tanakashi mantenían una discreta conversación en una esquina, mientras que Suleiman, aún de pie, observaba cómo los últimos llegados se instalaban. Instintivamente, los científicos se habían reagrupado, mientras que los militares se habían esparcido por toda la sala. Entre ellos, Bowman y sus hombres, todos ellos ya vestidos y armados.

Suleiman dejó a todos tiempo para retomar sus puestos y, después, se adelantó.

-Bien, parece que estamos al completo. Señoras, señores, les presento nuestro destino... Teniente Folks...

El piloto se inclinó hacia delante y tocó su teclado. El pesado postigo que impedía la visión delante de ellos comenzó a deslizarse, dejando aparecer el espacio, así como su punto de destino. El grupo se quedó completamente en silencio, cada uno subyugado por la visión del astro que tenían frente a ellos. Un planeta verde, recubierto por una gran zona de nubes oscuras.

La mitad de la superficie estaba constituida de agua, y la otra mitad de tierra. Ambas mitades formaban un gigantesco continente que daba la vuelta entera al astro, intercalado aquí y allá por grandes mares bien perfilados.

En órbita, un satélite de un tamaño impresionante: Una luna monstruosa con un ligero tinte azulado.

Suleiman dejó transcurrir un largo rato en absoluto silencio. Por toda la sala, comenzaron a escucharse murmullos entre los científicos, lo que indicaba al almirante que podía retomar la palabra.

-Les presento nuestro nuevo planeta: Edén. Llegamos al final de nuestra misión: la primera expedición de colonización espacial fuera del sistema solar. Pensemos por un momento en nuestro planeta, al que hemos dejado atrás en una situación difícil. Numerosas esperanzas reposan sobre nosotros. No hay marcha atrás, no volveremos a ver la Tierra: nos toca a nosotros lograr adaptarnos a nuestro nuevo mundo... Hemos necesitado 80 años para llegar aquí, pero queda lo más importante por hacer. Contamos con 50.000 civiles que duermen aún en sus cámaras criogénicas. Cuando los despertemos, será para transportarlos a la superficie del planeta. De nosotros depende preparar esto de la mejor manera posible. Doctora Kappa, cuento con su equipo para analizar nuestro nuevo entorno.

Kappa formaba parte de los que no habían conseguido aún salir del estado hipnótico provocado por la visión de Edén.

-¿Doctora Kappa?

Volviendo en sí, y manteniendo la mirada fija delante de ella.

-Discúlpeme, almirante. Es solo que... ¡Este satélite es gigantesco! Yo... No entiendo cómo no lo hemos detectado desde la Tierra...

-¿Supone eso un problema?

-En principio no. Es solo... impresionante...

-Bueno, pues bien, asegúrese de que a partir de ahora contamos con todas las informaciones útiles para el desembarco. ¿Doctora Fulton?

-Sí, ¿señor?

-Comience inmediatamente a observar la superficie del planeta. Quiero saber todo sobre él. ¿Está habitado? ¿Es peligroso? Una vez tenga todas estas informaciones, usted trabajará en colaboración con el señor Banaké para proponer un lugar donde instalarnos. Señor Banaké, partiendo de los datos recopilados, determine las condiciones ideales para el desembarco de nuestros robots de colonización. ¡En marcha!

Todos se dispersaron. Bowman, rodeado de su equipo, observaba a los científicos salir unos detrás de otros. Barnes percibió su gesto preocupado.

-¿Algún problema? -le susurró.

-No confío en los civiles. Su sentido de las prioridades es, a menudo, cuestionable. Pero bueno, por el momento, nada que destacar.

 

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