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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 21 de noviembre de 2024

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NÖLT

CAPÍTULO 1

UNA MISTERIOSA TORMENTA

 

«Todos los habitantes de la Tierra hablaban la misma lengua antes de la construcción de la Torre de Babel». Esta inscrip­ción figuraba bajo una reproducción de Pieter Brueghel el Viejo, en la entrada de la casa de Carol, quien la había leído tantas veces que, ahora, con catorce años, era capaz de decirla al revés. Precisamente porque se topaba todos los días con esa frase, pensó en ella cuando buscaba un nombre para el grupo de lectura que había formado con Susana y Tony, sus dos mejores amigos; y al final resultó que a ambos les entusiasmó pertenecer a un grupo llamado «Círculo de Babel».

Se reunían cada día en el Retiro, los jardines que Felipe IV creó siglos atrás y que habían verdeado cientos de veces mientras la villa de Madrid se transformaba en la ciudad que era ahora; un paraje del pasado que se había conservado porque ya se sabe que en la vida todo fluye, todo cambia, pero siempre hay algo que permanece. Desde principios de agosto, quedaban frente al Palacio de Cristal a las cuatro de la tarde y leían en voz alta un capítulo de la obra que habían elegido entre los tres: La historia interminable; una buena manera de resistir el calor asfixiante de Madrid en los meses de verano.

Carol salía de su casa, en el paseo de las Delicias, des­pués de comer, sobre las tres y cuarto. Rodeaba la esta­ción de Atocha hasta el comienzo del paseo del Prado y ascendía por Claudio Moyano, más conocida como cuesta de Moyano por su pronunciada pendiente. Le gustaba verlas casetas de libros, aunque muchas estuvieran cerradas a esa hora. Era un lugar con mucho encanto: cuando los libre­ros abrían los puestos y exponían obras usadas en grandes mesas que ocupaban buena parte de la acera, en la calle se recreaba el ambiente de las librerías de siglos pasados. Allí podía encontrar libros de saldo maravillosos, como el de Ali­cia en el País de las Maravillas que había comprado hacía poco. Sin embargo, ese día Carol se arrepintió de no haber tomado otro trayecto; el inconveniente de pasar a esas horas en verano por la cuesta de Moyano es que apenas había alguna sombra. El calor era insoportable, y a veces las ensoñaciones, aunque nos lleven a otros mundos o a librerías del pasado, no sirven para guarecerse de la implacable realidad.

Carol tuvo que esforzarse en subir el resto de la pendiente para llegar a la puerta del Ángel Caído, por donde siempre entraba al Retiro pasando junto a la gigantesca estatua de la fuente, contorsionada y con las alas abiertas, con un gesto perpetuo de impotencia tras la expulsión del cielo.

Al adentrarse por los caminos de tierra, se sorprendió de que no hubiera nadie en el parque. El sol parecía haber espan­tado a todo el mundo, los senderos que llevaban al Palacio de Cristal estaban completamente desolados y esa tarde el reco­rrido le pareció mucho más largo que de costumbre.

Cuando llegó al cedro bajo el que se reunían, aún quedaban quince minutos para que aparecieran Susana y Tony. Carol acudía siempre antes de tiempo para tumbarse sola y refres­carse sobre la hierba, pero esa tarde, inquieta por la soledad del parque, se quedó sentada y observó lo que la rodeaba como si hubiera algo nuevo que no llegaba a percibir.

Enfrente se erguía el Palacio de Cristal, con su reflejo sobre el lago de aguas verdosas con cipreses de pantano que pare­cían flotar en la superficie, dotando al paisaje de un aspecto mágico, un tanto onírico, muy afín al mundo fantástico dellibro que estaban leyendo. Carol sacó La historia interminable de su mochila, buscó el capítulo en el que se habían quedado el día anterior, arrancó una brizna de hierba y la puso como marcapáginas.

De repente, se levantó una leve brisa, comenzó a refrescar, y, frente a la construcción acristalada, empezaron a formarse pequeños remolinos de arena; algunos restos de las pape­leras y papeles desperdigados por bancos y caminos de tierra ahora revoloteaban en el aire, y un manto de nubes grises fue cubriendo el cielo.

