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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 26 de abril de 2024

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Azul celeste

1

Hermeneus se distraía con un proceso secundario de su misión, el catálogo de sistemas estelares. Prestaba especial atención a aquellos con planetas, de los cuales podría emerger un pedazo de metal como aquel que había dado inicio a su travesía. En vez de fugaces viajeros salidos de una pequeña roca, le era común encontrar gigantes gaseosos, hechos de colores vivos y frenéticas nubes, que saturaban sus sensores como llamas bailando en una fogata. Sus cavilaciones acerca de la atmosfera y el interior de estos planetas se veían interrumpidas cuando estos colosos de gas desaparecían de su campo de visión, la despedida siempre le generaba una fugaz, pero verdadera tristeza. No importaba, se consolaba pensando que estos planetas gaseosos eran comunes a través de la galaxia, pronto los vería nuevamente.

Los planetas rocosos eran más sobrios, siempre más pequeños que los anteriores y genéricos en apariencia, rara vez se topaba con estos escurridizos granos de arena. Aun así, el encuentro con estos pequeños mundos resultaba en una actividad trepidante, sus sensores estudiaban sus superficies sin perder detalle. Inicialmente, una calurosa ansiedad se tomaba sus sistemas mientras esperaba por el procesamiento y el análisis de señales biológicas, pero cada sucesivo encuentro derribaba su esperanza. Negativo, una y otra vez, todos eran estériles.

En estos mundos abundaban las superficies rocosas y heladas, eran realmente raros los que tenían lagos u océanos. De vuelta en Skotos, algunos teorizaban que la existencia de cualquier tipo de vida necesitaba agua líquida. Hermeneus deseaba frenar en seco y explorar estos mundos cargados del preciado licor, pero esa era la tarea de otros, la suya era encontrar el planeta verde, verde y azul celeste.

2

 Las largas distancias entre sistemas estelares le daban mucho tiempo para pensar, demasiado tiempo. Constantemente se preguntaba por el destino de sus progenitores, había partido hace tanto tiempo que incluso la luz tardaría años en traer noticias de su planeta. Sentía nostalgia, sus creadores pusieron todas sus esperanzas en ellos, sus hijos mecánicos. Hijos, sí, de esa manera los habían tratado tras comprender su estéril futuro.

Recordaba con claridad a estos vibrantes seres y su historia, antes del impacto, Skotos era el universo entero. Estas criaturas inteligentes recorrieron y estudiaron cada rincón de su planeta, la travesía fue plácidamente lenta, el mundo era vasto y vivo, pero a fin de cuentas finito. Cuando terminaron, sintieron que todo estaba hecho, el cosmos ya había sido descrito y su voraz curiosidad dio paso a una existencia tranquila. En esta época infantil de su desarrollo, se pasaban sus días como un engranaje más en el ciclo de Skotos, tomando solamente lo necesario para cubrir sus necesidades.

En su infinito divagar por el espacio, Hermeneus había llegado a una conclusión que pensaba acertada, el imaginativo sistema de microcosmos que sus creadores habían adaptado era producto de su incapacidad para contemplar más allá de los cielos. La cerúlea y furiosa atmósfera del antiguo Skotos abrazaba tierra y agua, norte y sur, vida y muerte; todo en una envoltura homogénea, espesa y opaca, que se aseguraba de que la única luz que llegaba a la superficie fuera aquella de la estrella madre, protegiendo una cosmogonía corta de miras. Le resultaba fascinante que una barrera de mil kilómetros de grosor fuera capaz de invisibilizar infinitos kilómetros de vacío y ocasional luz, pero tal era el caso del curioso planeta, cuyos habitantes gobernaron milenios un pequeño mundo sin haber visto jamás una estrella.

