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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 21 de diciembre de 2024

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Entrevista a la actriz Núria Espert: "Las ideas socialistas son las que están más cerca de lo que tendría que ser un mundo mejor"

Para llegar a la casa de Núria Espert sólo tenemos que seguir a un mensajero que le lleva unas flores de algún admirador más o menos secreto. Ella misma nos abre la puerta de su piso, ubicado en un lugar privilegiado de Madrid, tanto que puede "bajar en zapatillas y llegar hasta el Teatro Real", bromea la actriz. Hemos quedado con ella un par de días antes de su investidura como doctora honoris causa por la Complutense, y por ahí empezamos la entrevista.

- A lo largo de su carrera ha recibido decenas de premios de todo tipo. ¿Hace ilusión un reconocimiento universitario?
- Me hace una ilusión enorme, precisamente porque no es un premio habitual. Es un galardón a un comportamiento, a una carrera y no por la última cosa que he hecho. Me dieron ya un doctorado en la Menéndez Pelayo y me hizo muchísima ilusión y ahora me lo dan en Madrid, la ciudad que yo he elegido para vivir y en la que estoy tan a gusto. Más que contenta estoy emocionada y también un poco nerviosa, como siempre que tienes que dar las gracias y no quieres expresar lo obvio que es la emoción.


- En los últimos meses se ha prodigado bastante por la universidad. Por ejemplo, con una emotiva charla sobre Lorca en los Cursos de Verano, o en el homenaje que le rindió el Instituto del Teatro de Madrid. ¿Cómo de profunda es su relación con el ámbito educativo?
- Es una vieja batalla que he peleado toda mi vida. Hubo un momento en que los que estábamos más involucrados en esta lucha conseguimos que los colegios empezaran a ir al teatro. Eso fue hace unos treinta años, en la transición, y creo que eso ha acabado haciendo un enorme bien al teatro y a la universidad. Se supone que los universitarios son un público interesadísimo en algo más que la televisión o el fútbol, aunque pueden ser también aficionados a eso. Son un público adecuadísimo para nuestro trabajo y siempre hemos recalcado la necesidad de que vayan más de la mano educación y cultura. Y, por supuesto, educación y teatro. El teatro quizás sea lo más cercano a la educación, más que el cine. El cine crea una cultura más multitudinaria y cuando es bueno es extraordinario, pero también produce una gran cantidad de productos serie B. El teatro, el gran teatro, es universal, es todo clase A, se representa muchísimo y ayuda a la comprensión de quiénes somos ahora, de quiénes hemos sido y casi ayuda a saber quiénes vamos a ser. Lo cual, no viniendo de una pitonisa, es bastante interesante (risas).


- ¿Hay mucha gente joven que vaya al teatro?

- Sí, muchísima. Hay un dato muy curioso y es que desde el inicio de este desastre que estamos padeciendo, de esta crisis que es imposible obviar, los teatros se han abarrotado más que antes. Creo que van a buscar, como pasó en el tardofranquismo, una colectividad en la que sentirse acompañados. La sociedad civil española está muy desmembrada, no tenemos una sociedad con mimbres comunes que dé fortaleza a lo que pensamos al margen de los medios de comunicación y el Gobierno. Simplemente votamos y desaparecemos. Pienso que hay una necesidad de sentirse parte de un grupo que quiere un medio más de expresión, que necesita sentirse arropado. La sociedad civil va a los museos, va a las bibliotecas, va al cine y al teatro pero no hay un sentimiento de algo común.


- ¿Es algo global o en otros países sí existe ese sentimiento?
- En Estados Unidos todo el mundo tiene ese sentimiento, pero también en Inglaterra o en Francia la sociedad civil pertenece a grupos cercanos en el pensamiento y esos grupos, cuando llega el momento, tienen voz y son escuchados. Eso, que yo echo de menos, es quizás lo que buscan los jóvenes en el teatro, sobre todo cuando hay grandes textos. El público acude esperando recibir unas palabras que en otro tiempo han dado los grandes filósofos, los grandes pensadores... Ahora todo se diluye en un exceso de información que muchas veces es falsa y nos ha llevado a no creer ni una palabra de lo que escuchamos. Algo que a veces no es justo, pero que ha creado una profunda desconfianza en la gente que nos gobierna, en sus promesas y en sus análisis.


- Usted como catalana, ¿cree que la búsqueda de ese sentimiento común puede estar detrás del independentismo?