Carol había dejado el libro sobre el césped y las páginas entrechocaban como animalillos asustados y a punto de echar a volar. Puso una mano encima, a modo de pisapapeles, y, después de sopesar que aquello no era lo más práctico, agarró el libro contra el pecho. En tan solo unos segundos, la brisa se había convertido en vendaval y las copas de los árboles se doblaban como si fueran a partirse en dos. Era un viento demasiado frío para el bochorno de la tarde y Carol pensó que quizá el tiempo, según sus padres, cada vez más inestable, se había vuelto definitivamente loco.

Los remolinos de arena de los caminos de tierra iban acer­cándose a ella y decidió guarecerse en un diminuto pasadizo rocoso que había junto al lago. Se puso en pie, se ajustó bien la mochila a la espalda y, cubriéndose la cara con el brazo, se dirigió al refugio. «La Antártida en Madrid..., en estas fechas...», se dijo con ironía, «¡Y yo quejándome del calor en la cuesta de Moyano!».

Al llegar al pasadizo, dejó la mochila en el suelo y se apoyó en la pared, frente a una ventana horadada en la roca por la que caía una pequeña cascada artificial. Carol miró a través de la cortina de agua al camino por donde Tony y Susana tendrían que aparecer en cualquier momento. Si no encontraban otro lugar para guarecerse, también ellos se refugiarían allí.

-¡Menuda tarde se ha puesto! -oyó Carol a su espalda.

Se giró sobresaltada y vio a un hombre de poco más de sesenta años, muy alto y delgado, a pocos pasos de ella. Tenía el pelo cano y largo, atado en una coleta baja, y una densa barba le llegaba hasta el pecho. Vestía pantalón y camisa de franela ocres, y llevaba una chapela, de la misma tela, que le daba un aire de artista bohemio.

Carol lo miró con recelo. Estaba segura de no haber visto a nadie antes de entrar allí.

-Si esto sigue así -continuó el hombre colocándose la chapela mientras miraba absorto la tormenta de aire-, me temo que tendremos que pasar la tarde en esta cueva.

Carol arrugó la nariz; no le hacía ninguna gracia pasar la tarde ahí, y menos con un desconocido.

El hombre la miraba como si esperara una respuesta y Carol se fijó en que sus ojos eran de un color verde oscuro como el de las aguas del lago, y su mirada, serena y algo melancólica, finalmente la ablandó.

-Esperemos que no dure mucho -contestó ella.

-De todos modos, con tan buena compañía, no creo que le suponga ningún problema esperar en cualquier sitio... -dijo el hombre, satisfecho de continuar la conversación, mientras desviaba la mirada al libro que Carol llevaba bajo el brazo-. ¿Puedo? -preguntó alargando la mano.

-Claro -dijo ella, dándole el libro.

El hombre lo cogió con suma delicadeza, como si fuera un objeto de gran valor, observó la cubierta, lo abrió muy despacio y comenzó a hojearlo.

-Tiene mucha suerte, señorita, aún le queda bastante por leer -dijo mirando la página con la brizna de hierba-. Con esto no se aburriría si al final tuviera que pasar toda la tarde aquí.

-En realidad, no me serviría de mucho. Solo lo leo cuando quedo con mis amigos... Es una regla que tenemos -aclaró-. Es más, si no fuera por esta tormenta, ahora estaríamos leyén­dolo -añadió consultando el reloj para comprobar que no andaba equivocada-. ¡Genial! -dijo irónicamente, dando con la punta del índice pequeños golpes al cristal de la esfera. El reloj marcaba las cuatro y la aguja del segundero se movía mucho más despacio que de costumbre-. ¡Y ahora se me estropea!

-No le dé mucha importancia. Estas cosas suelen pasar -dijo el hombre esbozando una sonrisa enigmática, y Carol tuvo la impresión de que se estaba divirtiendo-. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no veía este libro... -siguió diciendo mientras lo hojeaba con veneración-. ¡Qué tiempos aquellos en los que aún se podía leer en...! -se detuvo brusca­mente, como si fuera a decir algo inconveniente. Permaneció en silencio un instante, con la mirada perdida, y después la llevó de nuevo a ella-. Pero bueno, volviendo a lo impor­tante... Cuénteme, ¿qué le parece el protagonista? -preguntó dando un giro a la conversación-. Suele caerle bien a todo el mundo, ¿no?

