Ir al contenido

Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

Inicio | ¡Buenos días! (Presentación por Miquel Barceló) | ¿Quiénes somos? | ¿Cómo puedo participar? | Aviso legal | Revistas culturales

Ya no hay nubes

Ya no hay nubes. Si hubiese una forma de volver atrás en el tiempo y preguntarle a alguien de qué color era el cielo, podrían responderte que azul. Hoy solo es negro. Si oyes otra cosa es que mienten, al menos los que aún pueden hablar. El habla es una función de lujo.

Supón que desde lo que queda de la superficie de la Tierra pudieses mirar hacia arriba. Ahora imagina qué tipo de catástrofe ha podido causar que la Tierra ya no tenga masa suficiente como para retener atmósfera. Imagina lo motivante que resultó en su día para la floreciente carrera espacial de las colonias supervivientes el no tener un mundo al que volver.

Ya no hay fechas. Sincronizamos los relojes internos de la nave con algunas de las estaciones de misión, puntos estáticos que nunca hayan estado en una misión subluminíca. Lograr un viaje más veloz que la Luz ha demostrado ser una falacia; de quedar aún defensores del mismo, se les trata igual que a los tarados que trataban de demostrar la viabilidad de la fusión fría.

En el pasado, los años eran un compendio de estaciones. Un ciclo completo alrededor de una estrella de tipo G2. Ahora pueden pasar 200 AD (Años Standard) entre una misión y otra, y lo sé porque a veces tengo que chequear que la sincronización sea correcta. De nada sirve prever el tiempo de llegada a un punto finito del espacio. La experiencia siempre ha demostrado que no se pueden anticipar los pequeños cambios provocados por el cilindro de masa infinitesimal que atraviesa cualquier nave hasta su destino, el vacío está menos vacío de lo que uno cree cuando quiere ir lejos, y nosotros hemos aprendido esa lección de la forma dura. Y la Misión Corva, y la Misión Piciades, y la Misión Ursus.

Ya no hay gobiernos. Vivimos inmersos en una gran diáspora constante. Hay que llegar más lejos y para ello necesitamos más naves que han de ser repletas de más gente, que han de ir en busca de más materiales para llegar más lejos. Alguien debe ser quién marque las X’s que indiquen a dónde irá la próxima misión, pero, ¿a quién le importa, asumiendo que nuestra vida está limitada a 125 AD?

La demora entre una misión y la siguiente provoca que quien está detrás de todo (aunque hubiera formado un próspero gobierno o una dictadura militar) pase desapercibido desde su formación hasta su podredumbre, en un periodo de 100AD, sin que tengamos noticia de ello. Para nosotros sólo habrán pasado apenas un par de años SD fruto de la maravilla del viaje espacial.

Ya no hay individuo. La Humanidad es una quimera. Te he contado que hemos llegado a las estrellas, y quizá hasta imaginas cómo, pero no sabes el precio que hemos pagado. “Ética científica” suena al hombre del saco, o recuerda a las historias de fantasmas en pecios de naves de misiones que no han salido bien.

Nuestro conocimiento del mapa genético es absoluto, aunque no se basa en tener una larga cadena de ácidos nucléicos y poder decir “Vaya, eso es hemoglobina”. Un conocimiento absoluto va más allá, como en las modificaciones de la cadena que contiene la globulina beta para atmósferas en las que una talasemia representa una ventaja. Cambios no presentes en nuestra evolución, ADN exógeno, que dota a nuestros glóbulos rojos de la capacidad de resistir CO en altas concentraciones. ¿Y qué ocurre si te hablo de densidades mortales de metano? ¿Y si te digo que además podemos resistir mierdas tan grandes que no me creerías? Imagina ahora ese mapa genético como un gran lego en el que se sabe perfectamente dónde efectuar modificaciones para incluir órganos completos, visión en regiones del espectro más allá de la luz visible, corazas óseas o queratinosas, cuerpos dotados de una bioquímica que logre resistir temperaturas de ciento cincuenta o cuatrocientos grados Kelvin...

Somos una mano de obra versátil y muy adaptable. El milagro lo obran unos pocos cambios, escogidos con cuidado en determinados puntos de tu ADN durante el tiempo que pasas dentro un tanque hasta la llegada a tu destino.

Algunos de nosotros aún gritamos cuando nos reaniman.

Ya no hay verdad. Imagino que habrás hecho tus cálculos y te habrás dado cuenta que unos cambios tan complejos no se efectúan en los dos años aproximados que, según nos dicen, experimentamos de forma relativa en llegar a nuestro destino. Nuestra vida está medida en 125 AD y dos tercios le pertenecen a la misión. Uno no es ciudadano hasta que ha cumplido su servicio voluntario destinado a la expansión de la Humanidad. No conocemos a nuestros padres. Se nos educa para la gran carga que llevaremos en el futuro en pos de las estrellas. Tan pronto como alcanzamos la edad sexual se nos priva de la capacidad de reproducirnos, una especie de castración genética que evita efectos secundarios a nivel hormonal. El premio de entregar esos dos tercios de nuestra vida estándar a la misión consiste en eso, en volver a ser seres humanos completos. Y nada más.

