Termina el año y aún resuenan anuncios de recortes, de subidas de tasas y de políticas de becas restrictivas que fomentan la exclusión social. Ni las iniciativas de los rectores, ni huelga de la enseñanza pública del pasado 24 de octubre, ni el clamor social han logrado por el momento cambiar los designios del Gobierno de desmantelar lo público que, aunque invocando la consolidación fiscal, no pueden ocultar la inspiración en una ideología que deslegitima los pilares del Estado del bienestar. Porque si solo se tratara de la reducción del déficit, existe otro camino que permitiría preservar el tamaño y la calidad de los servicios públicos. En lugar de recurrir a la finura selectiva del bisturí se ha usado con tosquedad el hacha de los recortes indiscriminados y se ha hipotecado el futuro mediante la descapitalización humana: de estudiantes, de profesores e investigadores, de empleados. Para ajustar las cuentas públicas sin recurrir a la derogación de derechos o ahondar en la desigualdad social, en la vecina Francia establecieron hace tiempo un impuesto sobre las grandes fortunas y en Estados Unidos un presidente tan poco sospechoso de izquierdista como Ronald Reagan aumentó la fiscalidad de los beneficios especulativos.
En España bastaría una mayor determinación en la lucha contra el fraude fiscal, estimado en 70.000 millones, para que ni las universidades, ni los hospitales, ni la administración de la Justicia se vieran abocadas a la indigencia. La insuficiencia financiera es un problema crónico del sistema universitario público español que se ha agudizado con esta crisis. El tsunami de la consolidación fiscal casi nos ha retrotraído a los años noventa en recursos (las universidades han sufrido una merma de recursos públicos de 1.200 millones desde 2010) y, sobre todo, en incertidumbre. Los modelos de financiación han sido borrados del mapa, los gobiernos han perdido la objetividad y han impuesto el criterio discrecional. En el caso de la UCM, los recortes fueron de 21,2 millones en 2012 y 47 más en 2013 a los que hay que añadir los 10,4 millones que nos recortan en estos últimos dos meses del año, y los 19,2 millones de recorte para 2014. La suma de los ahorros derivados de nuestro plan de eficiencia, de las cuatro sentencias ganadas a la Comunidad de Madrid y de la entrada de las universidades públicas en el plan de pago a proveedores, debería dar como resultado, si no fuese por los nuevos recortes que hacen peligrar ese objetivo, que nuestro remanente genérico negativo que era, hace dos años, de 150 millones, no supere los 30 millones. Estamos, sin embargo, lejos de sanear nuestra situación financiera y así seguirá siendo si el Gobierno continúa denostando la Universidad. Las reducciones presupuestarias están debilitando el papel de motor de desarrollo económico de las universidades. No podremos soportar más recortes.
Hasta ahora, hemos hecho un esfuerzo para seguir manteniendo los estándares de calidad en las tres grandes funciones de la universidad: la docencia, la investigación y la innovación y transferencia; pero ese meritorio voluntarismo tiene poco recorrido. Necesitamos un marco estable de financiación que permita fijar objetivos estratégicos a medio y largo plazo. Necesitamos una financiación suficiente, sostenida y equitativa. Suficiente en términos de PIB y de una sociedad que se reclama del conocimiento, sostenida a través de instrumentos de programación elaborados de manera participativa, y equitativa para que no haya sesgo social, de género o de territorio.
La prosperidad y la estabilidad social no son nunca resultados ajenos a estas dos premisas: servicios públicos y mayor igualdad. Por ello, antes de tomar determinadas decisiones, los gobiernos deberían preguntarse si son legítimas, si son justas y si van a contribuir a mejorar la sociedad. Son interrogantes políticos con respuestas difíciles. Pero conviene que los gobiernos no dejen de planteárselos.