Carol asintió con la cabeza.

-Sí, pero a veces me pone un poco nerviosa, sobre todo cuando está indeciso -respondió con soltura, porque aquel hombre había dado con su mayor debilidad, que no era otra más que hablar de los libros que leía-; como cuando tiene que dar un nombre nuevo a la Emperatriz Infantil y no lo hace porque no quiere que lo vean. Y todo porque está gordo... Si lo aceptase, no habría ningún problema, pero lo malo es que le da vergüenza... Me hubiera encantado poder decirle que todo eso es una tontería. ¡Qué más da tener unos kilos de más o de menos! -concluyó con vehemencia agitando las manos en el aire, y se calló durante unos segundos al darse cuenta de lo mucho que se había exaltado-. Por eso me pone un poco nerviosa...

En ese momento, el viento cambió de dirección y, cuando algunas gotas de la cascada artificial llegaron hasta ellos, los dos se alejaron del ventanal manteniendo la misma distancia como si fueran autómatas de un antiguo reloj.

-Entiendo lo que dice, señorita... -comentó el hombre mientras sacaba un pañuelo del pantalón y se secaba la mejilla-, pero no es tan raro lo que le ocurre al protago­nista... En el fondo, todos tenemos nuestros fantasmas..., y muchas veces no son más que inseguridades o el miedo a que no se cumplan nuestros deseos. En el caso del chico del libro... ¿Cómo se llamaba?

-Bastian.

-Eso es... Bastian... -repitió muy despacio, como si degustara las sílabas de aquel nombre-. Pues bien, ya lo sabe, el miedo de Bastian es decepcionar a los demás por su aspecto... Ese es su fantasma, y por eso desea tener una apariencia completamente distinta... Otras veces, seguro que también lo sabe, los miedos surgen por motivos menos evidentes, pero también tienen que ver con algún tipo de deseo difícil de cumplir, o que se ha cumplido y no queremos perder -añadió con la vista fija en la pared rocosa-. Estoy seguro de que a usted también le pasa, señorita. Seguro que usted también tiene deseos y fantasmas... -concluyó clavando su mirada en ella como si intentase adivinarlos.

Carol pensó en César, su hermano mayor, que le sacaba un par de años y todo lo que hacía lo hacía bien. Cualquier cosa que ella fuera a hacer, César ya lo había hecho antes y de la mejor de las maneras posibles, de modo que era inevitable que la comparasen constantemente con él. Aunque lo adoraba y lo admiraba, era como tener una sombra pegada a la suya, que la hacía distinta, más grande y llamativa, una sombra engrosada, superlativa, que determinaba que cualquier movimiento, cual­quier acción, cualquier gesto fuesen interpretados como una 19 rareza al compararlos con los de una persona con una sombra normal. Más de una vez había pensado que, si ella hubiese sido la mayor, las cosas serían distintas, porque no deforma­ría la sombra de César, pero luego caía en la cuenta de que, tarde o temprano, César destacaría y su sombra se deformaría igualmente después, con el agravante de ser la mayor...

-Supongo que tiene razón -respondió-. Pero mis fantasmas no tienen nada que ver con los de Bastian..., quizá por eso me pone nerviosa ver cómo actúa -dijo zanjando la conversación, incómoda por tratar ese tema con un extraño.

El hombre asintió varias veces pensativo, la observó con detenimiento y, al cabo de unos segundos, se acercó al ventanal.

-Parece que hemos tenido suerte. El tiempo vuelve a mejorar -dijo él mirando al frente, y Carol vio que el cielo se estaba despejando y que el viento amainaba-. Bueno, al final no tendremos que pasar la tarde juntos... Aunque ha durado poco tiempo, ha sido un placer charlar con usted, señorita. Hacía mucho que no mantenía una conversación tan intere­sante... Si quiere, puede pensar que soy un entusiasta o un hombre solitario que se conforma con muy poco, pero me gustaría agradecerle este momento como es debido antes de marcharme -añadió tanteando un bolsillo de la camisa hasta que sacó un bolígrafo-. ¿Tiene un papel?