Ya han transcurrido cincuenta misiones. Al menos, eso es lo que me indica el técnico de soporte cuando me reaniman. Sonríe. Cincuenta misiones. Ellos llevan la cuenta, no yo, así que le creo. Contar supone intentar recordar, y a veces los recuerdos pueden volverte loco. Es como cuando te levantas en mitad de un sueño y tratas de no acordarte de cosas, sólo que esto es completamente al revés.

Me miro las manos. ¿En qué estaba pensando? lo normal es que tenga dedos.

No hay tiempo para pensar cuando vas desplazándote de un lugar a otro del espacio. Aún así a veces, durante los descensos, te preguntas cosas. Te preguntas qué ha podido ir tan mal para que la Humanidad se lance a ciegas y con tantas ganas a la inmensidad del espacio. Te preguntas si hemos pasado a algún tipo de estado superior de la evolución o simplemente en un momento dado todo se torció tanto que ya no hubo posibilidad de volver atrás.

Dos personas vienen a ultimar los pequeños detalles pertinentes a mi correcta incorporación, les escucho hablar de mí mientras miran unos monitores pero no les entiendo. Ha sido así siempre, igual que las otras veces. Pero esta es mi última vez.

125 AD, cincuenta misiones. No es tan terrible. Los romanos te enrolaban en el ejército tan pronto podías sujetar una lanza y si salías vivo te dejaban en paz. Me duele la cabeza. Me concentro en mis manos y trato de moverlas.

-Augh –sale por mi boca mientras señalo exactamente dónde me duele.

-Lo sabemos, espera un momento– dice el técnico que tengo a mi derecha.

No me mira. Aún no puedo hablar. Es un dolor de cabeza, me ha pasado otras veces, solo quiero saber que no es nada más. Uno de los técnicos que acompañan al que me ha hablado se acerca a mí y pone sus dedos en diferentes partes de mi cuerpo. Es su trabajo, no le diré si me molesta o no. Deja a mi lado una bata para que me la ponga.

He cubierto misiones de terraformación, limpieza, recolección de recursos, mapeado de zonas y toma de muestras. A veces hemos bajado a planetas en condiciones que no creerías. He visto vergeles de hojas de colores tan ricos como las estrellas que iluminaban esos mundos. Planetas en los que la vida inteligente jamás tuvo lugar y que aún están vivos. Hemos ido clavando nuestras garras en lugares que jamás debieron conocernos. Como un depredador sin hogar buscando presa. Es nuestro mensaje para las estrellas “Estamos aquí, cuidad que no os encontremos”. Pero yo ya no bajaré más.

Me piden que me levante. No sé lo que tengo que hacer. Por primera vez tengo miedo. Me dan muchas órdenes al mismo tiempo. Que repita ruidos, prueban mis reflejos. Puedo andar. Me felicitan. Cincuenta misiones. Nunca me he preguntado si los técnicos vienen con nosotros o son propios de la estación en la que nos encontramos. ¿Estamos en una Estación? Me siento raro después de tanto tiempo. ¿Cómo has de sentirte cuando cada despertar forma parte de un puzzle dentro de tu cabeza?

Montones de pequeñas pesadillas unidas en las que el protagonista no era ni grotescamente humano, y ahora sólo quedase yo como único testigo.

He tenido garras, pinzas, extremidades atrofiadas para no sufrir ante la gravedad de algunos mundos. Algunas veces mi piel era como una cobertura ósea que limitaba mi movimiento, y he conocido disposiciones en las que mi sentido del equilibrio se manipuló para que dos extremidades más aguantasen la postura de caminar a cuatro patas. Ahora que soy humano de nuevo, desnudo mientras me acompañan por un pasillo, tengo miedo.

-Por favor, espere aquí. Volveremos en un momento. – Dice el técnico de antes. Es el único que se ha dirigido a mí desde que he salido del tanque. Los demás hablan entre ellos, no me miran, no sé lo que piensan. Sigue hablando mientras saca una hipodérmica de la bata –No le dolerá, es un momento– Pincha mi hombro mientras vacía el émbolo hasta el final –Eso debería resolver los problemas de equilibrio. Regresaremos enseguida– comenta mientras se dirige hacia la puerta.

