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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Martes, 15 de octubre de 2024

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Fase continua

I

Por un instante pudo verlo todo claramente: el mar verde e inmenso allá abajo, la sombra de los malditos retorciéndose de rabia bajo la superficie transparente, la brecha radiante y cegadora del puro sol de Cygni que refulgía en su cuerpo como un diamante, la súbita descompresión que la llenaba de burbujas y ya alejándose, el rugoso rubor de la nube que rodaba sobre el mar como una montaña inflorescente. Luego penetró en el nimbo y yació exhausta. Huía desde que los desgraciados del Ágape Furibundo habían perforado la cortina de burbujas que guardaba las fronteras del Rayo de Plata, segura de que iban a matarla. Clara pertenecía al Club del Dub, un clan que llevaba varias estaciones sembrando algas venenosas en el perímetro del fecundo valle submarino, y que hasta el momento había repelido con éxito las incursiones de los diversos grupos vecinos. Las medusas aladas formaban un pueblo numeroso y beligerante, cuyas parcialidades no dudaban en atacarse fieramente por el control de los recursos. Pero Clara estaba encinta.

Había visto la nube acercarse como cada mañana a beber el rocío que emanaba de la superficie del mar. Nunca una medusa alada había cruzado la frontera que separaba ambos mundos: uno líquido y profundo, barrido por los haces oblicuos de la estrella madre; el otro erguido y vaporoso, como un árbol de sueños que arrollaba su arrullo rumoroso tornando su tinte a la medida del día. Clara había saltado brevemente, jocunda, al refucilo diáfano de la mañana marina, y había volado sobre la espuma fluorescente de las olas en las noches estivales, pero jamás se le había ocurrido traspasarse hacia esa otra dimensión distante y desconocida. Y con todo, la gorda flor de la nube había gravitado sobre el valle submarino siguiendo el sendero del viento, y a su sombra Clara había ido perdiendo la distancia que la separaba de sus perseguidores y el resuello de hembra preñada. El salto fue fruto de la desesperación. El beso de la nube sobre el mar era fugaz, ni siquiera un contacto verdadero: la nube pasaba revolviéndose, revolcándose en el aire en su continuo desarrollo. Un instante después la nube ya había rodado hacia arriba: un instante más tarde Clara hubiera caído a plomo entre las fauces de los malditos... 

Respiró. La consistencia de la nube era esponjosa y se movía continuamente, como el agua sobre las romas piedras de un río. A su alrededor una inmensa cámara translúcida se abría como la nave de una suave catedral, poblada de corpúsculos y esporas que derivaban quedamente formando remolinos rutilantes. Con delicadeza acarició su cuerpo distendido por la menor presión dentro de la nube. Sabía que no sobreviviría al cambio de hábitat, pero sus vástagos sí. Clara descendía de un largo linaje de humanos estándar, diseñados para adaptarse a los diversos ambientes planetarios de la colonización galáctica apelando a las distintas etapas del desarrollo evolutivo, y sus retoños no tardarían en hallar la forma más adecuada para prosperar en este nuevo medio. El borbollón de la nube bajo su flanco la acunaba, mientras la luz de 16 Cygni B se enderezaba a la sazón del ascenso y parecía llenar de antiguas joyas la murmurante seo que se henchía a su alrededor. Los sonidos en su seno eran ronroneantes, reverberantes, granulosos: la epidermis camaleónica de Clara pulsaba al ritmo de su ulular, erizándose en danzantes filigranas cromáticas. De su sombrero se desprendió una capa diamantina y entonces su cuerpo comenzó a desintegrarse en miles de éfiras, que derivaron rutilando en la dorada contraluz. Luego, en un instante, extendieron sus alas y echaron a volar.