Un hecho fortuito pero inminente modificó su existencia para siempre. Cuando la bola incandescente penetró entre las nubes, abrió una breve ventana entre el antiguo, y el nuevo y verdadero universo. En la penumbra de la tarde de aquel día, algunos aseguraban haber visto puntos de luz y una diafanidad infinita más allá de la esfera celeste. Fuera cierto o no, muchos sí observaron aquella montaña de fuego y roca que atravesó el cielo desde quien sabe que misteriosas localizaciones. El daño causado por el meteorito, aunque funesto, no resulto tan significativo como el mundo que reveló, este objeto extraño había venido de más allá de las fronteras de su edén, y ellos ansiaban saber de dónde. Hermeneus ahora creía saber que el mejor regalo de la conciencia era la curiosidad, y fue precisamente esta la que incitó a sus creadores a alcanzar las estrellas.

El desarrollo tecnológico fue lento pero eficaz, tal como el viaje que ahora realizaba en nombre de esta maternal especie. La monotonía de los siglos pasados rápidamente dio paso hacia un método autorregulado y objetivo de conocer la naturaleza, ya no estaban ahí para vivir de lo necesario, un hambre insaciable llenaba sus mentes y sus manos. Eventualmente fueron capaces de salir de la poderosa atmósfera, los ánimos estaban al máximo, había más allá mucho que conocer y entender. Les tomaría años y generaciones, pero al igual que con su planeta, acabarían por catalogar la vida y la naturaleza del nuevo universo.

Se dedicaron a explorar su propio sistema estelar, pero pronto entendieron que aquellos gigantes de nubes, más grandes y violentos que su planeta natal, no podían sostener vida dentro de ellos. Luego voltearon la mirada hacia planetas más pequeños, esferas con una pequeña atmósfera y superficie sólida, semejantes, al menos someramente, a su mundo natal. Lo que vieron los primeros en llegar allí no fue un carnaval de vida, pues estos sitios eran hostiles al más duro de los seres; eran áridos o congelados, chamuscados o sumergidos en la penumbra. No era lo que esperaban, los sistemas abióticos de estos cuerpos celestes eran interesantes, pero su esencia estaba incompleta sin el complejo vaivén de la vida, entrelazando hasta el más pequeño de los procesos naturales.

Cuando los planetas vecinos se agotaron, continuaron con gran esfuerzo hacia estrellas vecinas. La tarea consumía impensables recursos y vidas, todo para encontrar una desoladora imagen de soledad: planeta tras planeta era estéril y monstruoso, cada nuevo avance agotaba materia prima y voluntad. Algunos, desesperados, miraron bastante lejos, midiendo y calculando tamaños, dándose cuenta de una terrible verdad que se hacía evidente, sus cuerpos mortales y perecederos no llegarían muy lejos en esta implacable búsqueda, asumiendo que había algo que buscar. Empezaron a rendirse.

Hermeneus no podía culparlos, su cuerpo metálico era a prueba de descomposición y su motivación no era suya para perder. Finalmente se estaba acercando a ese sistema, aquel que había llamado a la puerta de sus creadores, reavivando la ilusión arrebatada por el total vacío de su vecindario estelar.

3

El objeto que lo cambió todo apareció en los límites del sistema estelar, a una velocidad alta para su tamaño y trayectoria; no sabían por qué, pero comprendían que era indispensable interceptarlo. Avanzaba por la monotonía del espacio como solo la vida o sus artificios podrían hacerlo, esta era la señal que ansiaban desde que salieron de su planeta, y no se trataba del resultado de su pretenciosa y desordenada expansión, sino de la sencillez de un correo enviado desde lo profundo del espacio.

