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Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Alberto Garzón apuesta por un modelo de consumo que garantice una vida digna y preserve nuestro planeta

El ministro de Consumo, Alberto Garzón, ha participado en el curso "La Agenda 2030: El gran reto mundial de esta década", y en él ha presentado las políticas públicas transversales que se están llevando a cabo desde su ministerio para intentar cambiar el paradigma del consumo. Los cambios buscan alejarse de un modelo de crecimiento meramente cuantitativo para desarrollar áreas cualitativas de calidad de vida que entronquen con los Objetivos de Desarrollo Sostenibles y con la Agenda 2030. Es consciente el ministro de que en el ámbito económico, para poder distribuir la riqueza, hace falta crecer, aunque "ese crecimiento es una abstracción y sus formas concretas difieren entre diferentes países, pero lo que es evidente hoy en día es que el modelo de consumo y producción actual generan unos costes que superan la supervivencia del planeta".

 

Recuerda Alberto Garzón que la huella ecológica pone de manifiesto que nuestro tipo de vida es imposible de generalizar a la población mundial, y "si en 2050 hay 9.100 millones de personas, como prevé Naciones Unidas, necesitaríamos tres planetas, pero si generalizasemos el modelo estadounidense, los costes medioambientales serían todavía mucho más elevados y harían falta todavía más". 

 

El modelo de producción de consumo, de acuerdo con el ministro, genera un número elevado de contradicciones, como el despilfarro de alimentos tirados a la basura, que implica un tercio de todo lo que se produce, lo que coincide al mismo tiempo con el aumento de la pobreza y de la obesidad, lo que "demuestra la poca eficiencia de un modelo de consumo que sólo cuenta con maximizar las ganancias". En parte es así, porque los precios de los alimentos siempre han estado sujetos a volatilidades, debido al clima, pero "en el siglo XXI, con los mercados financieros interrelacionados, hay que añadir a sus dinámicas propias, muy afectadas por el cambio climático, procesos especulativos, como el que produjo, en parte, la crisis de 2008". En aquel momento, algunas empresas sustituyeron el cultivo de alimentos básicos por el de biocombustibles, más rentable para los intereses del capital, pero con una reducción importante de la tierra para cultivar productos básicos.

 

De todos modos, el problema es de base, ya que el sistema capitalista genera una desigualdad, por su propia dinámica, "desigualdad que se da en todo tipo de ámbitos, entre países, como se ve en el debate europeo de estos días, pero también dentro de cada uno de los países. De ahí que sean necesarios mecanismos para corregir esas desigualdades, como la fiscalidad, que busca redistribuir la riqueza, y para ello debe ser una fiscalidad progresiva para que paguen más los que más tienen, y con ello poder llevar a cabo políticas públicas que corrijan la dinámica de la desigualdad generada en la primera fase de la distribución".

 

Frente a ese proyecto del actual gobierno, hay políticas muy orientadas al neoliberalismo que lo que buscan es reducir la progresividad de los sistemas fiscales, favoreciendo las rentas del capital o de los tramos de renta más elevados, lo que incrementa la desigualdad dentro de cada país y entre países. De acuerdo con Garzón, "eso se podría arreglar corrigiendo los sistemas fiscales, pero además hay otra desigualdad, más compleja y problemática, que es la debida al cambio tecnológico, que siempre es asimétrico". Por ejemplo, la automatización de los elementos de producción no es neutra y tiene consecuencias y costes a nivel de la sociedad. 

 

Explica Garzón que la cuarta revolución industrial, que tiene que ver con la digitalización, automatiza una serie de actividades productivas que se encuentran en los tramos intermedios de la estructura social, que se crearon en la segunda revolución industrial. De ese modo se automatizan, puestos de trabajo administrativos, pero no afecta a los trabajos menos cualificados que requieren mucho trabajo manual, y tampoco a las altas cualificaciones. El resultado es una dinámica de polarización social, lo que "significa el fin de la clase media, que además tiene que ver con un impacto de género, porque la alta cualificación suelen ser ocupaciones muy masculinizadas. Sólo 24 personas de cada mil que estudian en las TIC son mujeres y eso se acaba reflejando en brechas".

 

Sabiendo que los ritmos de la economía no son los de la política, sino que tienen que ver con ondas que pueden ser superiores a diez años, hay que ser conscientes de que los elementos están latentes en la sociedad y "vamos a un entorno de enorme incertidumbre donde hace falta una política pública que no devenga en costes mayores". Opina el ministro que sería un error volver a repetir los errores del pasado de recortar los servicios del sur de Europa, porque eso provocará, como en 2010, una mayor distancia con el norte, lo que es políticamente insostenible.

 

El papel del ministerio

Para intentar paliar esos posibles errores entra en juego el ministerio de Consumo, ya que "no sirve sólo para la protección de los consumidores, sino que es una herramienta para desarrollar políticas públicas necesarias, que compaginen producción y consumo, porque esas políticas están vinculadas a la demanda, pero también a la oferta". Para ello, la sociedad debe entender hacia dónde se quiere dirigir el ministerio, con "una aproximación integral que tiene que ver con la formación en el sentido más amplio, porque en los incentivos al consumo se busca que coincidan con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, por ejemplo para oponerse tanto a la obesidad como a la malnutrición, que son el doble en las familias con menos nivel educativo y menos recursos, así que hay un componente de clase".

 

La idea es llevar a cabo una política pública integral que tiene que ver también con la fiscalidad, que asigna incentivos a los productos más saludables, y eso manda una señal de que los que tienen una fiscalidad más alta la tienen por conceptos científicos. En relación con eso y con la información, "en 2021 se pondrá en marcha un sistema de etiquetado frontal, el Nutriscore, donde queda marcado qué efecto tiene cada producto en la salud, en función de un algoritmo, así que el consumidor no tendrá que estudiarse los productos, sino que lo verá de forma inmediata para ver cuál es más lesivo". El sistema ya está implantado en Francia, y España será el segundo país en hacerlo, y aunque "las empresas lo ponen de manera voluntaria, compiten entre sí y eso ayuda porque las que no hayan querido acogerse serán sospechosas".

 

La política integral del ministerio también quiere incidir en el fomento del consumo de cercanía para incentivar una menor huella ecológica y además para que las pequeñas empresas puedan competir con grandes multinacionales, y en la publicidad, tanto en la del consumo alimentario para menores como en la del no alimentario, tal como la de juguetes para "que no haya publicidad sexista, por ejemplo, para que no se establezcan perfiles de género preestablecidos, ya que la publicidad tiene que mandar valores de acuerdo con la democracia actual, acorde a la igualdad de género y al respeto de los Derechos Humanos".

 

De acuerdo con el ministro, todo esto va acompañado de normativas para fomentar la protección al consumidor vulnerable, porque "no todos los consumidores son iguales, hay personas más vulnerables ante un confinamiento o la pérdida de ingresos, que exigen una protección adicional y mayor". El objetivo final es "trasladar que el consumo tiene que ver con valores y principios relacionados con la integración socioeconómica".

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