-No se preocupe... De verdad que no hace falta... -dijo Carol, pensado que era exagerado cualquier gesto de gratitud por un momento como aquel.

-A ver si esto sirviera. -El hombre, ignorando el comen­tario, cogió una cuartilla que el viento había arrastrado a la boca del pasadizo.

Era el cartel de un chico que había desaparecido dos días atrás, con una fotografía en blanco y negro de la cara, que ocupaba casi todo el papel y en la que destacaban una nariz respingona, unos carrillos carnosos y una mirada bonachona. Bajo la imagen, estaban el nombre y la edad, «Bruno Ayala. 14 años», y a continuación se daban indicaciones para llamar a la policía en caso de que alguien lo viera o al número de teléfono de los padres, que aparecía al final de la hoja.

-Vaya... Cuánto lamento que ocurran estas cosas... -dijo el hombre con la mirada fija en la foto.

Parecía bastante afectado por aquel suceso y Carol lo miró conmovida, pensando que las personas que no se han inmu­nizado a la miseria del mundo son las que realmente actúan para que algún día deje de existir.

-Bueno, volvamos donde lo habíamos dejado... -El hombre echó un último vistazo a la foto y miró el reverso-. Creo que esto podrá servirme...

Se apoyó en el libro de Carol y empezó a hacer trazos sobre el papel con una habilidad asombrosa, mirándola de vez en cuando para volver a centrarse en las líneas que esbozaba, ladeando el libro, ladeando la cabeza, alejando y acercando sutilmente la cuartilla hasta concluir en pocos minutos.

-Esto es suyo... -dijo devolviéndole el libro-, y esto también -añadió al darle el papel.

Carol vio que la había retratado con una precisión increíble, tanto que casi podían intuirse los colores de los trazos. Los ojos miel miraban al frente con gran curiosidad y bajo el izquierdo se veía la peca con forma de media luna de la que estaba tan orgullosa. Por debajo, la nariz chata y algo alargada, se fruncía a la altura del ceño con el gesto propio de ella cuando se opone a algo, y, sobre sus arqueadas cejas, el flequillo, algo enzarzado, enmarcaba el óvalo de la cara. Este terminaba de perfilarse con cuatro líneas desiguales a cada lado, hasta la barbilla, sugiriendo fielmente el constante alboroto de su melena castaña, que se correspondía siempre con el de su ánimo.

-Aún me queda por darle una cosa más, pero no lo tengo aquí -dijo el hombre mientras inspeccionaba las paredes del pasadizo rocoso-. Lo dejaré mañana a primera hora por esta zona... -añadió señalando una parte del ventanal que daba al lago-. No se preocupe, que lo taparé con una piedra para que nadie más lo encuentre.

-Se lo agradezco, pero no hace falta, de verdad... Con esto es mucho más que suficiente... -dijo levantando el dibujo, que ya le parecía excesivo, y pensando que era hora de ir terminando aquella conversación que se había prolongado demasiado, pues ya debían de ser más de las cuatro y cuarto.

-No le dé tanta importancia, señorita, no es más que un recuerdo de esta tarde. Y, aunque no lo crea, nuestra conversa­ción ha sido para mí mucho más importante de lo que pueda imaginar... Mañana, si quiere venir a por ello, lo tendrá donde le he dicho -respondió amablemente, dando por zanjada la discusión-. No vengo mucho por aquí, pero espero volver a verla pronto -añadió levantando la chapela a modo de despedida.

El hombre empezó a alejarse sin volver la vista atrás y Carol no dejó de mirarlo hasta que desapareció por completo. Como si acabara de despertar de un sueño, se estiró, guardó el dibujo en su pantalón, recogió la mochila del suelo y, antes de regresar al cedro, consultó el reloj. Al ver que seguía marcando las cuatro, recordó con fastidio que se había estro­peado y calculó que serían cerca de las cuatro y media. El cielo estaba ahora otra vez despejado, no quedaban vestigios de la tormenta y el sol volvía a quemar más incluso que antes. Carol buscó cobijo a la sombra del árbol mientras pensaba que, por una vez, tenía que dar la razón a sus padres: el tiempo se estaba volviendo loco.