 

II

Choclo Rojo era poeta, bandolero y en ocasiones, amante. Entre los estratocúmulos que frecuentaban la garbosa costa del Rayo de Plata tenía fama de taimado y bromista, y le gustaba pensar que era su humor jovial lo que había sabido ganarle los húmedos favores de las damas de los mares. Pero la disputa con otros nimbos por la preferencia de DJ Vù, una dama del mar especialmente gorda y apetecible (sus pies en contacto con el lecho marino, bien amueblada con fumarolas negras y blancas... qué belleza, pensó Choclo Rojo) ya estaba tornando imposible su vida cotidiana. Los gozosos encuentros de jornada completa habían ido reduciéndose a efímeras mañanas conforme la llegada de los meses lluviosos reducía la disponibilidad de luz solar, y el otrora musculoso cúmulo veía adelgazar su sombra proyectada sobre las verdes aguas irisadas.

Por encima de las monedas que la luz de Cygni hacia bailar sobre el agua, divisó a un rival: un imprudente castellatus dorado, de tamaño mediano, que al parecer pretendía abrevar de DJ Vù en las narices mismas de Choclo Rojo. Hinchando los carrillos, el bandolero enfiló entre nubes de vapor rumbo al intruso, mientras el nimbo se cargaba de un fuerte campo eléctrico. Como la mayoría de los cúmulos, Choclo Rojo vivía dividido entre su naturaleza etérea de crecer hacia arriba para alimentarse de la radiación cósmica, y su apetito pedestre de sólo reposar planchado sobre la superficie de las aguas, bebiendo los ricos vapores marinos en una indolente ósmosis ininterrumpida. Ninguna de las dos alternativas era completamente posible; lo que bien merecía un poema, pensó mientras atacaba.

En la tormenta

las nubes corretean  

para atraparse.

Efectivamente, pensó, desde el punto de vista formal un haiku se divide en dos partes: una da la condición general y la ubicación del poema; la otra, relampagueante, debe contener un elemento activo. Disparó dos rayos hacia el castellatus antes de gritar:

- ¡Atrás, bellaco! Cómo te atreves a cruzar mi jardín y pisar las petunias... 

El castellatus no se amilanó. Avanzando a toda marcha descargó una andanada de rayos que chamuscaron una esquina de los jardines colgantes, sobre la parte superior del cúmulo. Pero la fuerza de Choclo Rojo era muy superior: aplanando su torreta como un yunque, soltó un rayo tan virulento que hizo retumbar todo el estuario, provocando un calambre electrostático al dorado nimbo y enviándolo a pique sobre las móviles dunas, a lamer sus heridas o ser pasto de las fieras.

- ¡Vaya mequetrefe! -resopló. A tipos como éste le faltaban muchos vientos para vencer al buen Choclo Rojo... 

Para celebrar su victoria, emitió una borrascosa miríada de relámpagos, en todas direcciones, como un árbol erizado de raíces. Algunos cúmulos cercanos saludaron la efusión con más relámpagos, llenando el cielo claro de luces zigzagueantes.

Choclo Rojo se propulsó hacia arriba en el atardecer. Había vencido una vez más, pero conforme el ciclo de las cosas, no tardaría en toparse con un nuevo advenedizo, en esta ocasión más fuerte o astuto. Era extraño que la humanidad pudiera cambiar hasta tal punto su aspecto exterior que resultara irreconocible a los terrestres, pero su naturaleza básica siguiera siendo la misma. La lucha por la supremacía, que la filosofía materialista había reconocido como dinámica fundamental de la subjetividad, continuaba ejerciendo sus efectos a través de los años-luz, aunque la forma que cobraban los actores fuese tan diferente. 

En realidad, se justificó Choclo Rojo, la defensa del territorio constituía un propósito primario de todo ser vivo, desde los primitivos artrópodos hasta los grandes mamíferos extintos de la vieja Tierra. Pero la victoria le sabía amarga. Esa manera de vivir le resultaba absurda, como si el programa de colonización galáctica hubiera exportado de la riqueza terrestre sólo los productos más rudimentarios. Aquí estamos, se dijo, matándonos a tiros por un pedazo de tierra o una bocanada de aire. ¿Y de la poesía?

