Corría el año 2055, y el mundo ya no era lo que había sido. Las facultades, esos lugares donde antes las mentes jóvenes buscaban su futuro, se habían convertido en enormes granjas de servidores. Gigantes de metal que parecían templos vacíos dedicados a la memoria digital. Ya no había aulas, ni bibliotecas; solo pasillos fríos repletos de máquinas, conectadas en red, ocupando cada espacio donde antes hubo risas y murmullos.
La educación se había vuelto una experiencia solitaria. Los estudiantes aprendían desde casa, conectados a través de gafas de realidad virtual, o en los Work Cafés Especializados, cafés pulcros y oscuros donde podían encerrarse en cabinas aisladas. En esos lugares, entre luces azules y pantallas, los jóvenes repasaban, memorizaban... y muchas veces, también se dormían. Ya no existían compañeros de clase, ni miradas cómplices, ni el bullicio de los pasillos.
Todo era virtual. Aprender era un simple intercambio de datos, y la pasión por el conocimiento, un archivo perdido entre códigos. Los estudiantes no eran más que procesadores, mentes pro- gramadas para absorber información, sin cuestionarse, sin comprender del todo.
Así era la sociedad: desconectada y fría. Ser joven significaba estar atrapado en una soledad inmensa, rodeado de pantallas que enseñaban sin mirar, en un mundo sin contacto real.
El futuro se había vuelto oscuro, y los estudiantes, atrapados en esa red, parecían sombras perdidas, atrapados en un sistema que los controlaba.