Entre las muchas disciplinas científicas tratadas con mayor o menor rigor en la literatura de ciencia ficción, pocas pasan generalmente tan desapercibidas como la ecología. Aunque forman parte indisoluble de la trama, sea en el contexto de una expedición a un exótico planeta, o de las degradadas condiciones sociales de una civilización en declive, las condiciones medioambientales rara vez son el objeto principal en la narración, si se exceptúan aquellas obras centradas en denunciar la indiscriminada destrucción del biotopo o la creación de colonias humanas en el espacio, que requieren una severa modificación de los parámetros atmosféricos. Si bien la noción ecológica está tradicionalmente asociada a la conservación de la flora y fauna, se trata asimismo de un problema social, dado que fenómenos como la superpoblación o la llamada contaminación informativa juegan un papel relevante en el equilibrio de los grupos sociales y su relación con las demás especies.[1] En el marco de la ciencia ficción, la noción ecológica está generalmente limitada a la descripción de seres extraterrestres (usualmente de apariencia desagradable) o a un rápido inventario de las condiciones climatológicas de la región o planeta donde se desarrolla la historia, sin tener en cuenta que ambos conceptos están estrechamente relacionados.
Anticipándose en dos siglos a los pioneros del género, el tratado Cosmotheoros de Christiaan Huygens, publicado en 1698, constituye un valioso precedente de las preocupaciones ecológicas en un contexto cósmico. El autor desarrolla una interesante especulación científica sobre la hipotética estructura y comportamiento de los habitantes de otros planetas, basada en las hipótesis y descubrimientos de científicos como Descartes, Fontenelle o Kepler. Aunque la finalidad de Huygens es esencialmente filosófica, insinuando de forma sutil que la vida (inteligente) no es una prebenda exclusiva del planeta Tierra, y desmitificando de forma rigurosa el geocentrismo y antropocentrismo vigentes en su época, sus reflexiones son de una solidez científica admirable. El texto está redactado de forma precisa, puntualizando que las formas de vida pueden desarrollarse en condiciones físicas y atmosféricas muy diferentes de aquellas a las que estamos habituados, dependiendo de las diferentes propiedades orbitales y atmosféricas.[2] Cabe destacar asimismo que Huygens no comparte la opinión del utilitarismo servil de la fauna y flora, propia del modelo universal mecanicista, sino que discurre sobre su importancia y valor, admitiendo incluso la posibilidad de que formen otros tipos de sociedad. Sin embargo, dado el cerril puritanismo propio de la época, esta interesante y reveladora obra no fue debidamente valorada, por lo que su influencia debe considerarse como muy escasa.
El estudio sistemático de la interacción de los seres orgánicos con su medio ambiente,[3] que puede tomarse como una definición simplificada de la ecología, constituye una disciplina cuya autonomía es relativamente reciente, y que emerge paulatinamente a partir de la desmitificación progresiva de viejas tradiciones y creencias, así como de la lenta aceptación de las teorías evolutivas. Aunque el término moderno de ecología se debe al eminente zoólogo Ernst Haeckel en el último cuarto del siglo XIX, uno de los primeros textos enteramente consagrados al problema fue la obra ya clásica Animal Ecology del zoólogo Charles Sutherland Elton, aparecida en 1927, y donde se analizan con detalle nociones relevantes como el comportamiento animal, la cadena alimenticia, la pirámide ecológica o los parámetros medioambientales, términos que irán engrosando y consolidando la ecología como una disciplina independiente. La idea de que el propio planeta podría considerarse como un ente vivo, lejos de ser una hipótesis de tipo místico, es una conclusión científica formulada por Vladimir Vernadski, uno de los más importantes geoquímicos del siglo XX. En su libro La biósfera (1926),[4] Vernadski expone esta atrevida y controvertida idea, en la que estudia y combina los procesos geomorfológicos con los químicos y los biológicos, perfilando de este modo el concepto de la llamada ''materia viva". En este contexto, la evolución planetaria se concibe como un tipo de sistema dinámico que engloba tanto a la materia orgánica como a la inerte, en el cual la influencia mutua de las interacciones determina la evolución del sistema y sus condiciones de equilibrio. Según esta interpretación, la vida no es una mera fuerza geológica, sino el motor principal de la misma, y la geología debe analizarse desde una perspectiva global, que tenga en cuenta asimismo los mecanismos subyacentes, en lugar de fijarse exclusivamente en los fenómenos y en el registro estratigráfico. Pese al potencial contenido en las tesis de Vernadski, pasarían muchos años antes de que estas hipótesis fuesen tenidas en cuenta seriamente y asimiladas por la comunidad científica, en parte debido a la deliberada distorsión de alguno de sus postulados, que se deslegitimizan con absurdas ideas mitológicas.