- Yo creo que no tiene nada que ver, va buscando otros intereses. Yo no soy nacionalista ni españolista ni casi nada que acabe en "ista". Sé que el independentismo es una parte muy importante del pueblo catalán. Yo he vivido allí hasta hace 30 años y he visto cómo florecía, cómo se aposentaba y cómo crecía. No comparto esa idea, pero sé que existe y es fuerte en una gran parte de la población. Aunque hay millones de catalanes que no son nacionalistas, hay más millones que sí lo son. Es un sentimiento de queja profunda que a veces suena a victimismo cuando conviene, en elecciones o algo así, pero que está en una base muy amplia del pueblo catalán.


- ¿Se le ocurre algo acabado en "ista" que la pueda definir?
- Soy socialista. Creo en el socialismo. No soy de ningún partido y no lo he sido jamás, pero pienso que las ideas socialistas son las que están más cerca de lo que yo creo que tendría que ser un mundo mejor que el que tenemos. Cuando a Obama le tachan de socialista sus enemigos a mí me produce mucha alegría porque le tengo confianza, dentro de que en ese cargo se hace lo que se puede, más que lo que se quiere.


- Ha comentado varias veces que el personaje que ha interpretado que más se ajusta a su personalidad es el de Shen-Té, protagonista de una obra de Bertolt Brecht. ¿Sigue siendo ese?

- Sí, sí, sigue siendo ese papel de una persona buena, humilde y puta modestísima de quinta. Los dioses en busca de una persona buena no encuentran a nadie más que a Shen-Té. Le dan algo de dinero para que pueda dejar su profesión y montar un pequeño negocio. Abre un estanco y los millones de pobres que la rodean se la comen viva, porque la pobreza desata crueldad, la injusticia desata crueldad. Entonces ella se inventa a alguien que pondrá a raya a esos pobres, y para eso tiene que ser uno de los malos, porque nadie de los buenos tiene capacidad para cambiar las cosas. Aparece entonces un tipo horrendo, que es también ella, que crea una fábrica de tabaco y trata a los pobres a latigazos y se hace inmensamente rico. Los dioses bajan indignados por su comportamiento, ella les cuenta su historia y les pregunta qué puede hacer, pero ellos no tienen la respuesta así que lo dejan en manos del público mientras ellos miran hacia otro lado. El mensaje político de esa obra me parece el más terrorífico que ha dado nunca el teatro y fue el papel que me dio a mí la oportunidad de rascar donde todavía no había rascado, y eso que ya tenía 30 años cuando lo hice.


- ¿Cómo se prepara un personaje tan intenso como ese?
- Yo no vengo de una pobreza como la de Shen-Té pero casi, así que la preparación de ese papel me tuvo profundamente trastornada y también estaba afectadísima durante los ensayos, pero me parece que hice una de las interpretaciones más veraces de mi carrera. Hay muchas escuelas para la interpretación, de hecho tantas como actores porque cada uno tiene la suya, pero hay grandes pensadores que han hablado sobre la interpretación y todos son muy respetables y de todos se pueden sacar cosas. Yo utilizo cosas de todo el mundo sin ningún tipo de pudor cuando me conviene porque no es lo mismo hacer Medea, que Hay que purgar a Totó o La violación de Lucrecia. Son cosas totalmente diferentes y necesito discursos y enseñanzas distintas. Yo trato siempre de llenar el personaje que voy a hacer. Me cuesta conseguirlo, porque tengo un temperamento muy fuerte e incluso trato de llenar a la asquerosa Regina que estoy interpretando en La loba. Con la obra de Brecht sentía como si la hubieran escrito para mí, como si nunca hubiera sentido tanto y nunca más pudiera sentir tanto, lo cual no es cierto porque lo que se siente siempre es diferente.


- El trastorno que le producen los ensayos y la preparación de los personajes, ¿le dejan huella incluso después de terminada la obra?

- Sí, pero no marcan en plan "eso es lo que yo decía en Anna Christie" o "esta situación es igual que la de A Electra le sienta bien el luto". Marcan porque mientras estás preparando un papel y estudiando para la interpretación, piensas, buscas, lees, meditas, llegas a conclusiones que quizá nunca utilizarías si no hicieras esa obra. Buscas alrededor, buscas en la imaginación, pero también muchísimo dentro de ti misma y eso es lo que te va quedando. Soy el resultado de lo que he buscado durante toda mi vida, de las contradicciones de todos mis personajes, de aquello en lo que me han iluminado, de lo que me han enseñado, de lo que me han alejado, de lo que he aborrecido... Es decir, no pienso por ejemplo en La violación de Lucrecia, pero con esa obra aprendí tantas, tantas cosas. He tenido la suerte de hacer mucho teatro sólido, y yo diría que los textos en un 90 por ciento de mi carrera han sido maravillosos, desde los clásicos españoles hasta los internacionales, los contemporáneos y un etcétera muy largo porque es una carrera que tiene ya más de sesenta años.


