No corren buenos tiempos para los economistas, aunque quizá no tanto por las quejas que habitualmente recibimos de la sociedad, sino por el excesivo grado de trivialización con que se utilizan los conceptos económicos. El debate sobre la crisis contrapone dos visiones demasiado simplistas de la política económica: una, supuestamente progresista, favorece una amplia presencia del Estado en la sociedad, con gasto público elevado; otra, considerada conservadora, apoya el funcionamiento de los mercados frente al Estado en la asignación de recursos y la distribución de la renta.
En este contexto cabe analizar el enfoque europeo a la solución de las crisis de financiación de algunos países y la exigencia de reducir su déficit público de modo drástico e inmediato. Pero un análisis mínimamente riguroso requiere consideraciones adicionales que parecen olvidadas.
Las exigencias sobre el déficit público español surgen por la preocupación acerca de la posible necesidad de asumir una parte significativa del endeudamiento privado, como ha sucedido con instituciones financieras rescatadas. No se gana nada con prometer que tal rescate se hace a coste cero para comprobar luego lo evidente, que el coste es notable. Ni negándose a hacer explicito el coste de saneamiento desde el inicio. Tal reconocimiento puede generar una adversa reacción negativa dentro y fuera del país, pero la continuada incertidumbre puede conducir a largo plazo a costes acumulados mucho mayores. El tratamiento dado a la quiebra de algunas instituciones financieras ha sido muy inapropiado y ha generado una fuerte pérdida de credibilidad exterior.
En la Universidad enseñamos que la evolución del endeudamiento de un país depende de varios factores: coste de financiación, déficit y capacidad de generar nuevos recursos con los que poder amortizar la deuda. No cabe exigir a los distintos países techos de déficit o de deuda comunes como ya se hizo en el tratado de Maastricht, pues lo que para unos es insostenible, para otros puede no revestir dificultad alguna. Sorprendentemente, este ejercicio no ha aparecido en las discusiones de consolidación fiscal o austeridad, ni a nivel europeo ni ha sido un argumento de nuestras autoridades. Y, contando con un instrumento de financiación europeo a coste reducido, podríamos haber mantenido los niveles de gasto en algunas partidas sensibles. Lamentablemente, haciendo lo contrario, hemos llegado a niveles de déficit como los que motivaron las exigencias de austeridad.
Y si se precisa recortar el gasto, gobernar cosiste en establecer prioridades, aparentemente ausentes en el debate nacional. Un mismo grado de austeridad puede conseguirse incrementado el gasto en algunas partidas, necesarias en tiempo de crisis, a cambio de recortar adicionalmente en otras. La imagen dada acerca de la pobre valoración que damos a nuestra investigación es contraria a desarrollar la capacidad de innovar y de adaptar nuevas tecnologías, imprescindibles para nuestro crecimiento. Igualmente podríamos hablar de los recortes en gasto educativo, sanidad, o asistencia social. Tanto si la regla uniforme de recorte obedece a una ausencia de prioridades o a la utilización de un listado implícito de las mismas, ambas posibilidades reflejan un pobre nivel de gobierno.
Por Alfonso Novales
Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico. UCM