Un tirador (es decir, un profesional de la esgrima) debe huir de Leningrado en 1952 ante el acoso político. Acaba en un pequeño pueblo de Estonia, donde montará un club deportivo en el que usará la esgrima como un rayo de luz para los jóvenes que viven entre el miedo y la tristeza del régimen estalinista.
La escritora finlandesa Anna Heinämaa se estrena como guionista con este filme, basado en la historia real del tirador Endel Nelis. Heinämaa tardó dos años en escribir el guión, en parte porque para su investigación se trasladó al pueblo donde transcurre la acción y allí realizó una serie de entrevistas con conocidos del deportista que falleció en 1993. Los diálogos son buenos, comedidos, ceñidos a la época histórica en la que transcurre la historia, aunque también hay momentos de euforia, aunque también sea de euforia contenida, nada que ver con el estilo con el que Hollywood habría contado una historia así.
El finlandés Klaus Härö ya había estrenado otras dos películas en nuestro país, pero ha mejorado tanto su oficio que con La clase de esgrima ha conseguido destacar, por calidad, en la cartelera de este año 2016 que está siendo tan deprimente para los amantes del cine. Härö nos devuelve ese cine sin pretensiones, sin tiros, sin explosiones, sin banalidad, que tanto echamos de menos. En esta película la cámara es tan suave que casi nos olvidamos de ella, y conseguimos meternos en ese mundo donde unos nudillos en una puerta pueden significar un exilio en Siberia, donde unas nociones de esgrima pueden ser lo más sensual del mundo, donde los detalles son tan importantes como el plano general o donde no hace falta chillar para demostrar el dolor profundo de toda una sociedad. El director consigue que el miedo se convierta en un protagonista, un miedo que casi se puede mascar y que hace que todo se mueva despacio para no llamar la atención.
Las elipsis en La clase de esgrima son también de quitarse el sombrero. Frente a ese cine actual que narra absolutamente todo, como si el espectador fuese imbécil, aquí un florete que se deja caer al suelo en un momento adecuado, o un abrazo silencioso dicen mucho más que mil palabras o que mil imágenes.
La música de Gert Wilden Jr. es tan sutil como la fotografía, los escenarios, la interpretación o el montaje. Todo fluye en esta película que nos hace reconciliarnos con el cine, sobre todo con ese que te llena el espíritu y que te da la sensación de que lo que estás viendo no es un simple entretenimiento que va a desaparecer de tu cabeza en cuanto se enciendan las luces de la sala.
También el reparto está muy bien seleccionado, desde todos los niños que aparecen en la película, hasta Märt Avandi, un actor muy conocido en Estonia por protagonizar series televisivas, y que aquí le da un porte especial al protagonista. De hecho, la descripción del director sobre Avandi es totalmente acertada: "Es como un bello caballero que esconde un triste secreto".
Y si hubiera que elegir a otro me quedaría con Hendrick Toompere, que interpreta al director de un colegio, que se deja llevar por las circunstancias para conservar su estatus, aunque este no sea gran cosa. Interpreta de manera magistral a ese funcionario que parece irrelevante, pero que en un régimen autoritario puede ser el que te denuncie y acabe llevándote al paredón.
Si sólo vas a ir una vez al cine este año, que sea para ver esta película. No te arrepentirás.