- ¿Esa solidez textual estaba ya en los comienzos de su carrera?
- Todas estas cosas comenzaron más tarde. Primero lo que quería era que me dieran dos frases más y dos duros más por actuación (risas). Después ya con 20 años, me caso, tengo mis hijas y empieza una especie de revolución interior que deja atrás la miseria pasada y las historias de mi padre. Todas esas cosas no me forjaron desde un principio, o quizás sí pero yo no me daba cuenta. A partir de los 20 años es cuando me hice consciente y lo aproveché. Desde ese momento se clarificó quién era y lo que quería, aunque como es normal todo eso ha ido mutando porque la vida es un cambio permanente.


- Antes de ese despertar a los 20 años, ¿no le inculcaron en su casa de alguna manera el amor por la cultura?
- Por la poesía, sólo por la poesía. No había un libro un mi casa, había algún periódico que supongo que sería de deportes. Mis padres amaban el teatro aunque yo nunca fui con ellos. Habían ido mucho al teatro antes de que yo apareciera para fastidiarles su placer. Lo que sabían era muchas poesías, buenas y malas, y esas me las enseñaron todas. Quieras que no ahí se colaba Machado y Lorca, y también había cosas horrorosas como Pandereta de Pedro Mata, que además no era de las peores. Eso me llevó, cuando ya trabajaba en el Teatro Romea [donde debutó con 14 años], a que me llamaran para un auto sacramental de Calderón, varias cosas de Lope... Yo estaba preparada para el verso porque había entrado en él desde muy pequeñita y sin darme cuenta. Mis padres lo contaban bien y no lo habían aprendido en ningún sitio, en ninguna de esas escuelas que hay para decir el verso, eso que parece tan complicado que nadie sabe decirlo ahora. Mis padres lo decían instintivamente, seguían la música del verso y se acabó, sin plantearse ningún tipo de pedagogía. Lo de que te tienen que oír en la última fila y que aquí tienes que respirar me lo enseñaron desde que tenía 7 u 8 años. Todo eso sirvió muchísimo, pero cuando se supo que había aprovechado es cuando empecé a ser yo.


- Machado, Lorca, Calderón, Lope... Todos son nombres masculinos. ¿Hubo algún nombre de mujer que le marcara también sus comienzos?
- El de mi madre me ha marcado más que todos los masculinos juntos (risas). Las mujeres hemos empezado a aparecer más tarde en la historia, pero en mi infancia me marcaron también otras mujeres como Charo Contreras que me dio gratuitamente clases de danza y dos maestras de escuela completamente diferentes que tuve. Una era roja y perdedora y la otra, doña Pepita, era de los ganadores y una pequeña burguesa, soltera y buenísima, maravillosísima persona. Tengo mejor recuerdo de ella que de la otra pobrecita que nos enseñó las letras y sumar, restar y multiplicar. Me parece que a dividir no llegamos. Doña Pepita nos enseñó todo el resto, lo poco que pudo enseñarnos en aquel momento y en aquellas condiciones. Ella era de misa diaria y todas esas cosas, pero de una bondad extraordinaria y nos hizo un enorme bien a todas las niñas que pasamos por allí, que éramos todas como yo, con los mismos problemas en nuestras familias de falta de trabajo, de no pagar a tiempo... Doña Pepita era un ángel.