Ajustando el diferencial de gases en sus estructuras internas, Choclo Rojo ascendió aun más, casi al nivel de las nubes noctilucentes. Debajo suyo transcurría la pulpa de la noche temprana, el pavimento de vida que teselaba la superficie de 16 Cygni B c y bullía, literalmente, a su alrededor. Los humanos estándar habían ocupado todo el planeta, las cuencas de roca volcánica abiertas al espacio y los laberintos subterráneos de caliza, fructificando en abigarrados bosques de pólipos y lánguidos cigarros flotantes que echaban amarras en torno a las fumarolas y los campos flegreos. Ahora se daban caza para sobrevivir, y la poesía era el único lujo que conocía su alma. Choclo Rojo miró hacia el horizonte cercano y tinto, caviloso.

Y después estaba el asunto de la medusa. A pesar de su tamaño minúsculo, Choclo Rojo había sentido la aproximación del raudo cuerpo ahusado, el atravesamiento de la membrana y la ulterior liberación de la progenie alada que recorría ya, con premura, las vastas cámaras nebulares revestidas de glóbulos de néctar. La porción superior de las nubes consistía en campos de cloroplastos fotosintéticos, cuya superficie permitía ampliar durante el día el aire caliente del océano, al expandir las cámaras internas de las enormes criaturas. Al anochecer, las nubes se libraban de los detritos de los organismos que las habitaban y ascendían a gran altura para solaz de los complacidos mares, que veían llover maná como un polvo impalpable sobre las olas oscuras. Pero el ingreso de criaturas submarinas en el cuerpo de las nubes era del todo inusual.

Tal vez, se dijo, los retoños compitieran por el alimento y le permitieran sacarse de encima la molesta plaga de salpas que había invadido sus conductos de dispersión. El éxito adaptativo que los humanos estándar habían consumado era un combate interminable, una lucha de transformación donde triunfaba el más flexible.

Abajo vio pasar una nube lechera, su oronda pella colmada de espesa jalea cloroplástica. Choclo Rojo se relamió. Custodiada por un par de oscuros cirros oblongos, era la fuente justa de compuestos que el cúmulo necesitaba para restaurar sus menguadas terrazas solares, y buscar mares más claros y menos concurridos. A la distancia los últimos rayos de sol daban al verde gel una orla de líquida luz.

Choclo Rojo hizo sonar sus relámpagos y se dejó caer sobre la nube, provocando la rápida respuesta de los cirros. Choclo Rojo disparó, pero los tipos eran rápidos y escupieron una andanada de corrientes de chorro. Choclo Rojo aplastó la cabeza para cargar un disparo de calambre, pero en un momento la enorme masa de un supercúmulo asomó por detrás de la nube lechera, dispuesta a llevarse de un sorbo la valiosa carga esmeralda. Choclo Rojo reculó un instante. El supercúmulo disparó una descarga atronadora, pero no antes que Choclo Rojo soltara a su vez las centellas que cruzaron el cielo. Anochecía. Y entonces el mundo empezó a temblar.

 

III

- ¡Bueno! -reclamó alguien a su derecha.

La racha de intensa actividad interna le estaba produciendo dolorosas punzadas a Atlas Delta III-35, que en vez de cimbrear suavemente en la muchedumbre había dado un sacudón espasmódico. Desde la explosión demográfica estimulada por el aumento del vulcanismo, la extrema superpoblación que aquejaba a los cilios celestes había conducido a una despiadada forma de despotismo social basada en la disponibilidad de espacio físico. En las barriadas populosas, los cilios se veían obligados a crecer hacia arriba como finísimas espadas tornasoladas: altas lanzas transparentes, ligeramente neblinosas, apoyadas apenas en un pie atmosférico que podía desprenderse de la superficie y dispersarlas en el espacio como pelusa de un bulano galáctico. Desde la ostraca no hemos dado un gran paso, reflexionó Delta III: la mineralización anóxica en el espacio interplanetario era una muerte civil tan segura como el exilio en las tierras baldías de la antigüedad clásica. Pero los cólicos eran insoportables. La batalla eléctrica que se libraba en su interior hacia imposible que Delta III resistiera erguido un instante más. Comenzó a retorcerse.

- ¡Tranquilo, amigo! -se alzó la voz del cilio de al lado. Otros murmullos airados comenzaron a elevarse en torno. 