Antes de la II GM es difícil encontrar referentes en la ciencia ficción que hagan alusión específica a la ecología, al menos desde una perspectiva medianamente seria.[5] Destaca en este sentido Stanley G. Weinbaum, un brillante pero efímero autor que nos ha legado algunas de las narraciones más originales de esta primera época. Sin dejarse llevar por el sensacionalismo de las insípidas aventuras espaciales, Weinbaum describe cuidadosamente y con cierta pericia biósferas extraterrestres.[6] Al margen de la ya mítica Una odisea marciana, destacan en este sentido Los lotófagos o La Luna loca, ambas aparecidas en 1935, en las que la fauna local juega un papel relevante en la trama. En el primer relato, unos exploradores encuentran en Venus una raza de plantas dotadas de inteligencia y capaces de comunicarse con los humanos, pero cuya apatía y actitud fatalista la condena a la extinción, ante la amenaza de unos depredadores locales. El autor describe la frustración de los exploradores al no ser capaces de entender y asimilar la extraña filosofía y mentalidad de los lotófagos, que pese a ser plenamente conscientes de su indefensión como especie, ni tan siquiera consideran la posibilidad de luchar para no extinguirse, negando incluso la relevancia de la vida. En el segundo relato, ambientado en el satélite joviano Io,[7] Weinbaum retrata dos razas dominantes, una formada por unos humanoides de largo cuello y corta inteligencia, y un tipo agresivo de roedores dotados de una inteligencia comparable a la humana. El protagonista, un deportista arruinado que debe buscar su sustento, debe dedicarse a la peligrosa recolección de una cierta y preciada planta local, de la cual se extraen potentes alcaloides. Estando las plantaciones en poder de los roedores, los humanoides, pese a su escaso ingenio, resultan valiosos aliados para la recolección, pese a las dificultades que supone hacerles comprender cual es la planta específica que deben recolectar. El mérito de Weinbaum reside en describir organismos cuyas reacciones o hábitos son totalmente ajenos a los conocidos, pero que actúan con coherencia y están sujetos a una cierta lógica, aunque sus motivaciones nos resulten del todo incomprensibles. La ausencia de estereotipos y de juicios de valor, a su vez, aumenta la credibilidad de tan extrañas criaturas. Puede decirse que, de no haber desaparecido prematuramente, Stanley Weinbaum se hubiese convertido en uno de los más importantes referentes occidentales del género.
La guerra de las salamandras (1936) de Karel Čapek ofrece una visión expeditiva de los problemas ecológicos, siendo éstos el telón de fondo de una denuncia política, hábilmente disimulada, pero no exenta de humor y su característica ironía. A través de un descubrimiento fortuito en el Pacífico, un capitán de navío reconoce el potencial que un cierto tipo de salamandras puede tener en el desarrollo industrial, y en poco tiempo, embaucadas por las usuales falsas promesas de la política, se convierten en un nuevo tipo de proletariado, despiadadamente explotado por los humanos. Sin embargo, las salamandras se organizan y evolucionan de clase oprimida a opresores, aprovechando su rápida expansión y su capacidad para alterar o destruir ecosistemas, técnicas mediante las cuales imponen finalmente su hegemonía. Formalmente, no se trata de una novela que trate sobre aspectos medioambientales, pero sí indica como éstos pueden convertirse en un medio de extorsión política, la aparición de absurdas ideologías y la imposición de totalitarismos. El texto no deja de ser, por otra parte, una oscura anticipación de las guerras y desórdenes sociales generados artificialmente para la explotación de los recursos naturales en beneficio de una minoría. Entre los autores posteriores a Čapek, sólo unos pocos,[8] como el conocido físico nuclear Leo Szilard, hacen uso de la parábola animal para señalar la estupidez de las élites políticas. En La voz de los delfines (1961), estos simpáticos cetáceos son los protagonistas en la lucha contra la locura de la carrera armamentística de las grandes potencias y el subsiguiente deterioro ambiental.
Hal Clement, conocido por el rigor científico de sus obras, consigue no obstante deleitarnos con sus extraños mundos en novelas tales como Misión de gravedad o El ciclo de fuego, en las que nos ofrece un pormenorizado y científicamente válido análisis de las condiciones ambientales, mayoritariamente adversas, a las que han de adaptarse los astronautas. Mientras en la primera obra se trata de un campo de gravedad inasumible por los humanos, que colaboran con una especie autóctona para llevar a cabo una misión científica, en la segunda novela nos describe un planeta sometido a violentos cambios estacionales debido a su pertenencia a un sistema doble, formado por una enana blanca y un gigante azul. Como consecuencia de la transición entre los períodos tórrido o glacial, cada 65 años se produce una extinción en masa, lo que condiciona severamente la supervivencia en el planeta. Aunque de forma inevitable las novelas contienen ciertas exageraciones y extrapolaciones científicas, que han sido posteriormente desmentidas por datos astronómicos y astrofísicos actualizados, Clement no especula sin fundamento, y los datos que aporta son consistentes con el conocimiento general que se tenía en su época de las posibles condiciones reinantes en planetas exteriores al Sistema Solar.
