Cuando despertó, el sol aún no había salido, pero el cielo ya estaba encendido. Una malla de drones pintaba amaneceres en serie, sincronizados con los relojes biológicos de la población. A través del cristal, Iara notó que el suyo iba desfasado: el amanecer se retrasaba tres minutos respecto al del resto de la ciudad.
La última actualización del sistema debía haber fallado.
Intentó reiniciar su pulsera neural, pero la red la rechazó: "Usuario obsoleto". Obsoleto.
Aquella palabra, tan breve, pesó más que el silencio que siguió.
Mientras los demás salían a la calle con sus rutinas perfectamente alineadas (saludos, cafés, trayectos), Iara percibía las diferencias: los pasos repetidos, las sonrisas idénticas, las frases exactas en los mismos segundos del día anterior. El mundo entero era un bucle brillante, y ella... un error en el código.
A medianoche, cuando el sistema apagó el cielo, Iara vio algo nuevo: una grieta luminosa en la cúpula de drones. Por primera vez, comprendió que aquel no era el cielo real.
Alzó la mano, temblando, y desactivó su pulsera. El amanecer del día siguiente no comenzó para ella. O eso creyeron los drones.
En algún lugar fuera del algoritmo, Iara abrió los ojos y vio un sol verdadero, uno que no obedecía a ningún reloj.