- ¡Controle sus movimientos, colega! ¡Vamos a terminar todos expulsados! 

Un coro de insultos siguió a estas palabras. El espacio disponible era tan exiguo que resultar desligado, por presión colectiva, del sifón de pie a través del que respiraban los esbeltos aerostatos, era el castigo más sustantivo que podía serle deparado a alguien, y el más esperado por el resto de la población. 

-Lo siento -dijo Delta III -. Estos retortijones me están matando. 

- ¿Mala digestión, Delta? -comentó otra voz a su lado-. Deberías armonizar tu equilibrio peristáltico. 

-Lo sé, Theta. Sólo que es tan... difícil, con tanta gente alrededor, me siento... no sé, como apretado, retenido. 

- ¿A quién te refieres exactamente, compadre? -preguntó una voz más allá.

-Bueno -comenzó Delta-. No es nada personal, pero... 

- ¡Claro que es personal, camarada! -replicó otra voz a su derecha-. No estás dirigiéndote a quién sabe qué burocracia anónima. Aquí todos somos tus vecinos. 

- ¡Vamos, amigos! -se excusó Delta-. Todos sabemos a qué me refiero. Aquí no hay lugar ni para pensar. 

Un murmullo de desaprobación recorrió la multitud. Un nuevo ramalazo de dolor sacudió a Delta con un espasmo que lo obligó a torcerse hacia un costado, empujando involuntariamente a la apretada fronda de salchichas que lo circundaba. 

- ¡Por lo que más quiera, vecino, deje de sacudirse! -exclamó una voz irritada-. ¡Todos estamos haciendo un gran esfuerzo! 

16 Cygni B c era un planeta pequeño pero geológicamente activo, que iba perdiendo en el espacio su atmósfera a medida que la producía. Sirviéndose de una estructura evolutiva básica, los humanos arribados en sus velas estelares adoptaron la forma de resistentes vesículas subterráneas, que metabolizaban los gases surgidos de las profundidades en flujo incandescente. Pronto las vesículas comenzaron a brotar de entre las grietas de la roca como delgados pólipos que se proyectaban hacia el espacio, buscando aprovechar los lugares disponibles, formando elegantes columnas que se mecían débilmente, ancladas a las planicies, como campos de implorantes zepelines amarrados por el morro.

Los altos pilares bebían metano y nitrógeno a través de conductos incrustados en la roca, pero en el extremo que daba al sol no tardaron en instalarse nuevas generaciones de organismos, primero fotosintéticos, y más tarde heterótrofos complejos que conformaban dinámicos ecosistemas. A la larga la roca desnuda que formaba Cygni se vio cubierta en su totalidad por prodigiosas bolsas humanas que contenían en su interior diferentes mezclas de líquidos y gases, remedando la forma de los mares y las nubes, del suelo mismo y el espacio circundante: inmensos organismos coloniales que se alimentaban de la radiación solar y espacial, de las rocas del lecho marino y de la energía geotérmica y mareomotriz.

El movimiento que convenía al mar de espigas atmosféricas que tapizaban la superficie de Cygni era una oscilación casi imperceptible en la dirección de la rotación planetaria, una exhalación de Coriolis que imprimía al intercambio de gases entre las diferentes columnas un sentido previsible y recurrente. Las suaves ondulaciones equinocciales daban a cada uno un respiro dentro de la prieta muchedumbre, un intervalo sabático que distribuía en dosis infinitesimales un lugar vacío puramente imaginario. Pero ahora las olas del movimiento que irradiaba Delta se extendían en todas direcciones, como el retumbar del trueno que nacía en sus entrañas. La foresta entera de obeliscos se agitaba, presa de la trémula cadencia que recorría las hileras a medida que intentaban hacerse sitio en el abigarrado paisaje sublunar.

- ¡Basta, idiota, estás provocando olas! 