En el lado opuesto del espectro, Clifford D. Simak opta por una vía de misticismo ecológico, como en Ciudad (1952), en la que la armonía se restablece cuando la humanidad decide abandonar el planeta, legándolo a los perros y a los robots, que llevarán una existencia pacífica y respetuosa con todas las formas de vida. Esta variante bucólica, que conlleva implícita una condena de la tecnología y el progreso científico, se convertirá en una tendencia dominante una vez que la histeria colectiva respecto a la guerra nuclear se haya consolidado como una nueva forma de hacer política, dando lugar a una interminable saga de catástrofes naturales provocadas por la imprudencia de los científicos, la falta de escrúpulos de las grandes corporaciones o los delirios de conquista de las grandes potencias. El bucolismo de Simak motivará asimismo la sucesiva aparición de fantasías mesiánicas encuadradas en un marco planetario, tales como Forastero en tierra extraña (1962) de Robert Heinlein u Omnivore (1968) de Piers Anthony, hasta cierto punto antecedentes en el género de las paranoias místicas de Philip K. Dick.
El mayor exponente de una ecología convertida en religión es sin duda la saga de Dune (1965) de Frank Herbert, cuyo volumen inicial es posiblemente el libro del género que más detalles proporciona acerca de un ecosistema no terrestre. Las condiciones del planeta Arrakis, situado en una lejana galaxia, son ciertamente extremas y exigentes para sus colonizadores, que deben adaptarse a una rigurosa disciplina vital que deriva en un culto. La carencia de agua obliga a aprovechar cualquier posibilidad de extracción, desde el sudor corporal hasta el contenido acuoso de los cadáveres. Añadidos a la eterna sequía, el calor, el paisaje arenoso y la constante amenaza de los gusanos de arena hacen de Arrakis un planeta poco amistoso donde la ecología es la principal preocupación de sus habitantes, y en torno a la cual se desarrollarán tanto la política como la organización social. Sin embargo, pese a la multitud de ideas interesantes que se plantean, con extrapolaciones evidentes a la problemática política y cultural contemporánea, la saga termina sumergiéndose progresivamente en un plano principalmente místico, así como transformándose lamentablemente en una interminable serie cuyo objetivo es finalmente estrictamente comercial.
La novela El cerebro verde también está estrechamente relacionada con la ecología, concretamente, con la rebelión de los insectos ante el desconsiderado acoso y exterminio por parte de los humanos, aunque en este caso, la ejecución de la obra es más bien mediocre, y el argumento poco verosímil. Mucho más ambiciosa en su concepción, y también escrita de forma más rigurosa, es la novela Phase IV (1973) de Barry N. Malzberg,[9] en la cual las hormigas empiezan a evolucionar de forma inexplicable después de un extraño fenómeno cósmico, desarrollando un tipo de conciencia colectiva. En una remota localidad de Arizona, los pobladores se ven sorprendidos por la construcción de una serie de torres que exhiben una geometría perfecta. Presintiendo una amenaza, la gente huye del lugar. En una base experimental improvisada, unos científicos tratan de entender el fenómeno, que interpretan de forma opuesta, unos como una agresión, y otros como un intento de establecer comunicación. Aunque se impone la tesis de la agresión, que resulta en una serie infructuosa de ataques que las hormigas repelen con habilidad, uno de los científicos es finalmente capaz de comunicarse con las hormigas mediante mensajes cifrados, con lo que se descubre que la intención de éstas no es exterminar a la humanidad, sino adaptar la misma para crear una nueva raza. El final de la novela es incierto, y no se resuelve cuál de las dos posibilidades, la guerra total contra las hormigas o la asimilación por parte de éstas, es la más aterradora para los humanos.
Una variante contemplada por varios autores es la de la catástrofe ecológica originada por hechos inesperados derivados de algún descubrimiento o experimento científico realizado de modo imprudente. De este modo, Ward Moore nos describe en Más verde de lo que creéis (1947) cómo un nuevo fertilizante de factura casera, diseñado para multiplicar exponencialmente el rendimiento de las cosechas, termina convirtiéndose en una plaga devastadora. La variante de las gramíneas demuestra no sólo tener una capacidad de crecimiento superior a todas las expectativas, sino que resulta ser inmune a todos los herbicidas conocidos, creciendo de forma imparable e invadiendo todos los espacios. Las consecuencias son tan devastadoras que el gobierno aplica como último recurso las armas nucleares, sólo para constatar que incluso éstas son ineficientes para acabar con la plaga verde, que se extiende al mundo entero, causando la perdición de la civilización. La novela, narrada desde la perspectiva del protagonista (y causante del desastre), un vendedor a domicilio llamado Albert Weener, no está exenta de ironía, aunque contiene asimismo una seria advertencia sobre las funestas consecuencias que pueden tener los remedios comercializados como "universales".[10] Haciendo gala de su habitual causticidad, Moore pone de manifiesto su opinión sobre las soluciones políticas aportadas a los problemas artificiales que genera la sociedad industrial.
