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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Miércoles, 18 de diciembre de 2024

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Nuestras recomendaciones

8 MAR 2011 a las 13:25 CET

Las crónicas de Narnia

por Andrés Torrejón

Recomiendo encarecidamente leer Las crónicas de Narnia tal y como pensó su autor que debían leerse una vez que las tenía escritas todas. Es decir, empezando por The Magician's Nephew y terminando por The last battle. No soy consciente de que existan traducciones de las siete novelas de la saga en castellano y tampoco sé si, en caso de existir, se han publicado todas en un tomo unitario y en el orden correcto, así que me parece que tocar leerlas en inglés. Ya os advierto que es un inglés sencillo de entender, así que no hay que preocuparse demasiado por los conocimientos de cada uno. Eso sí, son más de 700 páginas, así que si no tienes paciencia mejor dedícate a otra cosa. La calidad de las siete novelas me parece realmente estupenda y son unas historias muy, muy divertidas. Además hay que tener en cuenta que son las historias que dieron origen a todas las grandes sagas posteriores, ya que se empezaron a publicar en 1950. En cuanto a una crítica habitual que se hace a las novelas, que es su excesivo cristianismo, la verdad es que también tiene su anécdota. C. S. Lewis debía ser anglicano o similar, pero un buen amigo suyo, llamado J. R. R. Tolkien, le animó para convertirse al cristianismo. Lewis le hizo caso y decidió incorporar las teorías bíblicas en sus libros, lo que le pasa es que se nota que es un advenedizo porque no sólo es que los humanos son testigos de la creación de Narnia en pleno siglo XX y de que Narnia sea sólo un mundo entre muchos (algo peculiar si Narnia fuera el cielo cristiano), sino que además es un universo al que sólo pueden acceder niños y el dios león comparte espacio con otros como Baco, el dios-tiempo, brujas, hadas y dragones. Algo que a mí me divierte mucho y que tiene poquísimo que ver con los cristianos.

La noche sucks

por Francisca B. de Salsamendi

Novela denotada, específicamente, en su propio título -un sustantivo en castellano y otro en inglés- remite a la intencionalidad de la autora y de la propia obra: la mezcla de códigos lingüísticos, los cuales nos imponen trasladarnos a una realidad concreta de la cultura hispana en los EEUU. Y, a su vez, a la experiencia personalísima de su autora -directora del Instituto Cervantes en Albuquerque- ciudad en la que bebe, al mismo tiempo que vive, de la fuente polisémica comunicativa. La verdad y la ficción siempre van unidas de la mano, y esta novela es un nuevo ejemplo de ello: bucear en la noche - momentos oscuros de toda vida humana- a modo de agujero que engulle a los personajes, héroes anónimos, situándolos en la inexistencia de una no espacialidad, a saber, el espacio dibujado en la fantasía. Así, la novela se convierte en un espacio abierto, definido por líneas narrativas difuminadas, como es la vida misma. Sí, La noche Sucks son las voces colectivas componentes de la polisemia de la propia vida; metáfora de la oscuridad que habitamos y nos habita. No son sólo voces verosímiles, sino reales; razón más que suficiente para ser oídas.

 

Una gata sobre el tejado de zinc

por la Escuela de Espectadores

Este invierno, Madrid celebra el centenario del nacimiento de Tennesse Williams, uno de los representantes más destacados del teatro realista norteamericano, de la mejor manera posible, poniendo en escena dos de sus títulos más emblemáticos: Una gata sobre el tejado de zinc y Un tranvía llamado Deseo. La puesta en escena de Una gata sobre el tejado de zinc corre a cargo de Àlex Rigola, quien propone una acertada adaptación del texto de Williams que sintetiza el original y prescinde de algunos de sus personajes. La obra -que Williams hizo transcurrir en una rigurosa unidad espaciotemporal de la que se sentía especialmente orgulloso- versa sobre la incomunicación y el autoengaño destructivos de una familia sureña en la que todos sus componentes tienen un conflicto bien definido con los demás. La escenografía planteada por Max Glaenzel respeta el carácter onírico de las acotaciones del autor y nos sitúa frente a una escena a cielo abierto que resulta un híbrido entre el interior doméstico de una habitación y la plantación de algodón familiar: los brotes de algodón emergen luminosos del suelo terroso, oscuro y envenenado, testigo de la caída de todos los miembros de su familia. En escena destaca la presencia casi constante de un pianista que, de espaldas al público, interpreta desde un piano-bar melodías que acompañan la peripecia de los personajes. La interpretación es contenida, algo hierática e inexpresiva, una apuesta por parte del director que resta calor y pasión a esta emocionante obra. Del viaje propuesto por el tranvía conducido por Mario Gas les hablaremos otro día.

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