-Lo lamento, amigos- alcanzó a musitar Delta-. No puedo evitarlo-. Un nuevo espasmo lo sacudió, propagándose a través de las columnas como un temblor. Súbitamente, otro punto situado a cierta distancia respondió, un impulso de similar intensidad. Otro punto más allá emitió una onda; un vecino de Delta se removió, causando nuevos empujones. Alguien atinó a vociferar: 

- ¡Sáquenlo de aquí, mándenlo al espacio! -pero ya era tarde, el movimiento se difundía por toda la masa: diríase un baile, una gigante jiga que arremolinaba las delgadas torres en un arrebatador pogo universal. Un creciente coro de graves voces escaló proveniente del oriente, como un viento o las trompetas cruzando el mar; una nueva ola barrió a la multitud inmensa, agitando como hierba las densas alfombras de diáfanos humanos.

-Lo lamento, amigos- repitió Delta, pero mentía. Se sentía vivo como nunca, en ese movimiento que un instante le daba todo el espacio para respirar hondo, para abrirse al mundo, y al siguiente lo estrellaba contra las apretadas filas de sus semejantes, colmado y sudoroso. Otra ola pasó, y otra aun: la marea azulina se propagaba en torno al mundo, inundando de nuevo ritmo el cielo palpitante. La alegría que cruzaba el firmamento era palpable; era un contagio, una epidemia global de baile. Gozoso, Delta III sacudió su cintura.

 

IV

Ivi sintió un cosquilleo como el de una peregrinación de ciempiés: la sensación la sorprendió, aunque de algún modo era la conclusión lógica de todo el asunto. Ivi formaba un toroide electromagnético de un millón de kilómetros en torno a Cygni B c, constituido por partículas y plasmas cuyos procesos de conexión recordaban vagamente un computador cuántico, y a veces se sentía terriblemente sola. Con gracioso ademán soltó un puñado de salchichones al espacio: le gustaba llamarlos así, aunque no era una denominación adecuada, tanto como le divertía pensar en sí misma como Ibídam Quídam, significara eso lo que significase. Ivi se servía de los cuerpos ahusados a modo de cipselas, aguardando habitualmente a que estuvieran maduros y lanzándolos al espacio interplanetario, donde su cubierta exterior se mineralizaba para emprender el largo viaje hacia la nada. Para Ivi esta tarea era esencial: manteniendo la superficie del planeta bien cortada y libre de ronchas, esparcía al mismo tiempo sus propágulos, con la obstinada esperanza de ser madre. Por supuesto, Ivi era madre de muchas maneras. Constituía el nivel más alto de integración planetaria, rodeando el orbe como un caracol magnético, y sus órganos eran los mares, los bosques, las atmósferas que revestían la joven piel del mundo, instilándose en la corteza nutritiva, alimentándose de las mareas celestes. Todas las criaturas medraban en su seno, desde las aguerridas medusas aladas hasta los delicados cetáceos aéreos, a todos los cuidaba y protegía, pero madre, lo que se dice madre, era para Ivi más que eso. Ese desprenderse de su pelo le sabía a poco, ese contentarse con ser continente. Heredero del coloide primordial lanzado desde la Tierra, cada organismo en Cygni era la fase dispersa de un organismo de mayor nivel que constituía su fase continua, como una serie de inquietantes cajas chinas.

Aunque esto de los ciempiés era nuevo. Los salchichones nunca se habían comportado así. Para colmo algunos se negaban a partir hacia el espacio y pretendían retornar a la fuente, estirando sus delgadas trompas hacia los puntos de anclaje ya ocupados por sus congéneres, que oscilaban y flameaban exaltados. El movimiento era espástico, desordenado. Y sin embargo...

Ivi llevaba un tiempo sin cuenta en torno a Cygni, pero en su fuero interno a esa cuenta la quería regresiva. Había atisbado en el espacio varias veces y sí, ahí estaban, los destellos de otros mundos en el cosmos, navegando en la fritura radiactiva de sus canciones y cuentos. Movió los cilios primero al norte, después al sur. Su fase continua era la radiación estelar, su fase dispersa las partículas ionizadas, su membrana tan tenue como las motas de polvo. Lo vivo en Cygni era eso: aerosol en una lata. O una crisálida, se dijo, batiendo los cilios con vigor.

- ¡Soy el primer planeta que echa a andar! -exclamó, propulsándose en la noche.

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