Menos fatalista que la anterior, al proponer un final hasta cierto punto abierto y esperanzador, es El día de los trífidos (1962) de John Wyndham. Una lluvia de meteoros, que posteriormente se identifica con los efectos de un experimento biológico fallido, ciega a la mayor parte de la población terrestre. Simultáneamente, las radiaciones tienen un extraño efecto en un tipo de planta modificada artificialmente, los llamados trífidos, que desarrollan una inteligencia rudimentaria e incluso la capacidad de locomoción. Los trífidos se muestran sumamente agresivos, y comienzan a matar con sus aguijones venenosos a una población desvalida por su ceguera. William Masen, recuperado de una intervención oftalmológica, hecho que le ha salvado del desastre, comienza un penoso periplo por una Inglaterra desolada por una población histérica y moribunda, así como por el pillaje y el saqueo. Su largo periplo le lleva finalmente a la isla de Wight, en la cual concibe un plan para combatir la amenaza de las plantas asesinas. Aunque para el protagonista y su amiga Josella supone la posibilidad de un nuevo comienzo, el autor no aclara si la humanidad diezmada estará en condiciones de recuperar la hegemonía perdida.
Wyndham dedica otra novela, titulada Web y publicada póstumamente, al tema de cambios ecológicos derivados de la actividad humana. Un adinerado aristócrata inglés compra una isla deshabitada del Pacífico para establecer una colonia de carácter utópico, alejada de la civilización y la tecnología. Los voluntarios reclutados para esta comunidad son ciudadanos hastiados o desilusionados con la sociedad industrial, que buscan recomenzar su vida en un ambiente natural. No obstante, los problemas no se hacen esperar, y finalmente el proyecto fracasa estrepitosamente. Aunque la isla Tanakuatua había sido elegida por estar deshabitada, se revela que la población indígena había sido evacuada forzosamente por el gobierno británico, con el fin de utilizar la región para sus ensayos nucleares. Como consecuencia de la radiación, una variedad local de arañas muta y se convierte en una peligrosa amenaza. Los incautos colonos son progresivamente eliminados por los arácnidos, siendo fútiles todos los intentos por defenderse de ellos. Finalmente, resignados, los supervivientes huyen de la isla. Esta novela, por su estructura un poco caótica y ciertas lagunas en la trama, es una de las composiciones más flojas del autor, llegando en ocasiones a la mediocridad. Debe comentarse que la publicación póstuma no se debió a que fuese el esbozo inacabado de una novela, sino al deseo del propio Wyndham, que estableció que apareciese diez años después de su deceso.
En un contexto más serio se podrían encuadrar las principales novelas catastrofistas de James Ballard, tales como El huracán cósmico (1961), El mundo sumergido (1962) o La sequía (1964), donde cambios climáticos globales que han acabado con la sociedad industrial causan profundos cambios en la psicología de los protagonistas. En estas novelas el autor no se centra propiamente en las catástrofes, cuyo origen o causa quedan generalmente explicados de forma somera, sino en la angustia de los personajes, enfrentados a cambios bruscos que no pueden asimilar debidamente, sin renunciar a todos los principios en los que han basado su existencia. El valor de estos textos reside por tanto no en la denuncia, sino en la exploración de las interacciones psicológicas y fisiológicas de los protagonistas con el medioambiente.
