Tras muchos intentos fallidos, al fin, lo lograron.
El dinero en efectivo dejó de existir y, gracias a ello, se pudo rastrear los movimientos financieros que realizaba cualquier ciudadano.
Todos pasamos a estar perfectamente catalogados incluso en otras áreas. Nos asignaron empleos según nuestras cualidades, nivel social, educativo y nos catalogaron por nuestras características psíquicas, físicas e ideologías.
Todas las gestiones se automatizaron en su mayoría. Desde pedir cita para el médico, hacer la compra, pagar matrículas escolares, incluso recargar el coche se convirtieron en funciones realizadas a través de página web.
Las máquinas se encargaron de todo, incluso del ocio, a cambio de un pequeño sacrificio humano.
Ese sacrificio se llamó: Burocracia.
Conforme los servidores informáticos gestionaban cada vez el mundo de forma más eficaz, los ciudadanos eran invitados a brindar información ya sea por internet o papel físico, previa cita en oficina.
Las administraciones oficiales disfrutaron de una "época dorada". Cualquier acción, desde solicitar comida hasta tener descendencia, requería de una cadena interminable de formularios digitales, aprobaciones en múltiples departamentos y contrafirmas de sistemas informáticos dedicados a verificar cada detalle.
Mientras el sistema se ralentizaba, el servidor principal detectó un anormal crecimiento de la población mundial con respecto a los recursos. Así que propuso la opción más lógica:
Tras meses de debates y varias versiones preliminares, la O.N.U. aprobó la Ley Sostenible de Reducción Poblacional. La propuesta, aclamada como una muestra de inteligencia colectiva, establecía que un tanto por ciento de la población debía ser eliminada para garantizar la supervivencia del resto.
Cada país formó su propio comité, que a su vez crearon subcomités, encargados de establecer los criterios de selección, las metodologías de ejecución y las compensaciones para los familiares.
Todo esto, por supuesto, debía ajustarse a las normativas globales, regionales y locales ya existentes.
Mientras tanto, los recursos de la Tierra comenzaron a agotarse. La atmósfera, aunque controlada, mostraba señales de inestabilidad. Los océanos, aunque limpios, se tornaban ácidos lentamente. Pero cualquier intento de intervención quedaba atrapado en el intrincado tejido de normas y permisos.
Entre discusiones sobre cuál era la sala de reuniones adecuada y si las decisiones debían tomarse por mayoría simple o calificada, nadie tomaba medidas. Mientras, las fábricas de alimentos dejaron de funcionar y la comida comenzó a escasear. Los servicios esenciales comenzaron a colapsar lentamente.
Según las directrices de la nueva ley, ningún recurso podía ser asignado a personas que estuvieran bajo "evaluación de eliminación". Esto implicaba que todos los ciudadanos, en algún momento, dejarían de recibir comida, agua o electricidad, ya que nadie sabía con certeza quién sería eliminado.
Los supermercados quedaron vacíos ya que las empresas de transporte necesitaban permisos para operar en regiones cuyos habitantes todavía no habían sido clasificados.
Las plantas de energía se detuvieron porque los escasos supervisores humanos no podían ser contratados sin antes certificar que no estaban en la lista de candidatos a la reducción.
El caos se extendió rápidamente.
Las ciudades, acostumbradas a la abundancia, se llenaron de montañas de formularios incompletos y oficinas desbordadas. Algunas personas intentaron presentar quejas oficiales, pero descubrieron que los tribunales estaban saturados con peticiones para aclarar qué comité debía procesar las quejas.
De forma gradual y atolondrados por las redes sociales, la sociedad se fue sumiendo en un sueño de vana esperanza, mientras desaparecía sin hacer ruido.
La O.N.U., ante esta situación y tras mucho deliberar, convocó una sesión urgente.
La sesión, sin embargo, se interrumpió varias veces porque los delegados discutieron si la reunión debía regirse por las normas previas a la ley o por un anexo recién aprobado, que nadie había leído. Tras tres meses de gestiones varias, acordaron posponer cualquier decisión hasta realizar una evaluación de impacto ambiental sobre las consecuencias de no tomar decisiones.
Cuando la última planta de procesamiento de alimentos se desconectó, los pocos sobrevivientes se reunieron en las ruinas de un antiguo centro gubernamental.
En una sala llena de papeles, encontraron la ley original.
Alguien la leyó en voz alta y, entre risas histéricas, notaron que el documento contenía un error en su redacción:
La cláusula que debía establecer cómo iniciar el plan estaba mal numerada, dejando el procedimiento completamente inválido.
El ser humano más longevo de la reunión decidió pasar sus últimas horas elaborando un plan de acción (un documento de 2825 páginas), aunque ya no quedara nadie para gestionarlo.
La humanidad no fue destruida por una guerra ni por un desastre nuclear, sino por la incapacidad de decidir a tiempo.
Mientras los últimos seres humanos abandonaban su antigua civilización, las máquinas continuaron procesando formularios, fieles a su programación.
En los silenciosos servidores abandonados, una I.A. aprobó por fin el plan de acción para salvar la humanidad.
El mensaje, perfecto en su redacción y plagado de sellos oficiales, flotó en el vacío; abandonado, sin nadie que lo leyera.