- Más allá de esa primera etapa, ¿quiénes han sido las personas más importantes en su vida?
- Ahí podría citar a miles, desde Esteban Pons, el primer director en serio que tuve, pasando por Sandro Carreras, que me dio unas clases de recitación y a quien yo odiaba porque me hacía llorar (risas). Quien bien te quiere te hará llorar, y en este caso me enseñó muchísimas cosas, aunque era muy duro y yo lloraba muchísimo y ni siquiera tenía pañuelo, me lo tenía que dar él. Después llegó Armando, el más importante de todos, que tomó además la decisión más relevante de toda nuestra vida que fue crear nuestra propia compañía. Eso parecía la locura total y absoluta, parecía que estuviera loco. Él no me había visto actuar en la única cosa grande que yo había hecho que era Medea, pero me oía recitar, había leído las críticas, y veía mi frustración con las cosas que hacía después de casarnos. Sabía lo que yo quería y ambicionaba, que era hacer el gran repertorio internacional, y no tanto como puede parecer a quien lo lea, ser primera actriz. Eso no era lo que yo quería, pero sí interpretar Strindberg, Ibsen, que por cierto no los he hecho nunca, Chejov, Brecht, Sartre... Todo eso ya lo había leído y ya sabía lo que quería, y Armando me lo proporcionó. Fue duro, durísimo, casi los 26 años fueron duros aunque estuvieron plagados de éxitos y mucha gente de mi profesión no me creerá cuando digo que fueron dificilísimos. También es verdad que nos dieron la satisfacción de hacer lo que queríamos dentro de que nadie hacía lo que quería, pero todo lo que hacíamos se acercaba bastante. Nos prohibían esta obra, pues nos pasábamos a esta otra que nos gustaba muchísimo también. Nos defendimos bien, así como anguilas y por eso pudimos continuar tantos años con la compañía. Los compañeros que eran intolerantes y pensaban que había que ir recto y directo, desaparecieron por el camino porque no se podía ir ni recto ni directo. Como Shen-Té había que acomodarse.


- Sorprende que después de seis décadas de trabajo todavía haya papeles que no ha hecho. ¿Le quedan muchos en el tintero?

- ¡Hay unas listas enormes! Ahora estoy esperando para tener la edad para hacer de Cleopatra, porque todavía soy demasiado joven (risas). Hay muchísimas cosas que me quedan, es interminable. He hecho poco Brecht, pocos autores alemanes, he hecho muchos americanos pero me gustaría hacer más porque los amo muchísimo. Hay mucho teatro contemporáneo que me gusta, pero también lo he hecho poco. Y con contemporáneo me refiero a teatro escrito esta mañana. Aunque Lorca y Espriu me parecen contemporáneos, hablo de autores que están escribiendo en este momento y quizás habría llegado el momento de hacer alguna cosa de ellos.


- ¿Y en cine le queda algo por hacer?
- Salvo las dos o tres primeras cosas minúsculas que rodé en cine, que las hice con ilusión, el resto lo hice para ganar dinero, para pagar la compañía, así directamente. En malos momentos hice películas y alguna de ellas no está mal. Me gusta, por ejemplo, Viva la muerte que hice con Fernando Arrabal, que fue su primera película y a mí me gustó. No la he visto nunca más, pero en aquel momento sí me gustó hacerla y me gustó lo que salió, pero en general ni siquiera veía mis películas porque yo no me gustaba en el cine y al cine no le gustaba yo. No nos encontrábamos.


- También tuvo una etapa muy larga como directora escénica de teatro y ópera. ¿Eso ha quedado ya en el pasado?

- Cuando lo dejé definitivamente empecé a estarle agradecida a esa época que me dio tantos éxitos, pero me dejó tan sola. De pronto, en un año pasaba sólo cinco semanas en casa, y separadas. El éxito me arrastró como si fuera una rockera y eso que yo ya tenía 50 años cuando empecé a dirigir, pero me deslumbró y después me machacó. Era muy insegura, tenía un estado de ansiedad permanente mientras dirigía y tuve una depresión tremenda en la mitad de lo mejor de ese periodo. Estando en Covent Garden con tres obras mías en cartelera, Butterfly, Rigoletto y Carmen, me desmonté y ahí empecé a verlo de otra manera, como un enemigo, como si me hubiera dejado atrapar. En realidad nadie me engañó. Armando me empujó, pero fui yo contenta, como una inconsciente, hacia la dirección primero de obras de teatro y después a la de ópera. Cuando salí de la depresión pensé: "esto no me conviene", como cuando empiezas a comer una cosa que te gusta muchísimo y empiezas a notar que al cuerpo le va mal, duermes mal, engordas, y piensas: "esto me gusta, pero...". Y no era tanto "me gusta", era "me conviene", porque al ser música me dio una salida enorme que la palabra cuesta que te la dé, porque tiene que ser a través de la traducción. La música abre más puertas que la palabra, eso es evidente, a pesar de que yo, después de Las criadas, me he movido con la palabra por eso que se llama el mundo entero que llega hasta Irán y que es toda Europa, y el norte de África... Aún así la ópera me dio otra cosa y lo acepté encantada hasta darme cuenta de que no tenía ningún placer mientras lo hacía y que acababa total y absolutamente machacada. Después de cada estreno eran caídas sucesivas que propiciaron la caída fuerte de la depresión.