Las obras anteriores son una primera reacción y una consecuencia natural de los movimientos naturalistas surgidos a partir de 1960, momento en el que la sociedad empieza a indignarse ante los excesos medioambientales de algunas empresas, que contaminan indiscriminadamente ríos y mares, con severas consecuencias para la salud pública. Libros como The Population Bomb (1968) del entomólogo Paul R. Ehrlich, aunque contribuyeron de forma eficaz a concienciar a la sociedad sobre los serios problemas que provocan una superpoblación descontrolada, los desechos industriales o la contaminación de las aguas, no deja de ser un texto, hasta cierto punto, fundamentalmente alarmista. Si bien es cierto que hacia 1970 la contaminación medioambiental era considerable, debe tenerse en cuenta que esta situación se produjo no por la propia industrialización, sino por un inexistente protocolo en el tratamiento de residuos por parte de las empresas, y la desidia (generalmente comprada) de los gobiernos, más atentos a sus intereses particulares que al bienestar de la población. En este contexto, obras como ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1969) de Harry Harrison o Todos sobre Zanzíbar (1968) de John Brunner explotan de forma efectiva la temática de la superpoblación, revitalizando la filosofía catastrofista de Malthus, aunque no correspondan formalmente a novelas relativas a la ecología. Una interpretación más centrada en el medioambiente, igualmente extrema, pero quizá más profética, al menos si se compara con la situación geopolítica actual, nos la ofrecen William J. Watkins y Eugene V. Snyder en Ecodeath. Aparecida en 1972, relata un futuro no muy lejano en el que el problema de la polución se ha convertido en una industria multimillonaria, que explota una sociedad donde los niños y los ancianos se han convertido en una rareza. A la par que las plantas de tratamiento de residuos siguen contaminando un medioambiente destrozado, los especuladores amasan fortunas vendiendo mascarillas de gas, purificadores de aire y agua, así como medicamentos para combatir las enfermedades generadas por la inmundicia. La trama se mueve alrededor de dos personajes, un guerrillero urbano que trata de destruir a los industriales por venganza, aún siendo consciente de que la causa está destinada al fracaso, y un asesino profesional a sueldo de las empresas contaminantes, que actúa no por convicción, sino por un mero instinto de supervivencia. Ambos contendientes, dotados de la capacidad de trasladarse en el tiempo y el espacio, se percatan progresivamente de que su alianza puede ser clave para evitar el colapso total de la sociedad.
Kim Stanley Robinson, que ya en su trilogía sobre Marte recapacita sobre algunas de las consecuencias medioambientales que tiene una actitud política irreflexiva, nos proporciona en Nueva York 2141 (2012) una visión más radical de una sociedad enfrentada a desastres ecológicos. Pese a que la novela no está exenta de ciertos elementos propagandísticos, constituye un interesante ejemplo sobre cómo los problemas medioambientales pueden ser el caldo de cultivo para la especulación en los negocios. Como consecuencia de cambios climáticos acaecidos en el siglo XX, una parte de Manhattan está sumergida, en la que los habitantes luchan por la supervivencia ante la indiferencia de las clases pudientes, trasladadas a la parte norte de la ciudad, ajena a las inundaciones y al deterioro. No obstante, los habitantes de los barrios sumergidos comienzan a observar cómo muchos de sus edificios son saboteados, a veces con resultados catastróficos. Los protagonistas, todos ellos habitantes de uno de estos inmuebles, descubren que los sabotajes forman parte de un plan de recalificación urbana, cuya intención última es desalojar a la población de los barrios inundados pero estabilizados, para demoler las infraestructuras y construir nuevos edificios reservados para las clases de alto poder adquisitivo. Una obra estructuralmente similar es la novela Las torres del olvido (1987) de George Turner, un autor australiano no muy conocido, pero de indiscutible calidad. En un futuro lejano, las ruinas de las torres abandonadas en la periferia de lo que fue Melbourne dan testimonio del fracaso de la civilización, cuyo colapso se remonta al siglo XXI. Un equipo de historiadores y arqueólogos urbanos trata de comprender, a través de los despojos aún existentes, el ambiente de crispación social, superpoblación, desastres medioambientales y la miseria generalizada que supusieron el ocaso de la sociedad. Con carácter retrospectivo se relata como las torres objeto del estudio fueron en su día el último refugio de las clases desfavorecidas, expulsadas de la ciudad por su falta de recursos, y que, pese a la precaria existencia a la que se les obligó, no perdieron la dignidad y el instinto de supervivencia. El libro es una clara predicción del clima que se vive en los suburbios de las grandes ciudades, y la nueva forma de degradación tanto cultural como medioambiental que supone convertir las urbes en frívolos parques exclusivos para minorías adineradas.
El prototipo de texto que promulga una interesante pero algo cándida visión del eco-socialismo lo encontramos en Ecotopia (1975) de Ernest Callenbach, auténtico manual de usuario del movimiento ecologista originario de los años setenta. La novela narra las experiencias de un periodista llamado Weston enviado a Ecotopia, un pequeño territorio formado por los antiguos estados de Washington, Oregón y una parte de California, independizados de los EEUU en 1980, y cerrado al mundo exterior. La actitud inicial de Weston es francamente hostil, donde denuncia los primitivos sistemas de transporte, el colectivismo de la población de Ecotopia, la legalidad de ciertas drogas, así como su extremo liberalismo en el terreno sexual, alarmante para un defensor del marcado puritanismo anglosajón. La sociedad, de carácter matriarcal, está descentralizada y enfocada hacia la producción de energía no contaminante, con un gran respeto por el medio ambiente y la familia. A través de las descripciones del diario de Weston el lector observa cómo la actitud del periodista va cambiando, sobre todo cuando intima con una ciudadana de Ecotopia, quién le convence finalmente de la salubridad de la estructura social creada, por lo que el periodista finalmente decide no regresar y residir en Ecotopia como intérprete con el mundo exterior.