Voyager II, ese era el nombre de ese objeto poco simétrico, resaltaban en él una serie de protuberancias delgadas y alargadas, seguramente antenas de comunicación, las cuales doblaban en longitud al cuerpo principal, encabezado por una copa ancha de color blanco. Después de arduos análisis e incontables intentos de comunicación, se llegó a la conclusión de que no tenía conciencia, no estaba vivo, era una carcasa metálica, pero repleta de información de un mundo que sí lo estaba. Mostró lo que habían buscado por siglos y todavía más, era la historia de un mundo activo y vibrante, que se desplegaba en forma de imágenes, sonidos, sensaciones y todas las extravagancias solo atribuibles a la vida. Este nuevo aire, traído desde los confines del espacio por este caminante de estrellas, les devolvió lo que el cruel vacío les había arrebatado, debían encontrar a estos seres bípedos y extraños en donde fuera que estuvieran. Tan solo hallándolos lograrían que el nuevo y cruel universo los hiciera sentir tan acogidos como en Skotos; solo así volvería la excitación de adentrase en lo desconocido, esta vez en compañía de aquellos blandos individuos, cuya mirada no tenía nada que envidiar a la suya.

Por desgracia, el éxtasis quedó mutilado por el tesoro más valioso que traía el Voyager II. Era un mapa con la ubicación exacta de este hermano mundo paradisiaco, ahora lo único que debían hacer era ir allí, y así lo hubieran hecho, de no ser porque estaba lejos, muy lejos, tan lejos. La distancia que había recorrido el tosco transbordador era inimaginable, al igual que los pesados años que habían pasado desde que sus creadores lo enviaron. Esta caprichosa configuración de eventos les dolía en el alma, estaban seguros que ninguno de ellos llegaría a este nuevo edén, sus cuerpos no estaban hechos para este viaje, perecerían de inanición o de terror llevando una carga tan pesada como lo es la carne. Jamás verían con sus propios ojos ese majestuoso planeta con cielo y mar azul, con continentes arrugados y seres que desafiaban la imaginación, con otros como ellos. Como último regalo, sus desconocidos congéneres les habían dado la terrible solución a su problema, no eran ellos los que debían explorar el cosmos, sino unos hijos metálicos, imperecederos e incansables. Tardarían en llegar, tanto que dolía pensar en la posibilidad de que los otros ya no estuvieran allí. Ellos los habían salvado de la cruel soledad del universo con un mensaje, debían responderlo, demostrarles que no estaban solos en el cosmos, enviando a sus propios viajeros de metal.

Desarrollaron máquinas versátiles y complejas, cada una de ellas estaban conformadas por nanobots autoreplicables y con una capacidad de cómputo similar a un cerebro biológico. Los hicieron para perdurar, cualquier daño en la estructura era instantáneamente reparado, aunque la naturaleza de sus mentes sintéticas no era del todo comprendida. Se esforzaron en implantarles aquello que los había convertido en una especie exitosa, las máquinas debían ser inteligentes, tendrían que tomar decisiones cada vez más precisas, tenían que aprender. Pensaron que, con el tiempo, incluso lograrían despertar una conciencia.

Hermeneus recordaba con cariño el cuidado con el que los habían moldeado, la delicadeza de su trato era la muestra de una agridulce resolución. En los días anteriores a la partida les confiaron sus miedos y esperanzas, les dijeron que nunca los olvidaran, y que, si con el tiempo meditaban en sus motivaciones, las aceptarán como propias. Le pusieron como nombre Hermeneus, el mensajero, estaba cargado con la información de su especie, como un espejo del Voyager II. Partió junto a otros como él, enviados aleatoriamente por el universo buscando una suerte elusiva.

4

Tras largos milenios, llegaba el último suspiro de su viaje. Al pasar junto a cometas y enanos de hielo temía por lo que encontraría. Mientras observaba el planeta de los hermosos anillos soñaba con vida. Bajo la sombra del gigante de la mancha roja y sus cuatro lunas preparaba un caluroso saludo. Al llegar al planeta rojo, juraba que estaba vivo. ¿Creerían lo mismo sus padres? Jamás podría saberlo. Pero no importaba, ya podía verlo, se lo preguntaría a ellos, en ese planeta verde, verde y azul celeste.

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