No llegó a cundir el pánico en el puente cuando el joven alférez informó al capitán del peligro en que se encontraban. El contramaestre revisó los cálculos y le ordenó repetir sus mediciones, pues claramente su inexperiencia debía haberle llevado a cometer algún error. Pero los resultados volvieron a ser los mismos ya fuera el alférez, el capitán o el mismísimo Kepler quien realizase las comprobaciones: muy probablemente un asteroide de tipo Apolo colisionaría con su navío en cuestión de minutos. Era inconcebible que los radares no lo hubiesen detectado antes, pero allí estaba, gigantesco e innegable, dirigiéndose hacia ellos a velocidad vertiginosa.
El capitán informó a la base en Tierra de su situación y el mando confirmó que no les quedaba tiempo para cambiar de rumbo, las calibraciones orbitales aún tardarían horas. El capitán también dio la noticia a la tripulación a bordo y la relevó de sus labores para que pudiesen despedirse de sus allegados. A pesar de la conmoción inicial, la mayoría aceptaron resignados su desgraciado destino y al poco decidieron reunirse todos en la gran cofa acristalada a compartir juntos sus últimos instantes, pero en el momento del impacto, el asteroide pasó de largo.
La tripulación emitió un colectivo suspiro de alivio y, durante ese breve instante, conocieron una felicidad verdadera. Una felicidad que no duraría, porque uno a uno se fueron percatando de la siniestra implicación de su supervivencia. Al fin y al cabo, detrás de ellos solo estaba la Tierra, y sin ninguna duda era una diana mucho más grande.