A su vez, la novela Midworld (1976), de Alan Dean Foster,[11] nos muestra un ecosistema que ha desarrollado armas propias para defenderse de invasores o visitantes no deseados. La historia comienza cuando una nave de colonos debe aterrizar por una emergencia en un planeta completamente cubierto por la selva. Aunque la mayor parte de los tripulantes perece como consecuencia del accidentado aterrizaje y las penosas condiciones a las que deben adaptarse, algunos logran sobrevivir y crear una pequeña colonia cuyos descendientes, morfológicamente distintos a los humanos, se van adaptando progresivamente a la vida salvaje, llegando a mimetizarse perfectamente con la elefantiásica selva que cubre el planeta. La selva y sus habitantes no forman solamente un sistema ecológico en perfecto equilibrio, sino que desarrollan una forma de comunicación, semejante a una conciencia planetaria que engloba a toda la fauna y flora. El protagonista de la historia, el habitante de la selva Born, en compañía de una pseudo-inteligente mascota llamada Ruumahum, se topa un día con unos expedicionarios terrestres que han redescubierto el planeta, y que pretenden explotarlo en busca de un elixir vital extraído de las plantas. Aunque Born trata de hacerles comprender que su pueblo se comunica con la flora, y que no se puede disponer libremente de los recursos de la selva sin romper un delicado equilibrio, los invasores terrestres ignoran las advertencias y prosiguen en su intento de explotación. Como castigo a su osadía, la propia selva se encarga de destruir la base terrestre y a sus habitantes, restableciendo la armonía en el planeta.
Existen múltiples analogías entre esta obra y el clásico de Murray Leinster El planeta olvidado (1954), aunque ésta está escrita en un tono menos sombrío. La sinopsis general es parecida, en la que un planeta estéril se va poblando de fauna y flora terrestre para establecer una colonia permanente. No obstante, el proyecto es abandonado y el planeta relegado al olvido, lo que permite que las especies introducidas artificialmente evolucionen sin intercesión humana y se adapten. Un día, la especie humana vuelve al planeta por una avería de su nave. Ante la imposibilidad de repararla, sus tripulantes se resignan finalmente a tratar de sobrevivir en el planeta, pero su inadaptación y falta de preparación les hace decaer lentamente en el primitivismo.
Otro interesante ejemplo de una nueva sociedad de carácter no industrial, y desarrollada en cierto equilibrio con la naturaleza lo hallamos en el primer volumen de la llamada trilogía de Arbai, titulado Hierba (1989), dónde Sheri Tepper nos describe con precisión los aspectos más relevantes de un ecosistema extraño conquistado por los humanos, y la resultante sociedad agraria que en él se instala. En un distante futuro, debido a la superpoblación y el agotamiento de los recursos naturales, la humanidad se ha expandido por el Universo, encontrando, entre otros, un paradisíaco y frondoso planeta llamado Grass, completamente cubierto de vegetación. Ante una desconocida plaga que está diezmando la totalidad de las colonias espaciales, Grass parece ser el único planeta no afectado, por lo que las autoridades envían una comisión para investigar la razón y tratar de desarrollar un remedio para la enfermedad. Los emisarios se verán no obstante contrariados por el menosprecio de una aristocracia agraria indiferente al destino de la humanidad, y cuyo único interés es dedicarse a una caricaturesca imitación de la caza del zorro, empleando para tal fin la fauna local.
Entre otros autores cuyos libros tratan de describir, de forma más o menos sistemática o precisa, la fauna y flora de los planetas donde se desarrolla la trama, pueden mencionarse Fire Time (1974) de Poul Anderson, la trilogía de Heliconia de Brian Aldiss o Los árboles integrales de Larry Niven. No obstante, el peso de la trama de estas obras no recae generalmente en las preocupaciones sobre el ecosistema y su conservación, aunque las descripciones de las condiciones medioambientales sean muy profusas y científicamente plausibles.