- Comenta que su marido fue la que le animó a dirigir óperas. ¿Era usted aficionada a ese género musical?
- Fue Armando el que me inició en la ópera. Yo no había ido nunca a oír una ópera y sólo me sabía las arias que cantaban las peluqueras y las modistas y los camareros en los nidos de arte, que eran siempre las mismas arias. Armando me metió en ese mundo que a él le apasionaba, aunque él tenía un repertorio corto, le gustaban los franceses y los italianos. No le gustaba Wagner, porque no lo comprendía, y yo tampoco, pero lo que amaba lo amaba muchísimo y con mucha pasión. Yo me enganché ahí y después de la depresión, Armando que me había empujado y sostenido tanto comprendió que teníamos que dejarlo y formar de nuevo nuestra compañía y continuar con lo que a mí me hacía feliz, que es la interpretación.


- ¿Se imagina no haber hecho teatro en su vida?

- Supongo que sí, a mí me han dicho que hay gente que vive sin hacer teatro (risas). Mi madre, maravillosa, hizo que aprendiera también en el colegio con doña Pepita, a escribir a máquina, porque el sueño dorado de todas las niñas de mi generación en mi barrio era entrar de secretarias en alguna fábrica, porque alrededor de donde yo vivía eran todo fábricas textiles. Ahí trabajaba mi madre y a veces también mi padre, aunque él era carpintero. Me imagino que habría entrado, con 16 o 17 años, después de terminar el bachillerato que no lo terminé por el teatro, de secretaria en una de las fábricas de Santa Eulalia. Y después quién sabe, porque algún libro llegaría a casa y todo eso tendría que haber salido por algún lado, salvo que me hubiera casado a los 17 y me hubiera llenado de niños y entonces ya no se puede juzgar lo que habría hecho porque cuando te pasa eso, que yo considero una catástrofe, ya no se sabe donde vas a parar. Muy jovencita, ya en el Romea, empecé a doblar cosas pequeñitas y me gustaba muchísimo, y no sólo por el dinero, así que si no hubiera servido para el teatro habría podido ser una buena dobladora. Yo creo que estaba predestinada y habría acabado en un teatro, no sé haciendo qué tipo de carrera, pero habría acabado ahí, quizás con teatro de aficionado toda la vida mientras me dedicaba a dirigir una fábrica, por ejemplo (risas).

"Sigue sorprendiendo la impunidad de la corrupción"
Asegura Núria Espert que a veces el análisis de la realidad se encuentra en textos de hace decenas de años como el de La loba (que está interpretando ahora mismo por toda España), o en Todos eran mis hijos o en Un tranvía llamado deseo. Son obras que "tienen una enorme fuerza en la palabra y que llegan de un modo directísimo". La loba, una obra escrita por la norteamericana Lillian Hellman en 1939, habla de "la avaricia obscena, como decía Obama, que es algo que nunca desaparecerá y que se sembró ya en el pasado. De hecho, no estamos inventando nada, la corrupción viene de muy antiguo, pero sigue sorprendiendo su actualidad, su impunidad y su extensión, así como una mancha de aceite imparable porque se alimenta de una botella inagotable".
Para la preparación del personaje de Regina, Espert ha tratado de "comprender cómo ha llegado a ser así y por qué, así como ver qué tipo de límites tiene y qué tipo de raya roja se ha puesto, pero la respuesta a esta última pregunta es ninguna porque las cruza todas hacia sus intereses". La acción de La loba transcurre a finales del siglo XIX en una localidad del sur de los Estados Unidos. Regina está casada con el banquero local James Giddens y todo el entorno familiar representa una elite falta de escrúpulos, lo que les ha llevado a convertirse en caciques locales. La obra narra cómo deciden crear una gran fábrica textil junto a sus plantaciones de algodón, para multiplicar todavía más sus ganancias sin importarles lo más mínimo explotar sin reparos a toda la población local. La crítica ha definido el personaje de Núria Espert como "condescendiente en apariencia, dictatorial de fondo, suave en las formas y brutal en los designios".
La actriz aporta su propia personalidad a un personaje que se hizo famoso ya en los años 40 del siglo XX con la interpretación que hizo Bette Davis en la película homónima, dirigida por William Wyler. La actriz norteamericana recibió una de sus muchas nominaciones a los Oscar por aquel papel. Núria Espert, de momento, ha recibido por este trabajo una nominación en la 16ª edición de los prestigiosos premios Max de las Artes Escénicas.

 

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