Nada más sentarse en el césped, vio a lo lejos dos figuras que no podían ser otras más que las de Tony, alta y muy delgada, y Susana, más bajita y robusta. En cuanto la vieron, alzaron sus brazos, moviéndolos exageradamente a modo de saludo, y no dejaron de hacerlo hasta que llegaron cerca de ella, convirtiendo el saludo en broma.

-¡Vaya bochorno! -se quejó Tony, dejándose caer desfa­llecido en el césped.

-Es el tiempo que toca -dijo Carol-. Lo que no ha sido normal es la tormenta de hace un momento... Menos mal que no ha durado mucho; pero, aun así, ya se nos ha hecho tarde.

Tony y Susana se miraron extrañados.

-¿¡Qué!? -dijo ella, confundida, al ver la reacción de sus amigos.

-Oye, Carol... -empezó a decir Tony-. ¿No habrás estado demasiado tiempo al sol?

Carol hizo un gesto de no entender nada.

-Lo digo porque no sé de dónde te has sacado lo de la tormenta... -se explicó-; en todo el día no ha dejado de hacer este calor endemoniado.

-Y tampoco es tan tarde... -lo interrumpió Susana, que solía ser muy puntual y se había ofendido por la última parte del comentario-. Solo han sido cinco minutos de retraso.

-¡Cinco minutos! -replicó Carol, pensando que eran sus amigos quienes habían sufrido una fuerte insolación-. ¡Si eran cerca de las cuatro cuando me metí allí! -añadió mirando a Tony, mientras señalaba el pasadizo rocoso-. Hace media hora que empezó a levantarse un viento terrible, y yo...

-Entonces no eran cerca de las cuatro -la interrumpió Susana.

-¿Cómo?

-Que ahora son poco más de las cuatro y cinco. Así que, por lógica, lo que cuentas ha tenido que ocurrir antes.

Carol se quedó desconcertada; consultó de nuevo el reloj y su desconcierto fue aún mayor al ver que ahora funcionaba perfectamente. El segundero se movía con normalidad y las otras agujas marcaban las cuatro y siete.

Respiró profundamente y empezó a contarles lo que le había ocurrido. Cuando llegó a la parte de su encuentro con el desconocido, sacó del pantalón el cartel con la foto del chico y les enseñó el retrato que le había hecho en el reverso.

-Está claro que esto no lo has hecho tú -dijo Tony obser­vando el dibujo-. Pero lo del reloj y lo de la tormenta... No sé qué pensar, Carol. Nosotros también llevábamos un buen rato en la calle y no hemos visto ni un ápice de viento.

Carol los miró frustrada porque no tenía forma de demos­trarles nada de lo ocurrido y era absurdo intentar conven­cerlos de lo contrario sin tener alguna prueba.

Resignada, abrió el libro por donde lo habían dejado el día anterior.

-¿A quién le tocaba empezar hoy? -preguntó, dándoles a entender que no quería seguir con la conversación.

Susana levantó la mano, acomodó su libro sobre las piernas, carraspeó suavemente y comenzó a leer en voz alta. Carol miró el pasadizo rocoso, cayendo en la cuenta de que no les había contado que al día siguiente volvería por la mañana para recoger lo que aquel hombre iba a dejarle allí. Susana volvió a carraspear, esta vez para llamarle la atención. Carol, dándose por aludida, se esforzó por centrarse en el libro, sin perder la esperanza de que lo que fuera a recoger al día siguiente le ayudase a aclarar el suceso que acababa de vivir, y se entregó a la lectura, a la sombra del cedro, en la tarde de ese caluroso y tranquilo día de verano, en la que solo ella y un desconocido fueron testigos de la fuerte tormenta que se desencadenó en la zona del Palacio de Cristal.

 

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