Frente a las moderadas o radicales protestas de los autores occidentales, los representantes del bloque socialista hacen gala, con algunas discretas excepciones, de un mutismo ejemplar, motivado fundamentalmente por la filosofía materialista. Las alusiones a ecosistemas y la interacción con los mismos están generalmente referidas a planetas lejanos, tanto en el tiempo como en el espacio. Las características medioambientales son relevantes sólo en el marco del utilitarismo de turno por parte de las expediciones, y raramente son el centro de la trama o motivo de reflexión o denuncia. Si bien es cierto que las sobradamente conocidas Solaris y Edén de Stanislaw Lem tienen como telón de fondo ecosistemas que escapan a la comprensión humana, su autor se centra principalmente en el aspecto filosófico y las tribulaciones a las que están sometidos sus personajes. A diferencia de otros autores, Lem no permite a sus personajes interactuar de forma satisfactoria con la fauna y flora de sus extraños planetas. Pese a la magnitud de los enigmas y fenómenos inexplicables con los que se enfrentan los protagonistas, éstos no son capaces de desvelar ninguno de los misterios que les rodean. Si en Solaris es una conciencia planetaria la que manipula las mentes de los cosmonautas, recreando sus miedos internos y haciéndoles caer en el delirio, en Edén, los exploradores tienen que limitarse a ser testigos de fenómenos extraños o la observación de vestigios de una cultura cuyas motivaciones, inquietudes y logros escapan del todo a su entendimiento.
Un caso curioso a la vez que complejo es La guerra con la multi-bestia (1983) del controvertido autor checo Vladimír Páral. La historia se desarrolla en Checoslovaquia, que al igual que el resto del mundo, se ve afectada por la contaminación ambiental debida a una extraña materia marrón, que posteriormente comienza a manifestarse como un ser pensante y altamente agresivo. Mientras los habitantes de ciertas poblaciones son evacuados a las montañas, en las ciudades se desarrolla una guerra sin cuartel contra el invasor. Cuando finalmente éste es derrotado, algunas personas desarrollan extrañas neoplasias que derivan en un comportamiento antisocial y violento. Pese a que resulta posible encontrar un remedio efectivo para este mal, que no es más que un efecto secundario de la contaminación generada por la mencionada materia marrón, la sociedad en conjunto muestra no haber aprendido la lección, y continúa con su irreflexiva costumbre de contaminar su entorno con residuos industriales. La novela extrapola cuestiones tratadas por el autor en sus obras de no ficción, aprovechando el marco de la ciencia ficción para criticar disimuladamente la estrecha moral y los aspectos negativos de la vida en su país.
Peter Lorenz debate en Cuarentena cósmica (1981) sobre las medidas que la humanidad adopta después de una catástrofe ecológica sin precedentes. Dos son las vías para tratar de reparar el equilibrio ecológico, destacando la llamada "ecología óptima" defendida por la bióloga marina Lif, que consiste esencialmente en eliminar las especies consideradas perniciosas, centrándose únicamente en unas pocas que son permanentemente controladas mediante computadora, tomando como modelo la estructura social.[12] Un encuentro fortuito con una inteligencia extraterrestre desestabiliza el sistema de vigilancia, lo que conlleva al colapso de los ecosistemas creados artificialmente. Lorenz emplea la trama para defender la hipótesis de una amalgama de naturaleza y tecnología, en la que ambas se complementen en lugar de eliminarse o controlarse mutuamente. En calidad de biólogo, el autor es plenamente consciente de que un control artificial de la naturaleza siempre es un experimento arriesgado, dado que el concepto de especie dañina es puramente subjetivo. El mero hecho de su existencia es testimonio de su importancia para el equilibrio ecológico, aunque éste no sea reconocido o aceptado por nosotros.
Igualmente original y transgresora es la obra de Alfred Leman, un botánico de profesión que se convertiría en uno de los autores alemanes orientales más destacados y sutiles. Muchos de sus relatos y novelas tienen como protagonistas a cosmonautas enfrentados con una flora y fauna extraterrestres que, sin ser abiertamente hostiles, resultan sumamente peligrosas, al ser de una naturaleza completamente ajena a la experiencia humana. Los exploradores que protagonizan estas narraciones, inevitablemente optimistas cosmonautas pletóricos de altruismo, son testigos impotentes de extraños y cautivadores fenómenos naturales que se alejan de cualquier patrón que les sea familiar. Tomando como ejemplo el relato La revisión (1978), el autor describe un planeta desértico en el que una expedición trata de reconstruir, a través del registro fósil, las características de un ecosistema prácticamente extinto en el cual una variedad de plantas semi-inteligentes, perfectamente adaptadas al desierto calcáreo, ha sido la especie dominante. Pese al elevado número de términos taxonómicos, químicos y biológicos que el autor emplea en sus detalladas descripciones, el discurso no pierde fluidez, y constituye un ejemplo notable de cómo datos científicos exactos y en ocasiones áridos pueden combinarse con una narración plausible e interesante.