Pienso qué haré con mi vida, ahora que me la han devuelto. No sé dónde voy a vivir. Virtualmente soy un niño con casi tres milenios de antigüedad. He pasado tanto tiempo con mi vida en raíles que no soy capaz de hacerme a la idea de qué me espera ahí afuera. Sólo sé lo esencial, quiero un sitio lejos donde poder ahogar los pocos recuerdos que me quedan en cualquier tipo de licor barato, y cuando esos recuerdos ya no estén ahí, quizá pueda fundar mi propia familia. ¿Quién sabe? es posible que hayamos avanzado tanto, que en algún lugar puedan poner mi cabeza en orden y llenármela de mentiras. Puede que todo lo que esté imaginando ahora sea inútil porque cuando salga de aquí lo eliminarán junto a lo demás. Al fin y al cabo, nunca nos han hablado con detalle de lo que ocurre después, sólo han mencionado que en algún momento se acaba.

Miro hacia la puerta, tardan demasiado y empiezo a sentirme inquieto. Puede que sea el desarraigo de no tener un mundo lo que conduce a la Humanidad a abarcarlo todo, a apoderarse de cada rincón del universo colocando su marca, buscando patrones genéticos nunca antes imaginados para incluirlos en nuestras bases.

Retroingeniería genética. ¿Cuántos seremos? ¿Cómo de grande debe de ser el número de individuos como para que la Humanidad sea considerada un único ser vivo? He sido un individuo altamente especializado dentro de ese gran organismo. Los técnicos de ahí afuera lo son también, los que tutelan el rumbo de las naves, los que marcan los puntos que han regido mi vida durante estas misiones y los cambios que he experimentado.

La puerta se abre y pasa el técnico de antes. –Siento haberle hecho esperar, necesito que me acompañe– No me mira a los ojos cuando habla, ahora me doy cuenta, quizás ahora eso sea normal –Ya puedo hablar- respondo. No esperaba poder decirlo sin trabarme. Me siento mejor.

Cruzamos algunos pasillos. Me doy cuenta de que aún no soy capaz de andar perfectamente pero mi paso tiene la velocidad suficiente como para que no resulte una molestia. Después de un rato llegamos a una sala en la que nos esperan dos personas con bata, parecen un hombre y una mujer, no sabría concretarlo con certeza porque apenas alcanzo a ver sus ojos tras la máscara y los distintos dispositivos que parecen adheridos a su carne.

El técnico se dirige a ellos en un idioma que no comprendo, no se me había ocurrido imaginarme que quizás el pretendido técnico tan sólo sea un intérprete, eso tiene sentido. Puede que la lengua que ahora hable sea una lengua muerta. –Siéntese aquí por favor– dice el técnico-intérprete mientras las otras dos personas me observan hasta que ocupo mi lugar. El técnico-hombre se dirige a una mesa repleta de material que no sabría reconocer. Me siento inquieto de nuevo. No sé lo que pasa pero no me puedo mover. Siento pánico, pero no puedo manifestarlo porque, de nuevo, no soy capaz de abrir la boca.

-No se preocupe, no le va a doler – El técnico-intérprete apenas mira a donde estoy sentado. –Enseguida pasará todo– añade mientras escucho cómo se abre la puerta por la que hemos pasado y se marcha.

Noto otra inyección mientras el técnico-mujer endereza mi cabeza. De repente me tranquilizo. No sé si puedo parpadear siquiera. No siento el tacto de la silla, empiezo a dejar de oír. Mi mundo se hace mucho más pequeño.

La vista aún resiste un poco pero veo borroso. Sólo tengo conciencia de los dos técnicos cuando están quietos o se acercan a mí. No sé si vienen con frecuencia o cuánto pasa entre una y otra vez, he perdido el sentido del tiempo.

Pienso en mis cincuenta misiones y apenas puedo recordarlas. Soy un niño de 3000 años de antigüedad. Soy una pieza de un organismo más grande que el ser humano, y que se alimenta del universo. Soy una célula altamente especializada de ese cuerpo. Se nos prometió poder reproducirnos y ser libres cuando todo acabase. Tenemos un control absoluto de cada una de las piezas que conforman nuestro mapa genético. Nadie ha querido sumar dos más dos, ya no nace gente, ahora me doy cuenta.

Me siento prescindible en este momento, pero no me importa. Poco a poco dejo de ver. Una mano cierra mis párpados. En algún momento debieron tumbarme porque estaba viendo el techo. Ahora todo es negro, como el cielo. No siento nada, ya sólo soy una voz dentro de mi cabeza. Incluso esa voz es prescindible. No sé en qué año estamos, no sé dónde, ya no me pregunto el por qué. Siento que todo acaba.

Adiós.

Bookmark and Share

Comentarios - 0

No hay comentarios aun.


Logotipo de la UCM, pulse para acceder a la página principal
Universidad Complutense de Madrid - Ciudad Universitaria - 28040 Madrid - Tel. +34 914520400
[Información - Sugerencias]
ISSN: 1989-8363