Como nota exótica merece la pena recordar El sol azul de los Paksi (1978) de Karl-Heinz Tuschel, donde una expedición que está investigando un planeta aparentemente deshabitado se encuentra fortuitamente con una sociedad robótica plenamente desarrollada y perfectamente mimetizada con el medioambiente. La total ausencia de una tecnología avanzada, así como la incomprensible actitud de los robots, cuya estructura social está construida alrededor de mitos divinos y una organización feudal, supone un reto para los cosmonautas, que tratan desesperadamente de comprender el origen de tan insólita civilización. Finalmente se desvela parte del misterio, cuando se descubre que los creadores de la sociedad robótica formaron una expedición terrestre desaparecida hacía milenios, y que hallaron en el planeta trazas de una civilización extra-galáctica. Conscientes de la remota posibilidad de ser rescatados, estos pioneros decidieron dejar testimonio de su descubrimiento a través de los robots, con la esperanza de que, con el tiempo, llegaran a formar una sociedad independiente que retomase contacto con la humanidad.
Como se desprende de los ejemplos anteriores, la ecología aparece en la ciencia ficción en multitud de facetas, desde los panegíricos de la filosofía maltusiana y un incondicional regreso a la naturaleza hasta la creación de ecosistemas artificiales perfectamente adaptados a los intereses humanos. En la inmensa mayoría de los casos, persiste la opinión de que el ser humano es un elemento externo a la ecología, con el derecho (e incluso el deber) de modificarla a su antojo. Este hecho puede interpretarse bien como una consecuencia del desarrollo tecnológico, que aumenta la indefensión e incomprensión humanas frente a la naturaleza salvaje, o bien como la obstinada negación de que la humanidad aún no ha llegado a un estado de madurez que le haga comprender su lugar en el cosmos. Diversos autores han intentado asimismo abordar la discusión sobre la ecología y su impacto en el género desde su experiencia literaria, como Canavan y Robinson en su interesante recopilación Green Planets: Ecology and Science Fiction (2014). Sea como fuere, sigue siendo una tendencia positiva el indicar y denunciar acuciantes problemas sociales y medioambientales, que generalmente son relativizados o negados con vehemencia por las autoridades competentes, y que progresivamente nos hacen tender hacia una saturación social que sólo podrá resolverse mediante métodos expeditivos. Parafraseando a Einstein, "los problemas nunca pueden resolverse con la misma mentalidad que los ha creado." No obstante, la asimilación de esta sabiduría por parte de los gobernantes supone una dificultad mayor que la conquista de lejanas galaxias. Por el momento, sólo la clarividencia de algunos escritores de ciencia ficción nos permite especular sobre las posibilidades que se le plantearán a nuestra especie en el futuro.
REFERENCIAS
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ASIMOV, I. (Ed) 1977 Lo mejor de Stanley G. Weinbaum (Barcelona, Martínez Roca)
BALLARD, J. G. 1966 Huracán cósmico (Barcelona, Edhasa)
BALLARD, J. G. 1966 El mundo sumergido (Barcelona, Minotauro)
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[1] Véase por ejemplo el detallado estudio del sociólogo Juan Maestre Alfonso citado en la bibliografía.
[2] Algunos de estos extraños ecosistemas son incluso terrestres, como es el caso de los volcanes submarinos y las especies que viven en dichas condiciones extremas; tómese por ejemplo la familia Polychaeta polynoidae.
[3] Una cuestión similar se observa con la sistematización de los sistemas dinámicos depredador-presa formalizados matemáticamente a principios del siglo XX por Volterra y Lotka, entre otros.
[4] El término de biósfera se debe originalmente, a su vez, al geólogo vienés Eduard Suess (1831-1914).
[5] Las pueriles y mayoritariamente científicamente insostenibles descripciones de planetas exóticos típicos de la llamada opereta espacial, dominante en esta época, no son merecedoras de mención.
[6] Excepción hecha de ciertos errores de peso, tales como la suposición de que no hay rotación en Venus.
[7] Obviamente, en 1935 se ignoraba el marcado carácter volcánico de Ío, que hace imposible la existencia del tipo de flora descrito en el relato.
[8] Una excepción notable es, por supuesto, la Rebelión en la granja de George Orwell.
[9] Se trata concretamente de la versión novelada de un guion cinematográfico del mismo título.
[10] Podría mencionarse en este contexto la polémica surgida en torno al DDT, donde a día de hoy no está del todo resuelto si su retirada del mercado fue ocasionada por los potenciales riesgos ecológicos o por la ausencia de patentes, que impedían el monopolio comercial de esta sustancia por ciertas empresas químicas.
[11] Aunque conocido principalmente por la versión novelada de guiones cinematográficos, Foster es asimismo el autor original de algunas interesantes novelas y sagas de ciencia ficción.
[12] Que tales "optimizaciones" son esencialmente erróneas ha quedado sobradamente demostrado mediante los problemas y consecuencias adversas de la política del monocultivo implementada durante muchas décadas.